Presentación

Presentación

miércoles, 30 de agosto de 2017

La obsesión del pan

La obsesión del pan
La avaricia lo corrompe todo. El deseo de poseerlo todo conduce a la inhumanidad. Todo cuanto se pueda contar o estrujar entre las manos es victimizado, corrompido por la avaricia. La concupiscencia lubrica el alma del avaro, le susurra caliente al oído que todo cuanto desee es suyo, siempre y cuando encuentre el camino para obtenerlo. Los avaros no son buenos amantes, ya que no seducen ni conquistan, sino que compran y obligan: despojan. Para el avaro, lo mismo que para el libidinoso, poseer es destruir: “Nadie más que yo podrá gozar de esto”, así va su canto.
El avaro, lo más que teme es la pérdida de aquello que posee y del poder sobre aquello que tiene. El avaro es un tirano, pues teme a la libertad. Éste es el dios que no juega a los dados, incluso en la apuesta de un nuevo proyecto para ensanchar sus arcas, prevé las más posibles situaciones, a fin de recuperarse pronto. Pero el tirano, como todo lo humano, está a merced del cambio. Imagino que antes de la comuna de París era muy fácil justificar la tiranía, pero después de los movimientos social-demócratas de la segunda mitad del s. XIX, la situación se volvió incómoda para estos personajes, -que hay que decirlo, también tienen su ego.
Los movimientos sociales, que pugnaban por un trato más igualitario, así como por una unificación de las naciones a fin de que la autonomía fuera sustento de las leyes y no las monarquías extranjeras o locales que tenían largo tiempo gobernando, obligaron a los tiranos a mutar. Mentes maquiavélicas, maquinaron con hambre su siguiente golpe. Durante algunas décadas permitieron que la libertad, la autonomía y las instituciones gubernamentales elegidas por sufragio efectivo, crecieran, pues era muy costoso financiar guerras. Además, el verdadero poder estaba ya en la industrialización. Los países pobres que se liberaron de algún yugo, pronto se vieron frente a un mundo que los coaccionaba a entrar al juego del consumo y la demanda. Si querían construir su nación, debían invertir, ¿cómo invertir sin capital? Fácil, levantaron la voz los burgueses, vendan sus materias primas, permitan que el mercado mundial entre hasta sus pueblos, en otras palabras, “déjense explotar”. El mundo no volvió a ser el mismo. Cuando las monarquías reinaban, las regiones súbditas, tenías el amparo de un rey. Con la democracia el proyecto falló, no por el ideal, sino por la situación, pues se creyó que las instituciones representativas podrían asumir la tarea de unificar y proteger a los ciudadanos. No contaban con la trampa a que los condujeron, les dieron libertad para explotarlos. Una vez explotados, las langostas capitalistas se iban dejando el problema en manos del gobierno. “Nosotros controlamos el mercado, y ustedes son libres de venderse”.
La monarquía ofrecía la relación entre siervo y señor; la democracia sueña con que los ciudadanos sean hermanos; y el liberalismo económico nos convirtió en presas fáciles de los avaros. Los Fords y Rockefellers hicieron todo lo posible por despojar al hombre del sentimiento de comunidad fraterna, al tiempo que obsesionaron a la humanidad con la tentación del pan (progreso). El avaro ama mal al hombre, pues quiere que su fustiga sea el hambre y no el amor o la amistad: el avaro, ya se sabe, quiere consumir, no compartir.

Javel 

lunes, 28 de agosto de 2017

La orquesta del titiritero

La orquesta del titiritero


Unos hilos de ilusiones, pasiones e imaginaciones
penden de razones, ingenios, técnicas y hábitos.
Son tejidos en la rueca de los perennes amores
invisibles, que tejen, sin verse, corazones cándidos,
blandos y tiernos, con la aguja sigilosa del sonido.

Dos muñecos bailoteando en el ébano y el mármol,
negro y blanco centelleando en música que se hace ruido
natural como lo es para un niño el dibujo de un árbol.
El muñeco de la noche a medias sostiene el chasquido
de los pasos del otro bailarín, contínuo y azucarado.

Son monos de cinco piezas, difíciles de mover,
libres y también esclavos del titiritero airado.
Bailan y bailan y bailan queriendo y también sin querer;
llevan notas en los pasos que recogieron del prado.
El talentoso gitano tiene otros tantos muñecos.

Un par más de esos juguetes juegan en la cuerda floja.
Vibra en seis tonos distintos. Tiene por castigo el hueco
gritón de la pista. Entre vibraciones despoja
de su forma a los piecitos, cansándose entre los secos
senderos fríos y calientes, dinámicos e inertes.

