Sé que un día tendrás una hermosa vida, sé que
serás una estrella en el cielo de alguien más,
pero ¿porqué? ¡¿porqué?! ¡¿PORQUÉ?!
¿porqué no puede ser en el mío?
Pearl Jam. Black
Silencio. Sus pasos eran un susurro que apenas levantaba el
polvo. Una sonrisa triste dibujaba su boca. La cara sucia, la ropa pegajosa de
un par de días sin cambiarse; el frío pelando unos labios que se parten al
hacer la mueca que provoca la desazón, un cigarro es lo único que impide al mal
sabor del día el abarcarlo todo. A lo lejos suenan bombas, algunas metralletas
ocasionales, disparos solitarios rompen la tranquilidad interina. De vez en
cuando irrumpe el sonido de gente muriendo. La ciudad rezuma óxido, grietas que
se clavan en la tierra, ventanas rotas, casas derruidas, desesperanza y muerte.
Mientras camina, siguiéndola a la
distancia de los conocidos no de los amantes, rememora los parámetros de la
misión: hacer un nido en una de las diez torres emblemáticas de la ciudad,
atrincherar las calles principales, esas que conectan con la plaza principal;
custodiar los cuatro puentes que llevan a la ciudad. Defender la posición, cueste
lo que cueste. La torre central otorga la inmejorable vista que sólo da la
perfecta periferia, desde ahí podría defender los puentes y la posición de la
infantería, que estaba dividida en dos frentes hacia el este y el norte. En
cuanto a ella…el enfado nubló todo en absoluto. Oídos sordos, una cabeza con
todo decidido de antemano. Sin derecho de réplica, sin espacio para las
oportunidades. Lo malo no es tener problemas, sino que de uno sólo nosotros
creamos más. Algún día tenía que terminar mal su situación, piensa ella, siempre
predispuesta a la desgracia, es lo que esperaba y se siente aliviada de volver a su talante regular. Pero que las cosas terminen mal no es motivo para
no hacerlas. La vida siempre termina mal, suponiendo que la muerte sea algo
malo. Si las cosas se corrompen, ¿pues qué de pavoroso tiene el cómo terminen? Pero no escucha nada más que a sí misma, todo es tan caótico...y ellos son tan parecidos en algunas cosas. Necios, irreductibles. Con cada paso va siendo más y más
consciente de la relevancia que tenía todo esto para él. Todos los humanos pendemos
sobre el abismo pero nos agarramos de cosas distintas para no caer. Ella era un
susurro violento que venía a sacudir su mundo. Siempre lastimas a quien te
importa, es una obviedad. Quizá por eso dicen que los francotiradores trabajan
solos. Un azar inaudito los juntó. Si a él lo hubieran aceptado en la carrera
de historia del arte, si ella hubiera sido aceptada en la carrera de arte dramático…no
se habrían conocido en la milicia, quizá ahora no estarían en medio de esta guerra
que no acaba, rodeados de campos minados, alambres de púas, trincheras, calles
enrojecidas, en medio del ruido insoportable de la incertidumbre del mundo. Pero pues nunca
tuvieron opción, la vida les sucede. Uno sólo hace lo que cree mejor y en las
circunstancias que le son dadas. Un día eres parte de una nación, de repente
los recursos de acaban, el clima enloquece, la comida escasea, los animales
mueren, Dios no basta, la ciencia no responde y la filosofía no reverdece. La
paz armada termina. A veces actuamos sin sentido. Es parte del ser humano. El
absurdo es condición permanente en la existencia. Algún idiota puso el mundo a
merced del humano. Miles de años y aún no sabemos si el idiota fue Dios. Pero
seguro nosotros somos idiotas. Y él más que nadie. Todo se le escurre entre los
dedos. Siempre. El mundo jamás le ha concedido una segunda oportunidad y
quisiera una. Para él vivir es un lujo descarapelado, un chocolate derretido. Con cada paso que da, se
siente más lejano de lo demás, de ella y de la ciudad. Sin un nexo, una
constante que relacione al yo con lo otro, la realidad se nos desmorona. Y no quiere morir sintiendo que nada embona,
lleno de dudas y vapuleado. Hoy podría ser el día. Hoy podría escuchar el
funesto y definitivo sonido de un trueno zumbando antes de entrar a su cabeza. Y
pensar que lo último que ella le dijo fue adiós. Y no un adiós cualquiera, uno
seco, tajante, de brazos estáticos; el desdén efervescente convocando la palabra en una mirada de
ojos elusivos que muy pronto perforan el piso. Entonces cae una bomba que le recuerda dónde
está, que sus problemas personales no pueden anteponerse a la defensa de la
libertad, recuerda que, por alguna razón, al líder de la coalición le parece
simbólica esta ciudad, que la ciudad tiene un edificio menos y un escombro más.
