Para ti, porque no te gustan las novelas negras
Por fin era el día. No cualquier mañana, no cualquier
amanecer. Era EL día. Llevaba esperando este momento desde que empezó todo. Se sentía
tan entusiasmado. Se desembarazó de las cobijas con celeridad, se puso las
pantuflas de al lado de su cama. Ni siquiera ha sonado la alarma. La apaga.
Respira profundo y se levanta. Unos pasos lo separan de sofocar el ansia que le
carcome desde hace años. El clímax está aquí. Sólo su ritual lo separa de la
culminación de su esfuerzo: un cigarro, tronarse los dedos, el cuello,
prepararse una taza de café y sólo entonces sentarse en el escritorio y
proseguir la historia.
Es difícil tener control todo el tiempo. Crear implica en
gran medida dejarse llevar. La poesía, el arte en general, es de los posesos, de
los arrebatados. Y esto no es de otra forma cuando creas un personaje. Nunca
los nombra, para mantener distancia con ellos, para dejarlos ser lo que quieran
ser. Las teclas chocan en la computadora y el personaje se va pintando él
mismo. Es como con los hijos, uno los guía, pero al final, ellos hacen lo que se
les antoja y uno sólo puede esperar haberles dado bases sólidas para que su
vida no sea una apología al sinsentido. Y en ambos casos, se tiene que confiar
en ellos, en que sus motivaciones son tan poderosas que materializarán todo un
mundo a su alrededor. Lo ha dejado ser todo lo que ha querido, pero ahora ya no
hay vuelta atrás. La historia debe terminar. Nada es más importante que contar
la historia. Pase lo que pase, todo se debe a la historia. Sin el final, lo demás
no tiene sentido. Y él lo sabe. Es un escritor mediocre que vive en una jaula
de cuatro por cinco, vegetariano por circunstancias más que por convicciones y no
se graduó de la universidad, pero sabe que las cosas deben tener un fin. Y esta
historia está por acabar. Ha sido divertido. Ha sido doloroso. Alguna vez fue
amado y sus sueños alentados. Ahora sólo tiene nescafé, cigarros, una casa en
ruinas, tarjetas de crédito ahogadas y cientos y cientos de páginas de palabras
que jamás comparte con nadie. Alguna vez le dijeron que sus escritos sólo debía
enseñárselos a quien más confianza les tuviera, que huyera de la falsa
alabanza, de la inseguridad de quien necesita el reconocimiento. Lo cierto es
que sólo pocas personas han leído sus remedos de cuentos. Siendo francos, son
pura basura. Pero este cuento no lo es. Este es distinto. Esta historia le ha
obsesionado tanto que ya casi no sale, ni para revisar el buzón y sólo usa internet
para pedir comida a domicilio. Escribe casi todo el tiempo. Usualmente tiene
que pensar sobre lo que tiene que escribir, a dónde quiere llegar, qué quiere
decir con lo que va a contar. Porque contar una historia por sí sola no basta,
si no hay vistazo a la condición humana, si no hay mensaje, entonces las
palabras no son más que ornamentos, armonías vacías resonando en la blancura de
una pantalla. Y este no lo es. Le vino en un sueño, como toda gran visión, fue
nebulosa y confusa. Sin embargo la pudo rescatar. De entre las lagañas de sus
noches sin descanso, recuperó la idea. Y ahora estaba por terminarla. El gran
detective de su historia estaba por encontrar su cruento final. No cree en los
finales felices, mucho menos en los personajes buenos. Todo estaba en el giro,
en la revelación de las verdaderas motivaciones del antagonista, en su
habilidad para siempre estar un paso adelante del detective. La historia se
desenvolvía por ella misma. Escribir es como aventar una bola de nieve desde
una gran montaña, si lo has hecho bien, la bola crece y pierdes control sobre
ella. Y esta bola estaba por estallar.