Cerca títeres arqueros vibran sus bocas a besos.
Besos de agudas tinieblas. Besos de maullidos fuertes.
Se columpia uno de ellos chocando con hilos gruesos
mientras se tambalea el otro, temeroso de las gentes.
Pistas grandes y pequeñas, blancos agudos y graves.

Títeres en los metales saltan y se deslizan,
suavemente como en los lagos las parvadas  de las aves,
estrambóticos cual mozos que en los viñedos pisan
los sonidos de los sabores de los vinos más suaves,
estallando en el estruendo del yunque con el herrero.

Otros tantos personajes tapan el soplo del viento,
delicado y ciclónico, soplo del titiritero,
silbido que es rayo y trueno, fiu-fiu del hombre contento;
hombre que lleva los hilos, hombre que es el mero mero.
En la cima del salón levanta su vuelo el rocho

de la mano educadora de un mago libre de hilos.
No conoce siete notas, es conocedor de ocho.
Esa buena sabiduría le confiere nuevos bríos
tal cual lo hizo a tantos años con el famoso Pinocho.
Títere y titiritero, todo y uno: dedos mágicos.




Talio





lunes, 21 de agosto de 2017

Don Quijote no muere



Don Quijote de la Mancha no muere al final del libro como parece señalarlo Cervantes. Tan no ha muerto que a más de 400 años de su nacimiento sigue cimbrando buenas conciencias y divirtiendo almas jóvenes. Sin atenernos a lo obvio, ¿dónde encontramos la muerte de Don Quijote? En ningún lado: muere Alonso Quijano el bueno, no Don Quijote de la Mancha, ni el Caballero de la Triste Figura, ni el fiel como ninguno amante de Dulcinea, mucho menos el amo de Sancho. Vamos, piénsalo detenidamente amigable lector. Aquel valeroso, enamorado, justo, brillante e increíble lector no muere. Quien así lo vea, está más loco que Don Quijote.

Cervantes no es tan vanidoso como para dejar vivo a su increíble personaje para lucir su insospechado ingenio; tampoco es un manco mezquino que quiera impedir la falsa y limitada imitación del valeroso personaje; ¿qué nos quiere decir al salvarle el pellejo a nuestro querido Quijote y sacrificar a su personaje Alonso Quijano? Porque una cosa es evidente, el bueno no es tan bueno como para salvarse de ser un personaje del ingenioso caballero. Lo has advertido bien, atento lector, Don Quijote es verdadero. Es verdadera su entrega por la justicia, el honor, el amor y todo lo bello de esta tierra. Su conversión en caballero andante no es nada menos que el inicio de su develación. Como todo caballero, no aparenta vestirse como uno, incluso es ridículo, él actúa buscando justicia. Aprende que es más difícil actuar con justicia de lo que parece, que el mundo está lleno de venteros miserables y canallas infames, pero también nos enseña que es mejor ser justo que injusto. Sólo el justo puede apreciar y disfrutar la amistad y el amor. Alonso el bueno tiene buenas intenciones, pero nada más. Sus discursos son tiernos, efectivos, lo suficiente para no apenar a sus familiares y hacerles creer que ha recobrado la cordura. El hombre justo, el caballero, no puede dejar a sus familiares preocupados. El honor de Don Quijote se conserva en lo público y en lo privado.

Analogía del buen cambio, inspiración de la justicia, ejemplo para los confundidos, refugio de los soñadores, divertimento de los risueños, Don Quijote de la Mancha sobrevivirá hasta al último hombre por la sencilla sinrazón de que presenta lo mejor del hombre. Su caballerosidad es tal que seguirá entregándonos lo que como lectores nos merezcamos.   