Ella ni se inmuta por la explosión. Sigue caminando. Que un edificio se caiga
lo espera, es una guerra a final de cuentas; que él la hiera no es algo que
estaba contemplado y por eso incomoda. La guerra es inevitable y las cosas
finitas se caracterizan por su fragilidad. El amor es hijo de la belleza y de
la guerra. Pero ella no quiere nada, en su cabeza todo está decidido en calidad
de ya, toda palabra que le diga rebota tildada como mentira, como una ilusión. Es una mujer tan
determinada y se empeña tanto en pensar más que sentir, él casi la admira por
eso, sino fuera por lo pernicioso que es el no dejarse sentir. Ahora recuerda
que jamás se lo ha dicho, que las imágenes que le dibujan una sonrisa antes de
dormir ahora no son más que la ceniza de un futuro que no será para él,
recuerdos insomnes de lo que ya no es. Extrañará aquel parque en el que solían encontrarse, la emoción de verla a lo lejos cuando llega. Quizá sea demasiado tarde para decirle
que no se vaya, en tres calles habrán de separarse, él a defender la torre,
ella a encontrarse con el equipo de demolición –en el puente al nordeste- y
después a su posición en una de las torres de la ciudad. Y ella casi levita
entre la debacle. Ella es color en este mundo gris
que se cae a pedazos. Qué ganas de alcanzarla y robarle un beso que valga la cachetada posterior, qué ganas de expresarle lo que siente, aunque eso no
cambie nada para ella, aunque eso no le recuerde que había algo ahí que valía
la pena ser salvado...qué ganas de intentar hacer estallar su risa. Qué ganas de
abrir clandestinamente los ojos tras besar sus labios y ver esa sonrisa que le irisaba el alma y
le hacía creer en la paz. Había una belleza inefable en el besarse en medio de tanta
desdicha, en medio de cadáveres de gente que ya no es de ningún lado, en medio
de rocas y ceniza, metal ardiente, árboles solitarios cuyas ramas se entierran
en la tierra muerta, que se queman en un grito silencioso atronador, entre
hombres que agonizan, hombres obstinados cuyas uñas se aferran a las cosas a su
alrededor en la antesala de la muerte. El afecto en medio de tanta mierda no
vilifica en lo absoluto el sentimiento, lo vuelve resplandeciente porque se
tiene consciencia de la finitud de las cosas. Una bala cambiaría todo. Una bala
los separaría algún día. Ahora están a una calle de separarse y no se han
dirigido la palabra desde la discusión. Quizá no todas las balas estén hechas
de cobre, quizá no todas salgan de pistolas sino de bocas. La calle se termina.
Un niño llora a lo lejos. Un camarada malherido en medio de la calle pide la
misericordia de una muerte rápida. Un cuchillo se desenfunda y brilla con el
Sol inmisericorde. Ella se agacha junto aquel hombre y le susurra algo. El
moribundo agradece. El sonido del metal perforando la carne y luego el sonido
de un último suspiro. Con el pantalón limpia el cuchillo, lo guarda en su
funda, toma de nuevo su rifle y continúa: Aquí no ha pasado nada. No queda ni
el recuerdo de la sangre escurriendo en el filo del cuchillo. Fue como si no importara. Y durante todo
ese momento, él jamás se acercó. Miraba al muerto mientras pensaba en la
solemnidad conformista con las que a veces afrontamos el fin, en la rapidez con
la que tienden las cosas a sus funestos desenlaces. Como si las cosas tuvieran
prisa alguna por irse a la mierda. Como si no fuera suficiente con lo que ya
pulula en la Tierra, como si realmente fuera necesario matarnos entre nosotros.
Las relaciones humanas llevan el cariz de la tragedia. Nada permanece. Sólo el
horror de la supervivencia más mezquina, la plagada de sinsabores, la regada de
pólvora, la de aire enrarecido y días que se van como vinieron. Y otra bomba
cae. Decenas de voces se silencian demasiado pronto. Y se van, se van lejos, a surcar
el Leteo, a nadar a la deriva en un letargo demasiado eterno.
