Pobre vida la de
quien se niega a ver que la poesía redescubre el mundo. Quien ve en su lectura
horas desaprovechadas en un corto espacio, de encarcelamiento voluntario; o,
más tristemente, empalagosas palabras que hacen pasar un rato agradable. La
poesía no sólo nos muestra un mundo en su esplendor, miseria y mesura, nos hace
comprender ese nuestro mundo, nuestro mundo, y arrojarnos luces para entender
nuestra relación con él. Pero no sólo nos acota a lo finito, mutable o imperecedero,
podemos dirigirnos a lo eterno con la inmortalidad del Verbo.
El poeta, ese
ser casi humano, casi divino, es central en el redescubrimiento de la belleza. Alfonso
Reyes descubre y describe su desconcierto en ámbitos variados. Su nacimiento,
semejante al de Afrodita por su belleza, pero distinto porque nace enredado de
sensaciones e ideas, sorprendido, espantado y maravillado. ¿Nace el poeta siendo
poeta desde el vientre o nace cuando saborea el resonante tamborileo de sus
palabras? Sólo sabemos que cuando nace, no comprende exactamente lo que ve,
pues su mirada es diferente; lo que mira es lo mismo, pero sabe que se puede
comprender diferente a como los demás estamos acostumbrados a verlo.
Parece que vive
en otro mundo, uno que nos es ajeno, en el que no podemos vivir los demás, pero
que sí podemos contemplar y ver su inmensidad. El mar, de manera clara, une
todo lo que toca, hasta lo más profundo. Así es la belleza poética, unitaria,
entrelazada, algo clara, y muy profunda una vez que la entendemos. El poeta no
se siente nada bien alejado de ella, en un mundo desunido, limitado, que oculta
por tantas construcciones humanas; el poeta no puede ser entendido en ese mundo
tecnificado; el hombre al hacerse se oculta.
Pese a la
tecnificación, algo bueno (dentro del límite de quien no entiende la gravedad
del sustantivo) ve la gente en el poeta y hablan de su producción como si la
entendieran. Peor aún, lo aplauden, le rinden pleitesía con sus palabras cargadas
de veneno; le hacen creer que su poesía es la simplificación a la que todos la
llevan y hacen que el poeta dude, no entienda su poesía, no vea la belleza, no
pueda asir ni un ápice de la grandeza de las palabras, en la que anteriormente
nadaba.
Con un ser
semejante a él, ¿la fantasía que lo aleja de la fealdad del mundo y el hueco
aplauso? O ¿el amor que, con su poderoso impulso, lo ayuda a enfrentar tal
fealdad?, toma rumbo nuevamente a donde fue feliz, a ese mundo tan lleno de
vida, que le dará un nuevo renacer. Ha visto la oscuridad del mundo, le ha
dolido vivir en el, finalmente ha reafirmado que todavía queda una luz en el
mundo.
Desconcierto del poeta
ATÓNITO, el poeta surgió desde
sus mares,
enredado de algas;
mas la fosforescencia que traía
en los ojos
no lo dejaba ver.
Hecho a su reino acuático,
el aire le agrumaba la garganta,
y quería nadar por el espacio,
dando sólo traspiés.
Lo rodeó la multitud a gritos,
y creyó ensordecer.
Lo coronaron de guirnaldas
ásperas,
y creyó que le echaban cadenas de
laurel,
cadenas en las sienes, las peores
cadenas,
que ya nada dejan entender.
Y dijo a la Sirena:
-Huyamos prontamente a donde no
nos vean
(la Sirena era su mujer);
tornemos a las grutas de ámbar
cristalino
y al mar color de vino
que se solaza en los amaneceres
cuando, a la frescura, burbuja el
pez
“y arráncame estas trenzas de
laureles
que me arañan la piel”.
Alfonso Reyes