Fulladosa

domingo, 20 de agosto de 2017

La tumba fabulada

La tumba fabulada
Parece que admitir que la muerte es el único punto claro (porque es lo único cierto, sin importar el modo en que ésta acaezca) del futuro es toda la sapiencia que se necesita para entenderla como un fin natural. Como dijo el narrador del Quijote, ningún hombre está exento de ese efecto de la ley natural, ni siquiera el caballero andante. En el último episodio de esa gran novela, ese mismo narrador no ceja en su empeño de llamar al personaje por el nombre que todo mundo recuerda a aquel loco: Don Quijote. Para esa voz, Don Quijote sigue siendo quien es hasta su último aliento. Recordemos que el nombre, cosa extraña, no se lo puso el narrador, sino el mismo personaje. Visto así, decir que Cervantes fue el creador de Don Quijote es tan satisfactorio como una tautología. Para los presentes en esa hora mortal, amigos, familiares y el fiel escudero, la muerte dolorosa del amo, tío, vecino y amigo extravagante tiene un origen claro: muere por un abatimiento melancólico. El doctor es quien lo confirma. Pero el lector hará mal si no nota que la causa de su muerte no es esclarecida, y esa observación tiene que ir hermanada con la capacidad para notar que el único que no dice que Don Quijote muere es el mismo Don Quijote, ya que el que despierta del sueño febril dando gracias a Dios por la recuperación de su entendimiento es Alonso Quijano, alguien hasta entonces desconocido para el lector. ¿Cómo esclarecer estos vericuetos y enredos en que se debaten la hidalguía y el caballerismo?
El empecinamiento del narrador indica que para él no existe diferencia personal. Don Quijote es el hombre de carne y hueso que yace enfermo y delirante en sana claridad, pidiendo sacramentos, y también el que llegó a La Mancha derrotado. Muere, en efecto, Don Quijote. ¿Por qué Alonso Quijano podría ser el mismo, además de la coincidencia material en los huesos, el rostro y el talle ya derruido? Hay, al menos, dos respuestas posibles: Don Quijote ha sanado, en efecto, y Alonso Quijano sólo es la comprobación de ello; o, en otro caso, Don Quijote permanece siendo él bajo la máscara de Alonso Quijano. En ambos casos, no se puede evitar pensar en el hecho de que el que muere, al menos según el testimonio del personaje, no es Don Quijote, aunque el narrador le siga llamando así. Resalta el hecho de que, en otro sentido de la palabra, el verdadero personaje parece ser Alonso Quijano, quien nace del sueño de Don Quijote prácticamente para morir. Contradicción aparentemente superficial: Alonso Quijano es joven (casi un neonato si consideramos que no había un nombre fijo para el hombre que existió antes de Quijote) en los términos de la temporalidad novelística, pero lo suficientemente viejo, sano y racional para morir; Don Quijote, el viejo enfermo, ha recorrido parte del terruño español, mostrando mejor lo que un hombre es con vitalidad insuperable. ¿Cómo es, pues, la melancolía un motivo serio para morir en su caso? Viene insoslayablemente otro elemento a agudizar el enigma quijotesco: la locura del caballero manchego nunca dejó de expresarse con una racionalidad impecable. Sus dones retóricos, su entendimiento superior es fundamento del vaivén que él mismo parecía representar: el valor de las armas, nunca usadas en una guerra convencional, y el brillo lógico de la palabra. Se vuelve difícil aceptar que el personaje de Alonso Quijano muere en medio de una racionalidad sana, pues lo que apenas vemos de él son una sarta de plegarias, disparates en primera instancia para sus amigos, la solicitud de confesión y la organización de su testamento, que organiza lo que de él quedará, abominando de su pasado como justiciero.
Difícil es que el final de un personaje que parecía idealista no nos tiente a pensar en la hipótesis de que Don Quijote vence a la muerte, hipótesis romántica. El inicio del capítulo nos hace pensar en la pertenencia del héroe a los movimientos naturales, pero los aspectos ya señalados nos llevan a pensar si la última lección de don Quijote es que en el caso de un hombre esa ley natural de la muerte se vuelve infinitamente compleja. El alma de Alonso Quijano es la que queda confesada, lista para dejar este mundo, habiendo sellado su voluntad en cuatro cláusulas. Si don Quijote se deja morir, como dice su escudero, resignándose a la derrota, que lo privaba de tomar las armas en un año, y al dolor de no ver a Dulcinea desencantada, ¿por qué escogería Cervantes esa muerte y no en batalla? ¿Es el alma de Don Quijote la misma que se confiesa? Otra extrañeza en este laberinto: Alonso Quijano pide que, de ser posible, le pidan al escritor del Quijote apócrifo lo disculpe por haberle dado motivo para desvariar. ¿Por qué no pide que se queme ese otro tomo con el que fue educado su amigo Sansón Carrasco? El repudio a las aberraciones de su vida pasada no parece ya tan extremo. Lo de Quijote no es una sanación ni reconversión, porque quien abjura de la vida de caballero es Alonso Quijano, quien nunca en su breve vida fue caballero. Si don Quijote no muere, eso no lo convierte necesariamente en una idea. El problema de su inmortalidad, creo, no puede juzgarse sin es hecho extraño de que los extremos de salud y enfermedad parecen coincidir con los de Alonso Quijano y Quijote.

