Presentación

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lunes, 30 de noviembre de 2015

Alegría por la verdad

Alegría por la verdad
La fe tiene poco lugar en los debates ideológicos, más allá de la fría cortesía de los que la consideran como simple modo de vida. Es así porque la fe no es ideología. Sin embargo, huir de aceptar a la fe como ideología no es suficiente si se piensa que la fe nos permite cobijarnos de dar razón. Huir de la ideología a la fe como sospecha de lo invisible es idolatría, pues sin dar razones de la fe ella se convierte en diálogo silencioso con el Dios personal. Así la fe se expresa bien en lo que Nietzsche decía del cristianismo: platonismo moralizador, doctrina de la idea tranquilizante ante la zozobra, con el riesgo latente de degenerar en la esclavitud del último hombre.
Todo radica en la manera en que nos aventuremos a indagar el misterio del Dios hecho carne. La encarnación no perdona los pecados de los elegidos por predestinación, sino los pecados del hombre. El conocimiento, en la fe cristiana, debe estar inclinado a entender el misterio de la Trinidad, pero en él es complicado penetrar en tanto no nos conozcamos a nosotros mismos, como hechos a imagen del Creador. Según Orígenes, para poner una gran ejemplo, dicho conocimiento sólo se completa mediante la investigación de nuestras culpas y fallas éticas, de nuestros buenos o malos sentimientos y acciones; al mismo tiempo, la pregunta debe investigar la naturaleza del alma como sustancia, preguntándose sobre su eternidad, su perfección y su relación natural con el cuerpo a que le da vida. La pregunta por la inmortalidad o mortalidad del alma como distintivo de lo humano es un modo de indagar en la creación que nos pinta como perfectos y buenos; la pregunta por el bien de nuestras acciones o de nuestros sentimientos y pensamientos no puede ser respondida del todo en tanto ignoramos la naturaleza del alma y su posible bondad original. Quien no busque la razón en los principios del orden eterno está encerrado en la ignorancia de sí mismo y, por lo tanto, mantiene las dudas sobre la posibilidad de actuar correctamente, incurriendo constantemente en el mal.
Dios hecho carne es un misterio que sólo se puede escrutar por el amor. No el amor de la pasión moderna, sino el amor a Dios mostrado en el conocimiento, posibilitado por la fe. Por eso los elegidos no son un grupo predestinado, sino los que son capaces de amar rectamente. Esa posibilidad la otorga también la fe, mediante el inicio y el camino de la conversión. Si esa búsqueda es estrictamente personal, no hace falta ni de dicha conversión, ni de hacer presente la verdad de la fe al prójimo, con esperanza de su conversión, o, al menos, de su guía. Eliminar la razón de la fe, es creer en el amor moderno. Si no hay esfuerzo posterior en el dar razón, el hecho mostrado por la conversión en realidad se debilita. El sentido político del cristianismo no es la tiranía universal, pero tampoco es el montar la saeta propia, sino la caridad y la virtud de fe, el conocimiento de lo justo para el amor a Dios mediante el prójimo, que guía la práctica hacia el bien; por eso no es una ideología.

La alegría inmensa de quien espera con paciencia e ímpetu la llegada a su huerto por parte del Señor, sólo puede ser entendida en quien lo busca fielmente y sabe de su amor; siente alegría por saberse salvado de la caída, perdonado por sus males. La fe es creer en lo invisible, no en lo incognoscible. De otro modo, sólo beberemos de nuestra aflicción en la sombra ante la lejanía del Salvador. De otro modo, seguiremos siempre en la soledad recalcitrante del mundo profetizado por el nihilismo. Escarbaremos hasta la llaga en nosotros, mientras nos hundimos en el mar de las ideologías. Dejarse hundir en ese mar, es dificultarse la libertad por la verdad.


