¡Cómo es que estoy haciendo esto?
Subo al carruaje y tomo asiento y los caballos comienzan su marcha bajo el
estímulo del látigo.
¿Y qué si
resulta cierta la idea de la que Jorge me ha hablado tan insistentemente? ¡Pero
él no es más que un gendarme de clase baja! ¿Cómo pueden sus palabras tan
incoherentes tener algún efecto en mi ánimo? ¡Yo —estudioso de las letras
antiguas, y reputado como hombre de fino juicio— creyendo en una idea que no
pudo provenir sino de la más baja superstición!
Pero es
cierto que éste es un caso verdaderamente singular. Siete muertes tendrían que
ser atribuidas al terrible efecto de esas dos líneas plasmadas en una sencilla
hoja de papel, si creyésemos en la absurda suposición del gendarme Jorge. ¡Una
“página maldita”! Casi me carcajeo al pensarlo así, pero en el fondo de mi alma
no puedo evitar que aparezca cierto dejo de aprensión, sobre todo después de
que el señor Rubalcaba, aquel admirable Doctor, se convirtió en la séptima
víctima de lo que sea que cause esta serie de muertes. Y sin embargo es dudoso
hablar de una “serie”, ¿cómo asegurar que esto no es más que una compleja
interpolación de cadenas causales independientes cuya coincidencia es nada más
que un curioso accidente del tiempo, así,
sin significado propio ni mayor relevancia que el hecho de involucrar la
muerte de algunos hombres excelentes? ¿Pues no es acaso la mente humana la que,
en su afán de dar sentido a lo que presencia, se afana en conectar los sucesos
y aun deformar los hechos, inscribiéndolos por la fuerza en un sistema según el
cual todos apunten a una sola idea?
Pero, ahora
que lo pienso, me parece mayor desgracia que la muerte del Doctor Rubalcaba, la
del tan talentoso autor de esas supuestas dos líneas asesinas. Ese escritor que,
a sus treintaiocho años, llevaba ya algún tiempo abriéndose paso en el ámbito
de las letras nacionales y que incluso había comenzado a ser conocido fuera de
nuestras fronteras. Leyendo sus más recientes piezas, yo fácilmente hubiese
podido asegurar que aquel hombre estaba en la cima de su talento. Y todo esto
me llena más de intriga. Rubén López de Gracia, un hombre relativamente joven
para la cantidad de logros que había acumulado en este mundillo de nuestras
letras. Rubén, el primero de la lista de víctimas que el gendarme Jorge
atribuye a la “página maldita”. Y, entre López y Rubalcaba, la madre y la joven
esposa del primero, un detective y dos agentes de la policía nacional.
¡Qué cosa
tan rara! El relato de los sucesos, tal como me lo contó Jorge, me resulta
inverosímil. López de Gracia encontrado sin vida en su escritorio. Sentado en
la silla de manera normal pero echada su cara sobre el escritorio, como si se
hubiese dormido mientras trabajaba. Dos libros abiertos sobre el mueble: uno de
ellos rotulado como Cuaderno de intentos
y frases sueltas y el otro como Diario
Personal y algunos tomos apilados en la esquina de la superficie. El pelo
del fenecido cubriendo la página del Cuaderno
de intentos y frases sueltas, la “página maldita”. El Diario, por su parte, colocado justo a un lado del Cuaderno… mostrando la última entrada en
él escrita. Todo esto es lo que
describió a los agentes de policía —Jorge entre ellos— el viejo jardinero que
la madre de López de Gracia envió a la Comisaría para que informara lo
ocurrido.