El conflicto había llevado al detective a su punto
cumbre, la guarida del antagonista. Llegar ahí no había sido sencillo. Capítulos
enteros se habían ido en construir el misterio y la profundidad que, a su
juicio, convertían su historia en algo más que una simple novela negra. Ha
pasado años intentando crear algo que permanezca. Una obra maestra. Algo digno
de transgredir el tiempo. Algo que le haga olvidar el absurdo de la existencia.
Algo que justifique la gran noche sin estrellas que es su vida; algo para no
sentir que ha decepcionado a las pocas personas que han confiado en él.
Escribir algo que lo libere del horror de sí mismo. En eso se va la vida. En
los hombres asidos como pueden a lianas que penden en el vacío. Es el mundo que
ha creado toda esa sangre de mártir que se ha vertido en el suelo de la
civilización del hombre. Y cada éxito requiere un sacrificio. Digamos un
detective. El final ya está planeado, el giro, la ironía, el detalle de que lo
maten sus convicciones, todo era perfecto.
El aroma a café ya impregnaba el cuarto. Llevaba cuatro
tazas, dos cigarros, cinco páginas y una concha de chocolate. Era el último
capítulo de su historia. Le sorprendía lo poco que le importaba la muerte de su
protagonista. De cierta forma, había sido un amigo cercano. Y no le causaba
ningún malestar, estaba entusiasmado por terminar. Había llegado la parte en la
que por fin se conocen el detective y su contraparte. El antagonista se hace
pasar por su última víctima, sabedor de que el detective tiene un gran sentido
del deber, que antepondrá a quien cree inocente antes que sus propios deseos.
Su guardia por fin está baja. El antagonista espera vendado y ensangrentado,
finge estar amarrado. Las lágrimas no le cuestan, es un hombre atormentado.
Fingir ser la víctima reabre unas heridas que todas sus víctimas no han podido
cerrar. Pero ya está por terminar. Las ruinas incendiadas del viejo reformatorio
donde su oscuridad nació son el lugar idóneo para que el detective muera. Por
fin ha llegado al último piso, al cuarto donde está la última víctima. Con su
revólver asegura la habitación, quita las vendas de los ojos de la víctima.
Gracias a dios que está aquí. Ha sido terrible. Todavía debe estar por aquí,
déjeme salir antes de que vuelva. No puedo soportarlo más. Su actuación es
convincente. El detective se agacha sobre él para desatarlo. Dos pedazos de
vidrio perforan ambos lados de su torso. La sangre corre, le flaquean las
piernas. Se va de bruces contra la silla, ahora vacía. El antagonista ríe. Ha conseguido
su venganza. Ha vencido al hombre que se acostó con su madre, el antiguo
embaucador que ahora atrapa criminales para lidiar con la culpa de una vida
criminal. Se desangra lentamente, tiene el tiempo suficiente para escuchar al
antagonista llenar los hoyos que había en la historia. El detective muere con
los ojos bien abiertos y llenos de temor.
Enciende un cigarro más. Qué más da, se siente victorioso
y satisfecho. El final debe poner en conflicto al lector. El malo no era tan
malo y el bueno no era tan bueno. El lector debe sentirse culpable de sentirse
bien por el resultado final del duelo. Ha sido un gran viaje. La tarde se le va
en releer el último capítulo, borrar los errores, pulir la redacción, insertar
un pensamiento por aquí y acuyá. Para cuando llega la noche, oficialmente la
novela está terminada. Tenía mucho que no sonreía así. Es feliz. Ya no
recordaba lo que era eso. Su obra cumbre está terminada. Toda su demás obra es
mierda pero por fin ha hecho algo de lo que se siente orgulloso. Se siente
realizado. Ha sido un gran día y ya se dispone a dormir. Mañana será un día
atareado. Habrá de hablarle a su editor para ver qué le parece el borrador que
le ha enviado, a su madre, a su mejor amigo, a todos sus conocidos, que todos
se enteren que su vida por fin tiene sentido. Abre la gaveta de su mesita de
noche, saca un par de pastillas para dormir, las traga y se envuelve en las
cobijas, satisfecho. Se va a dormir con una gran sonrisa en la boca.