Tacitus

“Desarmando al enamorado”


Una promesa hecha a una amiga que se intenta cumplir. Promesa que hace que pensamientos de amores pasados y presentes, atormenten mi cabeza. ¿Qué es un enamorado? y ¿quiénes son los enamorados? Preguntas similares, pero que requieren respuestas diferentes. El enamorado es un soñador que se contenta con ilusiones y fantasías, es un contemplador que se deleita ante la imagen y el movimiento del amado, es un médico enfermo que busca curarse a sí mismo, es un amigo que ama incansablemente a su amigo, pero también es un ser miedoso, que tiembla de temor ante la idea del desprecio, es un acosador que no conoce límites, es un conspirador que hace mil estratagemas para obtener lo que quiere. En suma el enamorado es un hombre, es aquel  que vive sus días en constante lucha entre su virtud y su locura.
El enamorado es la contradicción viva, pero aún así es el mejor de los hombres. ¿Por qué? Porque sólo el enamorado puede poner fin a sus vicios, cuando piensa en el daño que estos causan a la persona amada. Porque únicamente él, puede evitar odios y venganzas, para poder ver con brillo y resplandor el porvenir. Difícil resultaría para un ser sin amor, mirar con alegría hacia el futuro. Es por esto que el enamorado es el mejor de los hombres, él es un mago que hace posible las maravillas.
Ahora bien, aquellos que forman la multitud de los enamorados son hombres diferentes. Los enamorados son los que se encuentran en un estado de tristeza y alegría, son los más arrebatados pero también los más pacientes, son aquellos hombres con ojos centelleantes. En los enamorados todo es transparente, su mirada los delata, pero aún así intentan y buscan la manera de ocultar algo, ellos siempre quieren ocultar algo. ¿Qué es lo que intentan ocultar? Su cobardía, el hecho que sus temores puedan hacer imposible la realización de su amor, sus defectos que en comparación con la persona amada se miran gigantescos, aquel sentimiento posesivo que los hace no querer compartir las miradas del amado, ni todas sus gracias. Esto es lo que ocultan los enamorados.
La tortura de los enamorados consiste en no poder encontrar la manera de comprar a los dioses para hacerlos sus aliados, de no tener la capacidad de manipular al destino, para alcanzar y dar felicidad al amado. Toda aquella locura se ve guiada por estas incapacidades, que no están en sus manos. Es por esto que muchas veces  huyen, se alejan y esconden de la persona amada, es por esto que intentan aprisionar su  amor, dejarlo callado en su pecho, puesto que al no contar con la certeza de la felicidad del amado, se esfuma también su tranquilidad y su confianza.

Y aún así, los enamorados son los que viven con una mirada brillante, con una mirada ilusionada, con ojos que buscan la belleza, que no ocultan la verdad y que se satisfacen ante aquellos sentimientos elevados que brotan de su pecho. Los enamorados somos todos nosotros, hombres que aún con la imperfección de nuestro ser buscamos amar y ser amados.


Sarasvati

domingo, 29 de noviembre de 2015

Movimientos subterráneos



Deseo contarles algo que observé. Mi intención, como siempre, es la misma; quizás en esta ocasión sea ligeramente distinta. Estaba en el metro, leyendo muy tranquilamente, cuando una pareja (un hombre y una mujer) capturó mi atención, pues él le decía a ella: “¡Ándale! ¡Vamos a tomar! ¿A poco no tomas?”, mientras hablaba la tomó con su mano derecha fuertemente del brazo, atrayéndola hacia sí. Como a ustedes, a mí también me intrigó ese gesto e inmediatamente le di significado: él la quería tomar. ¿Cómo llegué a esa conclusión? (¿ustedes no pensaron lo mismo?) Sencillamente porque él quería tenerla cerca de sí de una manera más que estrecha; además, otro detalle de la escena, el joven acarició con fruición y rápidamente el brazo de la muchacha. Pero todavía la escena se iba formando, hizo algo más el inquieto chavo: después de soltarle el brazo a la señorita, se relamió los labios y se mordió el labio inferior sin dejar de mirar el rostro de ella, como si anticipadamente se estuviera saboreando los futuros frutos del alcohol. 

Quizá se hayan preguntado cuál fue la respuesta de la dama. Ésta sólo se limitó a decir: “no sé”, alargando cada palabra con un tono ambiguo pero claro, queriendo decir todo y queriéndolo ocultar, y bajando un poco la cabeza, mirando con fuerza, casi a modo de reto, los expectantes ojos de su acompañante; mientras hacía lo anterior, contoneaba su cuerpo en el poco espacio que los asientos públicos permiten. La seducción palpitaba, recorría la sangre de los jóvenes: ella se resistía, pero incitaba al otro a vencerla; parecía medir el interés de su acompañante, llevarlo a cierto límite para comprobar algo. Aunque él tampoco parecía dispuesto a insistir tanto, hacerlo delataría inexperiencia; tenía que ser muy astuto con cada palabra que empleara, con cada gesto, como un zorro rodeando a su presa; si se precipitaba se le podría escapar el bocado. 