Si el hombre moribundo no rechaza las obras ya escritas de don Quijote, no puede uno tomar del todo en serio tal supuesto encono. ¿Por qué morir negando la verdad de la caballería al tiempo que se permite la vida de la obra? Alonso Quijano no desea para su sobrina un caballero andante, porque sabe que tal persona no sirve para esposo. Ni siquiera pide que se borren de la memoria de su escudero aquellos tiempos en que defendió las causas nobles de la caballería andante. La muerte de Alonso Quijano desdice sólo en parte a don Quijote, sin rastro de elocuencia, sino lleno, como ya mencioné, de prisa mortuoria. La lección moral de Alonso Quijano se prueba con la muerte. La compleja lección moral de don Quijote subyace a esa muerte. A don Quijote se lo llevó el sueño, al menos si creemos la supuesta transformación: fue sepultado en un sueño reparador del que nación el hombre sano: ¿no es ese un dramatismo quijotesco de pura cepa? Como si no nos pudiera dejar en claro que la división entre sueño y vida en la obra quijotesca es clara, como si no pudiéramos atender a lo que oímos cuando vemos a Alonso Quijano surgir de ese sepulcro para encontrar otro. Se abre un interrogante profundo para el lector que tiene que decidir si esa muerte deshace todas las esperanzas que el ingenio de ese hombre de la mancha trazó para él, o si es ese fin el mejor de todos para esa superficial contradicción entre el hombre y el personaje, en donde no existe barrera que divida claramente a ambos, porque esa es una de las máximas enseñanzas de la novela y de Don Quijote mismo. 


Tacitus 

lunes, 14 de agosto de 2017

La nube

La nube


Qué bonita cobija ha regalado
el cielo para su hija luna:
deja que su carácter alumbrado
llene toda la tierra de una
imagen ilusoria que ha encontrado
un nene en el lecho de su cuna.

Se metamorfosea según capricho
de la vida infantil y juguetona:
ser que en el añil tiene su nicho
y se proyecta en alguna casona
donde duerme una mujer en su capricho
mientras su hombre habla a otro amor en la ventana.

Es cobija también del jornalero
sudoroso que odia y necesita al sol.
Le roba a todo el mundo el minutero
dejándonos un tiempo sin reloj.
Llora sobre la playa un aguacero
recio y diluyente del calor.

Catastrófico es su ser tal cual mujer,
no hace daño pero al verle se augura
destrucción: demostración de poder
ilimitado en la húmeda denzura
acuática. Hace que el anochecer
refulja de tinieblas, más oscura.

Nube llena de agua, llena de tristeza,
llena de alegrías y de vida,
dime en dónde tu movimiento empieza
a condensarse en lágrima, en saliva,
en imagen de un caballo que tropieza
entre una realidad clara y esquiva.



Talio

lunes, 7 de agosto de 2017

Distracciones

Distracciones
Tapar el silencio es una empresa falible: el ruido, la palabrería se convierten en oquedades que distraen el pensamiento de manera engañosa. Parece extraño a la vez que obvio, una vez aceptada la evidencia del sujeto, que a la hora del sueño se regresa a la fuente del actuar y pensar, que hay horas en que ni las pantallas brillantes obstruyen la evidencia de que hay algo que nos hace desear el movimiento en el habla, en el alimento de los sentidos (esa actividad que parece pasividad a muchos, pero que es imposible de asir si no se concibe como actividad), en los paseos de la imaginación. ¿De qué nos distraemos? ¿Por qué el distraído es, en el lenguaje común, una especie de hombre disperso, cuya atención se halla regada, no en sí mismo, sino en sus asuntos, en un pensamiento que no sigue el cauce cuya atención se exige por “sentido común”? Parece extraño que no se repare en que todo mundo busca ser un distraído en sus ratos de ocio, en los paréntesis del trabajo, esa actividad que, decimos, se hace por necesidad, de cuyo imperio tratamos de huir en la distracción. La concentración, opuesto común a la distracción, indica que existe un centro del cual es imposible salirse, como cuando se lee un libro de cuyas páginas se aparta la vista. Pero la reflexión es un fruto que parece brotar de una dispersión, de un distraerse del texto para abrevar en sus aguas, un distraerse que no es ruptura, que no es salir del centro; acto complejo en el cual se va y se viene con la vista y el pensamiento, que no es sujeto, sino nosotros en actividad que apenas exige movimiento corporal, si no es de esas animaciones que se perfilan en la imaginación y excitan, acarician la vista, transmutándose veloz o sosegadamente.
Los lectores podrían ser distraídos en el sentido llano de la palabra, como lo son de manera más evidente los que miran el televisor o cabalgan en las redes invisibles que tiende el teléfono celular en un vistazo: dan la apariencia de un ostracismo frágil, de un estar insensibles al tacto de la palabra ajena. Pero la distracción de la lectura es apenas comparable a los otros casos. Requiere del ocio, pero también de una exigencia sensual que las otras opciones no tienen, al grado de que su apariencia de distracción se enriquece con algo inesperado en el silencio y la quietud que requiere el barro reacio del alma, un placer que vive alimentándose de algo más que la curiosidad o la gracia fugaz, aunque no sea ajena a ellas. La distracción es apetecible, sensual, sugerente, lo que indica que el deseo de perseguirla no es ciego, aunque sí puede ser impertinente, desconsiderado, destemplado. El placer de leer es paralelo al de pensar. Como la distracción del sabio de Mileto, parece éste risible por contrastar la magra apariencia de la inteligencia con el desatino de no ver el suelo por el que pisa, aunque después demuestre que la risa delata con mayor frecuencia a los incautos que a los sapientes. Un distraído de verdad no pasa la prueba del pensar, como si su miel le fuera amarga. 