La madre,
la segunda víctima de las líneas fatales. Ella fue la primera en ver el cadáver
de Rubén. Lo encontró y rápidamente llamó a voces a su nuera y al jardinero y
le pidió a éste último que fuese buscar
la ayuda de la policía. Ella entró a la habitación tan sólo para ofrecerle a su
hijo una taza de té, pues era costumbre de aquel joven escritor tomar té
mientras escribía por las tardes. La madre no quería que nadie tocara nada en
la habitación hasta que llegara la policía, de modo que despachó al jardinero e
hizo salir de la pieza a su nuera, pero mientras esperaba, ella misma no pudo
evitar echar un vistazo a lo que había en torno al cuerpo de su hijo. Miró,
probablemente, la página del Diario, la cual quedaba a la vista y
pudo leer lo que en ella había escrito López de Gracia. En realidad, lo último
que él había escrito. Pero el último registro del Diario de López de Gracia seguramente le causó a la madre una
curiosidad imperiosa, y no pudo resistirse al impulso de retirar, aunque
cuidadosa y aun cariñosamente, la cabeza de su hijo, dejándolo a un lado del Cuaderno... Y entonces habrá leído las
dos líneas ahí escritas y, si hacemos caso a lo que proclama Jorge, habrá
muerto al instante. Pues cuando el jardinero volvió, acompañado por los
gendarmes, la pobre anciana se encontraba tendida sin vida en el suelo, justo a
un lado de la silla donde yacía todavía su hijo y él recostado en el escritorio
a un lado del Cuaderno… a diferencia
de como el jardinero lo había visto antes de marcharse hacia la comisaría. Es
comprensible que la anciana no haya podido evitar la curiosidad luego de leer
la última entrada del Diario de su
hijo:
¡Me
encuentro sumido en la mayor excitación que haya experimentado! En tan sólo dos
líneas creo que he realizado la mayor obra de mi vida. Jamás había escrito algo
tan bello y no creo que haya sido escrito o se escriba en el futuro algo que
iguale la gloriosa perfección de estas dos líneas, ¡ni siquiera en cuatro mil
páginas enteras! ¿Qué rayo de entendimiento me ha alcanzado? ¿Qué luz ha deslumbrado
mis ojos y guiado mis manos? Tal belleza he plasmado, que siento que podría
morir en su presencia, ¡su enigmática presencia! No es tan sólo el hecho de que
la intimidad de mi diario personal me permita darme el lujo de ser jactancioso y
dar rienda suelta a mi vanidad de escritor; verdaderamente me expreso de esta
manera con justicia, soy sincero al proclamar aquí la grandeza de esas tan
pocas palabras. Pero a cada instante y con cada palabra que cruza ahora mi
mente, siento que se me va la idea que apenas hace unos minutos he plasmado en
mi cuaderno de intentos, como si mi mente fuese tan débil que no pudiese
retener una idea tan magnífica y tan magníficamente expresada. ¿Siquiera
entiendo realmente lo que yo mismo escribí? Siento que se me borra, como si no
lo hubiese escrito yo realmente, debo releer esas dos líneas antes de continuar
esta anotación, quiero escribir aquí algún comentario, una explicación que me
ayude a retener algo de claridad sobre aquella idea que ahora me resulta ya
confusa y evanescente…
Yo mismo
estoy ansioso de leer esas dos líneas, desde que Jorge me relató lo que decía
la página del Diario, pues cualquiera
que haya conocido en persona a aquel escritor, se percata de que si él llegó a
expresarse así de un escrito suyo —aun en secreto— debe ser porque el escrito
era verdaderamente una maravilla. Pues él era un hombre honestísimo y era
además de una humildad admirable y odiaba vanagloriarse de sus creaciones.
Incluso a veces llegaba a subestimar sus propias obras y su espíritu
perfeccionista era de lo más severo. Realmente no culpo a la anciana por leer
esas dos líneas.
Y además, a
un lado del cadáver de la anciana, los policías hallaron el cuerpo, también sin
vida, de la joven esposa de Rubén López de Gracia. Aquella dulce joven de
nombre Laura, que seguramente aportaba a la vida de Rubén las mayores alegrías,
aun en tiempos adversos. Jorge asegura que ella habrá encontrado a su suegra
sin vida y, a pesar del horror que seguramente experimentó, no habrá podido
evitar notar el cambio de posición del cuerpo de su propio marido. Seguramente
—dice Jorge— la imagen cambiada del marido hizo que la atención de la mujer se
volcara rápidamente sobre las dos líneas escritas en el Cuaderno… y su mente, como un sabueso que al distinguir el olor de
una presa no se resiste al impulso de correr tras ella, devoró ávidamente el
contenido de esas líneas, sin percatarse de que hacerlo equivalía a tragar el
veneno que acabaría con su vida.
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