Ya no supe cómo terminó el asunto, pues los jóvenes descendieron del vagón con una notable energía. Seguía cavilando. Me sonrojé. Mi maraña de pensamientos me condujo a concluir que una escena así era de lo más cotidiana, con menos o más detalles en otras parejas, pero al fin y al cabo una situación humana. Pero quizá mi interpretación era exagerada, no hubiera sido la primera vez; los asuntos humanos son escurridizos y a veces parecen inasibles. Tal vez tan sólo tenía tentación de probar una indiscreta teoría. Bajé mi mirada y observé mi libro: El yo y el ello de Sigmund Freud. 

Fulladosa

viernes, 27 de noviembre de 2015

Papalotilla entre mi yo—o ustedes, nosotros o lo que sea de mi— interior y yo

Y el burro por delante
Dicho popular

El día de ayer (interesante eso del “día de ayer”, pues si ustedes lo leen tres días después de que se dé la publicación de esto seguirá siendo el día de ayer, es alucinante pensar que con las letras se captura, por así decirlo, el hecho, ya no se mueve, se quedará siempre igual,  que podemos hacer con ello lo que queramos; siendo así me parece que las letras —que se escriben— son lo único que quedan para la eternidad, no se las lleva el viento.
            Pero sigamos con lo que venimos aquí, ser serios. Estaba el día de ayer, iba de camino para la parada de las combis (que no son como las películas del primer mundo, en donde nos retratan el orden y la perfección. Las de nosotros son lo contrario, hay suciedad, desorden y algunos tipos que no son tan virtuoso —o quizá sí, por eso la mayoría lo busca, equivocados nosotros—, que parece que en cualquier momento practicaran sus tácticas de asalto, pues hay que mejorar, ¿o no? Pero que les cuento, todos estamos acostumbrados a verlo y vivirlo).
            Entonces se escuchó un grito que decía mi nombre.
            Con: — ¡Sinclairoso! Otra vez haciendo lo que quieres, acaso no has escuchado todo lo que te dicen, siempre tan necio, aprende. Si nos estás contando algo para que metes lo que piensas, ve al grano. Ya madura.
            Sinclairoso: —O es que quizá el relato es también lo que pienso, ¿no has pensado en eso?
            Con: — No lo había pensado, pero si así fuera, que idiota eres. Nos dices que todos ya sabemos lo que antes describiste, entonces para que lo describes. Ves, si eres idiota, por eso nadie te toma enserio, no tomas enserio los consejos de todos, en el mundo real no puedes hacer eso, ¡ay, Sinclairoso me desesperas! Recuerdan los buenos consejos que te dan, no siempre estarán.
            Ya cansado de escucharlo, preferí concederle la razón.
            Sinclairoso: — Esta bien, trataré de ya no hacerlo— respondí.
            El día de ayer iba de camino de camino a la parada de las combis, acompañado por un amigo de la universidad, charlábamos sobre lo que sé nos ocurriera, queríamos matar el tiempo, sí masacrarla se pudiera, lo haríamos. Durante la charla, mi compañero menciono algo que se me hizo muy interesante. — La mayoría de las veces me cuesta leer lo que he escrito con anterioridad—  dijo. Esa pequeña premisa que él soltó, me puso a reflexionar, acaparo mi atención, mande a pasear todo. Durante todo el recorrido pensé en lo dijo, entre más tiempo pasaba está idea dentro de mi mente más inquietudes sufría, aun cuando mis ojos rogaban que los cerrará. Entonces surge la pregunta obligada, ¿por qué te interesa tanto? La respuesta es que no hay una sola respuesta, ahí en mi mente se encuentran varias, que será las que explicaré.  