El acto de pensar parece distracción porque no sobrevive ni un poco en el estallido de las diversiones cotidianas, en la palabra que renuncia a sí misma para convertirse en un grito. Leer rápido, devorar la carne de las hojas en vez de hacerlas nuestra carne es casi un crimen. No se lee ni se piensa para memorizarlo todo, para saberlo todo, lo cual no es posible para el hombre, sino para comprender lo que cada pensamiento ofrece al hombre, que siempre mira todo desde su pensamiento, su memoria, sus palabras que no lo limitan, sino que le van permitiendo otros descubrimientos. La distracción aparente de la lectura es un espejismo que se desvanece en cuanto se nota que la mirada absorta en una página vuelve los ojos a nuestras entrañas para descifrar nuestros primeros pensamientos, nuestros acercamientos para conversar con alguien más. Ese placer no perdona interrupciones: las horas consumidas en lo profano parecen reprobarnos. No digo las horas dedicadas a lo cotidiano, que el pensar no es tal si no llega a alumbrar la cotidianidad.



Tacitus


domingo, 6 de agosto de 2017

Palabras conscientes



Si las grandes obras literarias pueden ser llevadas a la pantalla sin provocar espasmos en los grandes lectores que las critican es un asunto complejo, pues se requiere reflexionar en las limitaciones del cine, así como en sus posibilidades. Obviamente los clásicos de la literatura no fueron concebidos para ser llevados a la pantalla, sino para ser leídos con sangre, es decir, reflexionados y apropiados por el lector al grado de provocar un cambio vital. Los grandes cineastas que intentan reproducir los tesoros de la cultura saben mejor que sus espectadores esto y por eso se enfocan en ciertos aspectos del libro; intentan destacar algo sin repudiar su producción. El espectador funge como lector y debe esforzarse por ver lo valioso del libro en la pantalla. Si es mal espectador, eso confirma que es mal lector y no por ello debe culpar a la película de sus fallas. Pero aunque haya malos espectadores que son pésimos críticos, eso no significa que existen autores a los que resulte imposible llevar a la pantalla; de Dostoyevski, por ejemplo, nunca he visto una película que se acerque a lo que puede verse en las tremendas novelas del genio ruso. ¿Cómo puede un lector acercarse a lo más terrible de su consciencia si ve en pantalla la escena en la que se muestra que Raskólnikov nunca quiso matar a la usurera, pero la mata y a su hermana también en 30 segundos? El actor puede ser excelente palideciendo, manifestar asco, no ser consciente de lo que acaba de hacer, pero a su vez abrir una herida tan grande como la que le hizo a la usurera con el hacha en su propio pecho, pero ¿podemos captar tan a detalle la escena, si la vemos con poco tiempo? En la novela, lo descrito anteriormente sucede en varias páginas, mostrando a detalle la agitación, haciendo acotaciones para mostrar lo crucial que se vuelve ese hecho en su vida. Se adentra tanto en la consciencia lo descrito por el maestro de Petersburgo que sólo las palabras pueden mostrar con tanto detalle el drama de Raskólnikov. 

Fulladosa

sábado, 5 de agosto de 2017

En un lugar de la Mancha...

No hay mejor manera de unir poesía, literatura y música bajo estos hermosos versos, aunque no míos, pero sí de alguien que ha entendido la maraña del amor, Camilo Sesto. 

Si me dejas ahora,
mi espíritu se irá tras de ti, 
cabalgará día y noche
sintiéndose soñador y quijote.


Aurelius