El mundo nunca se detiene. Si algo lo define, es el
constante movimiento. Cuando algo te apasiona, el mundo, el tiempo y tú sufren
un desfase. El tiempo se vuelve más relativo todavía. Pero quedan resabios de
la realidad que se empeñan en demostrarte que el mundo sigue aconteciendo allá
afuera. Un buzón repleto de cartas, conforme la fecha se acerca al día de hoy
se van llenando de sellos que dicen URGENTE en mayúsculas para darle mucho peso
a aquellos sobres que exhortan a desalojar la casa rápidamente; un patio descuidado
por meses, una casa pequeña y que parece abandonada, un barrio avejentado en
las orillas de la ciudad, una mole amarilla ronronea mientras se acerca a aquel
cuadro. Una bola negra y enorme pende de aquel mini tanque amarillo que dice Caterpillar
a los lados. Después llega otro monstruo amarillo, este tiene garras y mucha
hambre. Un hombre se acerca caminando a la casa, lleva un casco blanco y un
chaleco naranja. Toca la puerta una, dos, tres veces. Nadie responde. Se asoma
a las ventanas. Los escritores son desidiosos, desordenados, malos amos de casa. Su casa parece abandonada
o, peor, habitada por vaguitos. Aún así aquel hombre insiste una vez más y toca
la ventana. Sólo son cuatro y ninguna revela ningún indicio de reciente
actividad. El inquilino recibió avisos por más de seis meses. El día por fin ha
llegado. La vivienda está en ruinas, el gobierno ha dispuesto todo para que
pueda vivir en otro sitio mientras tanto. Pero él no sabe nada de esto. Sigue
sonriendo, sumido en un sueño placentero. Jamás vio venir esas bestias que se
comieron su casa. No volvió a abrir los ojos.
Por fin. Había terminado. Ya cumplía con sus deberes y
podía entregarse al amparo de su cama. Estaba cansado pero satisfecho. Releyó
la última línea, no del todo convencido por el final. La idea de no abrir los
ojos no le parecía lo suficientemente buena para ser la última oración. Pero
tenía que bastar, no se le ocurría algo mejor. No importaba, ya había
terminado. Ya podía subir el cuento al blog, al carajo las revisiones, si tiene
errores es más honesto para él, así que lo sube sin revisarlo. Total, nadie lo
lee de todas formas. Es desobligado y escribe con la fecha encima e, incluso
sabiendo que no pasa nada si no sube un cuento, se siente obligado a subir
algo. Ha matado a un nuevo personaje. Esta vez fue un escritor que muere justo
después de terminar su obra maestra. En sus delirios, le parece que ha sido un
buen cuento, quizá no lo mejor de su asquerosa obra, pero pues ha valido la
pena desvelarse, sobre todo se siente satisfecho porque sólo empezó a escribir,
sin saber bien a bien sobre qué escribiría. Estaba un paso más cerca de tener
el material suficiente para tener un libro de cuentos. Era una excelente noche.
El sueño le vencía y la pantalla se empezaba a ver borrosa. Entró al blog,
copió el cuento, le puso un título que rendía tributo a su escritor preferido y que le quedaba a su cuento y lo subió, apagó la computadora y se dispuso a dormir. Ni
siquiera se puso la pijama, sólo se fue de boca hacia la cama y cerró los ojos.
Pero sus sentidos seguían activos. Una rara sensación lo hizo ponerse boca
arriba y abrir los ojos. Casi pudo escucharme narrando esta historia. Casi pudo
escuchar la gran ironía dentro de las ironías…aunque no habría hecho ninguna
diferencia, su destino ya estaba decidido. Todos somos personajes de la obra de
alguien más. Dios es el más grande creador de ficciones que ha existido.