            Creo por lo que me resulta tan curioso lo que dijo, es porque me sucede a mí muy a menudo. Ya es parte del modo en que escribo, el sentirme incomodo, pues siempre que lo hago, me resulta tortuoso el regresar a revisar lo que escribí, y no se diga ya con trabajos pasados.Y ya en este mismo momento me es fatigante  detenerme a leer lo que ya redacte. Quizá suceda lo que sucede —y luego te preguntas por qué te dicen lo que te dicen— porque me avergüenza el modo en que escribo, ya que no es el modo en que deseo escribir, quisiera poder plasmar de mejor manera lo que vivo o pienso, entonces el darme cuenta me acongoja. O es qué será que hay algo que veo cuando me leo, algo que no puedo ver más que en esa forma. Pero qué podría ser esto, me pregunto, y es que llega algo, y sí es mi alma lo que llega, es mi alma lo que veo cuando me leo. Podría ser que sea así, ya que he llegado a escuchar “que el hablar es una operación que surge del alma”, el hablar también se da en la escritura, pues nos cuenta algo, o hasta más. Así que ella tiene algo que me angustia, será que no quiero una vivencia tan directa conmigo, que prefiero ignorar, que estoy mejor así. Sin embargo cuando hablo no sucede lo mismo, cuando cuento algo con sonidos no me angustio, la respuesta que doy a eso, es que el hablar es tan momentáneo y fugaz que no nos detenemos, que no se captura, porque está en medio del hecho, lo que vocifero se lo lleva el viento.
            Que sujeto aquel que soltó tan chismosa premisa, no es culpa de él (es un buenazo). Es culpa de mi conciencia, tan bruta siempre, maldita sea. Al pensar esto, otra vez llega el mismo ruido de antes.
Con: — ¡Oye, qué rayos te sucede! Qué culpa tengo yo en tus problemas mentales. Ya me canse de ti—igual yo— le conteste.
Con: — Y eso qué, yo lo hago por tu bien, quiero que seas alguien exitoso, reconocido, acaso no ves que eso es lo que desean todos, su esfuerzo es para eso, para que los notemos y los noten.
Sinclairoso: — ¿Y la verdad? — pregunte con angustia
Con: — ¡Que verdad ni que nada! Todos buscan el éxito, eso es ser virtuoso, tienes que aprender más Sinclairosito, no puedes seguir siendo incrédulo, si escucharás lo que te dicen, ya estarías más cerca de la preciada virtud, que no es otra cosa que hacerte ver, o dime, ves a alguien que la busque y no quiere que vean que ha llegado a ella, o hasta mejor, sabemos que son virtuosos cuando todos lo dicen, pues cuantas veces no pasa que alguien que vivía en el anonimato, que apenas y su mamá lo reconocía, llega por voz de todos a ser lo mejor, sólo porque hizo algo que agrado a un conjunto. Debes aprender.
            Y es que llegue a la respuesta que más acertada me pareció, no me leo porque no quiero estarme encontrando con alguien que me esté regañando cada vez que falle. Pues claro, siempre está ella para decirme lo mal que lo he hecho, no deja que me sienta feliz, o alegre, para no meterme en problemas. Así que no es que mi alma me incomode o que sea un idiota — o quizá sí, pero qué más da, ya está quien me lo recuerde—es mi conciencia, o no se habían dado cuenta de que era ella, sí es la voz de todos, y si no me creen, verifíquenlo con la experiencia.
Hasta la otra, si no pasa antes que mate a mi conciencia, y creo que ya saben que sucede si llego a cometer semejante acto.
“La conciencia es la presencia de Dios en el hombre.” Víctor Hugo.

“Dios ha muerto.” Friedrich Nietzsche. Bueno, hasta ahora no he matado su presencia.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Sobre la moral y otras vanidades



Sientes la sensación pegajosa y fría del metal en tu mano. Todos esos cuerpos amalgamados en un mismo lugar, esos olores desagradables, la incomodidad de saber que están tan cerca de tu cuerpo, el hecho de que esté en juego tu pudor. ¡Qué asco!, piensas.  Al fin, éste es el lugar. Sientes el aire fresco golpear de lleno tu nariz. Caminas.

Caminas a una velocidad que advierte "¡muevanse, llevo prisa!" Te sientes diferente por intentar ir a un ritmo diferente, todos caminan a la misma velocidad. Sientes los hombros de la gente chocar contra ti, nadie se disculpa. No les miras la cara, dudas mucho que alguien te mire el rostro a ti, sigues caminando.

Al final del pasillo hay una mujer, está sentada en el suelo, su aspecto en general representa la miseria. En su regazo hay un niño de dos años de edad, aproximadamente, el niño parece dormir. Disminuyes la velocidad de tu marcha, la gente comienza a chocar contigo, te maldicen a regañadientes, no te interesa, nunca te ha interesado. Miras a aquel niño aparentemente dormido, no puedes evitar pensar en la nota que leíste un día anterior. La nota rezaba algo sobre personas que rentan a huérfanos para infundir más lastima y conseguir más monedas; la nota también decía que a aquellos niños los sedaban para que aparentaran estar siempre dormidos, como consecuencia estos niños morían a temprana edad. Cuando leíste la nota no pudiste evitar sentir que se te erizaba toda la piel. A eso hemos llegado, pensaste, a lucrar con los propios hombres. Sentiste asco.

Ahora, está a un par de metros esa mujer con ese niño que yace inmóvil. Ella estira su mano y pide un poco de caridad transformada en moneda. Si no hubieras leído esa nota le darías la manzana que tienes en la mochila. Pero, ¿por qué damos limosna?, ¿a quien queremos ayudar? Tal vez a esa persona, tal vez a nosotros mismos, sintiendo que hacemos algo bueno, sintiéndonos mejores personas, meramente vanidad. ¿De qué se trata todo esto?

Te detienes frente a la mujer, ella te mira con ojos de cachorro asustado, estira su mano insistente. Tú, te pones en cuclillas para poder mirarla a los ojos y sale de tu boca fluido, sin pensarlo: ¿por qué duerme? (refiriéndote al niño). Sus ojos de cachorro asustado se transforman en los de un perro rabioso, te grita alguna maldición, te incorporas abrumado, apenas puedes creer lo que hiciste. ¡Pobre mujer! La gente que pasa te mira de repente sorprendida, algunos con ojos acusadores, otra mujer pasa y le da unas monedas a la mendiga con el niño en el regazo, la mendiga en agradecimiento le da una bendición, la otra mujer sigue caminando y sonríe satisfecha, te mira triunfadora. 

Miras a esa mujer sentada en el asqueroso pasillo, lleva la miseria incrustada en los ojos, ¿esa miseria se puede fingir?, ¿acaso ese vacío en los ojos puede ser un ornamento estimulante de compasión? Te alejas despacio y turbado, miras a la gente pasar, ya nadie te mira, se han vuelto a colocar sus mascaras de apatía. Le dedicas una ultima mirada a aquella mujer y reanudas tu marcha. Deseas tanto que aquella mujer no sea una mendiga con su hijo dormido en su regazo, pidiendo limosna, lo deseas tanto. No vuelves a mirar hacia atrás. 

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Proyectos inconclusos

Existen un sinfín de razones por las cuales no cumplimos nuestros planes. No es tan difícil nombrar varios obstáculos que se interponen en nuestra búsqueda por la meta, sea cualquiera el camino que decidamos tomar. Los más evidentes resultan las circunstancias fuera de nuestro control, sucesos que nos complican el cumplimiento de lo que nos proponemos. Por ejemplo, inesperadamente, quedarnos absorbidos por el embotellamiento en la autopista hace que desistamos de nuestra cita. Pensamos que llegaremos muy tarde, quizá tanto que la persona que nos espera ya se habrá ido. Así la circunstancia vial ha cancelado involuntariamente la cita acordada. 

En ocasiones las circunstancias, por lo mismo de que justifican fácilmente , resultan las más cómodas para concluir nuestros proyectos. Ya sea porque nos hayamos hartado o porque creamos inminente su final, preferimos terminarlos antes. Advertimos o vivimos su agonía fatal y creemos sensato acabarlo por nosotros mismos, mejor reducir la pena. Rascándose la cabeza de preocupación, el jefe de una empresa en pique decide liquidar a sus trabajadores. En vez de afrontar el período difícil, siente conveniente cerrar las instalaciones ante de sufrir el penoso desenlace. 

Aunque pareciese que con este fin quedamos satisfechos, muchas veces eso no cierra nada. A pesar de que veamos conveniente acabar nuestro plan, dentro de nosotros guardamos un escozor punzante. Puede que lo tengamos como remordimiento, que su final nos convenía pero afectaba a otros, o que simplemente nos sintamos derrotados. Aparece la desilusión al creer que podríamos lograrlo, pero hemos fracasado. Nuestro deseo por concretar lo propuesto cae roto.  

Fuera de las circunstancias inasibles a nosotros, por mucho que tomemos como pretextos otras, siempre nos sentiremos responsables por el fracaso de un plan o proyecto. Aunque tratemos de mentirnos, naturalmente tendremos una reacción frente a ello, sea cualquiera su tipo. No importa si es derrota o vergüenza, no somos indiferente ante lo inconcluso de nuestros proyectos. 

lunes, 23 de noviembre de 2015

Llevar adentro para caminar



Alguna vez oí a un viejo decir que interpretar es exprimir para sacar. Dicho así suena divertido y hasta bonito, sólo falta ver qué consecuencias tiene. Y es que si se tratara sólo de exprimir, pues no tendríamos ningún reparo en lo sacado, y obviamente no tendría ningún sentido hacer tal ejercicio. Exprimir conlleva un deseo de limpieza, de bien –yo nunca he exprimido una jerga sólo para quitarle lo mojada, sino para hacerla mejor, pues sirve más en ese estado. Del mismo modo tratamos de interpretar lo que otros di/ha/cen, buscando no poner de más, ni quitarle nada a lo que ellos han di/he/cho. Afortunadamente no es una labor sencilla, pues de serlo qué sentido tendría leer, chismear, escribir, comer, etc. Pues bien, habría que ver qué se hace en este baile de razón e imaginación.
            Interpretar, desde su raíz misma, nos manda pa’dentro, pero contrario a lo que muchos dirían, no nos manda solos; nos manda con todo lo que hemos tomado de fuera y que será el objeto de nuestro ejercicio. El lío está en que, como nos quedamos encerrados, corremos el riesgo de perder la cordura y terminar por abusar de lo que metimos y pervertirlo, en vez de darle el justo valor. Peor todavía si nunca salimos de la habitación y sólo sacamos las manos por una ventana para asir desde el interior lo que podamos. Así nos pasamos la vida tratando de entender, hasta cierto punto, lo inentendible. Podemos ser muy buenos y siempre tratar de darnos cuenta de este pequeño traspié, sabiendo que lo importante de interpretar no está en encontrar la verdad, sino en encontrar el camino a ésta, o podemos ser de estos últimos que, cegados por la luz de la alcoba no dejan lugar a dudas, aunque digan que sí, al error.
            Encontrar la verdad y encontrar el camino, son dos cosas totalmente distintas desde el bello quehacer de la interpretación, pues en el primero, ya se ha salido nuevamente al mundo con algo mejor de lo que llevó dentro, y en el segundo caso, se entra para buscar el camino, para dar forma a una herramienta más para ir en busca del bien. Con lo anterior no quiero decir que no se desee el bien al interpretar –el bien siempre se desea, diría el filósofo–, simplemente se desea tener algo mejor que nos acerque a éste. Por desgracia, como ya dije anteriormente, no todos encuentran el camino a la verdad, sino el camino a su propia profundidad, ésa que los encierra más.
            En el caso de lo interpretado, de aquello que tomamos para no ir nomás a nuestra vera, podemos convertirlo en una bomba de tiempo que un día nos estallará en la cara o en provisión para un tramo del camino, que luego tendremos que resembrar para que dé más fruto, y podamos seguir. De este modo, al interpretar deci/hace/mos que, tanto lo interpretado como nosotros, tendemos a lo mejor, pues él, que nos ayuda, se vuelve mejor para cumplir esta difícil tarea, y nosotros también al poder cumplirla. Interpretar es una labor comunitaria que nos permite hacer un mundo mejor, no como producto de la técnica, sino como producto de la imaginación, como producto de la verdad.
            Entonces al interpretar hacemos un mundo, en toda la extensión de la palabra, mejor. Obviamente en caso de que lo hagamos con ese afán de bien, y no por mera especulación, vanagloria intelectual, desfachatez sentimental, etc. Interpretar le da al hombre la posibilidad de saber que aunque una jerga está llena de varias cosas antes de exprimirla, ésta puede mejorar, no en utilidad, sino en verdad.
Talio


Maltratando a la musa

Caminar

De un simple movimiento mecánico
a un ardiente despertar del ánimo
se da un gran correlato acérrimo
que le da a esta acción un toque mágico.

Nos lleva por muy diversos caminos,
volviendo a los pies la máxima expresión
de la voluntad viva del corazón
que nos permite ir a nuestro destino.

Nos diferencia de otros animales,
pues ellos no conocen el tropiezo.
Por eso, mis amigos, les confieso

que, a pesar de no ser todos iguales,
uno solo nos habremos de llamar
por el fabuloso don de caminar.

En tierra desconocida

Quiero recordar. Quiero recordar el soplo que Dios no dio. Ese cuasinfinito soplo que enarbola aquella imagen, un tanto difusa, que atraviesa nuestro constante presente. Primero buscaré en la experiencia, luego en la imaginación.

En mi experiencia, ¿dónde buscar el soplo divino?, ¿Acaso ya lo he sentido? Tal vez se halla en las plantas, en los animales, en los astros, pero, ¿no son todos ellos, a su vez, creación del soplo divino? Osado ladino, sigue buscando. Un beso, sí, aquel pacto que sella el amor juvenil o pueril. Pero no me refiero al beso consumado, donde se unen las dos partes, sino en el beso que se vuelve suspiro, como narrara Urbina en su Metamorfosis. De lo contrario sólo hay un encuentro de dos cuerpos semejantes. Pocas veces queda uno satisfecho con un solo beso, y pedimos uno más. El suspiro, como residuo potencial meloso del enamorado lleva implícito el aire, el que, a su vez, nos fue entregado al nacer. Pero no sólo los amantes suspiran, aunque en ello parezca enmarcarse la fe de su amor. Si el soplo divino ya se asoma al nacer, ¿no también se hace presente al suspirar? Así, el enamorado suspira no sólo después de un beso, sino antes del beso, de aquello que no ha logrado alcanzar como objeto de sus deseos. Memoria, pára las imágenes de mi pasado, ahora quiero saber por qué suspiro.

Suspiro porque quiero algo, pues no lo tengo. Se apodera de mí la tristeza que, poco a poco, se convierte en nostalgia. Para mí el nostálgico por antonomasia es Odiseo, ya que nostalgia es sentir dolor por lo difícil y complicado que resulta regresar a la patria, en primera instancia, luego de lo que se desea por haberlo perdido. No en vano las historias que narraran el regreso de los héroes griegos una vez saqueada Troya se llamaran Nostoi, (Los regresos en griego). Nostalgia tiene la misma raíz. El dolor que acrecienta en uno al no conseguir lo que una vez se tenía y constituía su dicha se convierte en un regreso (nostoi) doloroso (algos), en nostalgia. Es su recuerdo lo que nos hace suspirar, pues queremos volver.

Imaginación, acude en mi ayuda para continuar mi búsqueda, que no me está siendo nada fácil. Es verdad que la vida está llena de mareas sociales, olas de conocimientos, de tempestades pasionales, de calmas expectantes, de lluvias morales, pero no puedo ser aventurero en aquel mar si no tengo algo que me ayude a regresar a tierra firme. Pero, ¿cuándo estuve en aquel puerto de la vida feliz?, ¿Cuándo me hallaba en aquella patria que constituía mi felicidad o, si se quiere, la felicidad de los hombres? Al menos no en esta vida, de eso estoy seguro.

Tal parece que, una vez arrojados a ese mar proceloso al momento de nacer, siempre hemos estado buscando aquella tierra firme. Parece que en esta vida nunca hemos pisado ese jardín junto al mar que narra Machado. Entiendo que Machado, al rematar su Parábola III diciendo: “y el jardinero se fue por esos mares de Dios”, no se refiere al regreso de aquel mar lleno de mareas sociales, sino irse para ser un marineo que busca a Dios. Nunca hemos visto ese jardín junto al mar. Entonces, ¿cómo recordar lo que no hemos vivido?, ¿Cómo, en esta vida, buscar los mares de Dios que nunca he navegado? Buscando el bien, me dirás con ese gesto en tu rostro que dibuja una sonrisa, lo sé. Y te pregunto, ¿Cuándo vio Dios que éramos buenos? En la creación, presiento que me dirás, pues al sexto día no dijo Dios que era bueno, sino muy bueno lo que había hecho.

Entonces, ¿cómo recordar el soplo divino? Mi experiencia e imaginación han ofrecido sus faenas, quédame, por último, creer. Es decir, confiar en que algún día regresaremos y lograremos pisar ese jardín del que hemos nacido, de donde procede el soplo divino. Te creo, y espero me ayudes a ver lo que ni el ojo vio ni el oído oyó ni vino a la mente del hombre, pues el aventurero sólo lo es en tierra desconocida. Explícame, pues, cómo creer en lo que no sé.


Aurelius