La última calle ha terminado y ella no voltea. Todo sucede
demasiado rápido. Los Orfeos del mundo siempre voltean, algo hay en la
reafirmación del otro, del amante, que sólo es satisfecha tras la obstinación
esperanzada de verle de nuevo; esa última mirada amortigua la amargura de la
despedida, es el presagio de un futuro encuentro, es la añoranza que empieza a
carcomer un alma arremolinada de pasiones impacientes, es gritar con los ojos que
esto no se ha acabado. La encrucijada lo lleva a uno a la torre, a la otra al
puente, los caminos se separan…y ella no voltea. Había empezado a hacerlo unos
días antes. Él siempre que se despedía de ella le mandaba un beso y se quedaba
esperando hasta que sus ojos no pudieran verla más. Al principio ella jamás
volteaba, la despedida era sólo eso, pero él siempre guardó la esperanza de que
algún día voltearía, es lo que más anhelaba cuando empezó el idilio. Y lo hizo,
hace algunos días por fin empezó a voltear, a regodearle el ánimo con una última
sonrisa que le repiqueteaba la cabeza todo el camino de regreso hasta su pieza.
Se sentía tan dichoso. Todo era tan bello que sólo podía arruinarlo él mismo,
como siempre hacen los humanos. Hay días en los que se odia. Hoy es uno de esos días.
La ciudad lanza
lamentos a través de alto parlantes en todas las calles principales. La alarma
es un sonido que vaticina demasiado tarde la llegada del enemigo. Los gritos desesperados, la
gente corriendo, las arengas para levantar la moral, las armas cargándose, las
respiraciones nerviosas de gente que ha de morir esta tarde, impiden que se
escuche el sonido de un ejército que se acerca marchando. Esperaban un ataque
frontal, pero lo cierto es que el sonido del ejército parecía rodearlos. Es una
ciudad en medio de un lago dentro de un valle. (Casi) nada puede tener sentido cuando vives en una ciudad reposada en un lago en medio de montañas. La ciudad es el símbolo de la
esperanza en una tierra azotada por la desolación, la desazón; donde la gente siempre está a la defensiva. No es una ciudad
importante, no es una capital, es un lugar tan al azar como el azar se puede permitir.
Pero es importante por su nombre. Hope. Sin esperanza todo está perdido. Y eso
hasta los enemigos lo saben. Si perdían la ciudad de Hope, la guerra estaría
francamente condenada. El ser humano es una bestia que está dispuesta a morir por
alguna causa que considere digna, nos parece bello y loable. Anegamos nuestras
mentes de objetivos, pero siempre es necesario algún
combustible extra que nos incite a la acción. Necesitamos leitmotivs. Sin esperanza,
la vida no vale nada. La indiferencia es prima hermana de la desesperanza. Por fin llega a la torre principal y puede escuchar la expectación a las afueras. Ha eludido
las trampas que puso en las entradas por la mañana, aquellas trampas que, si se
detonan, sólo significará que su muerte es casi un hecho. Están puestas ahí pensando
en la peor de las posibilidades, en que la ciudad caiga y la infantería enemiga
se acerque a su posición. Tres estallidos significarían que los enemigos ya
están en el primer piso de la torre. Es una persona positiva, pero últimamente el pesimismo le
gobierna. Otras veces no habría ni pensado en colocar aquellas trampas, sin
embargo la posibilidad de que las cosas salgan mal le martillea en la cabeza. Pero
no quería pensar en eso. A menudo la idea de morir detona en la muerte. Si quería sobrevivir, mejor alojarse en los pensamientos que le
incitaban a la vida. Pero eso era problemático, porque no sabía por qué
peleaba. Su familia había muerto al inicio de la guerra, hacía ya varios años,
sus amistades se reducían a compañeros de tragos y de trincheras, amistades
efímeras, artificiales, que en poco satisfacían el significado de la amistad.
Ella. Quedaba ella. Pero no peleaba por ella. Eso era inexacto. Peleaba por el
hombre que ella veía en él. Porque ella lo incitaba a ser mejor, porque su franqueza
era un aire puro que respirar en medio de la polución de la actualidad del
mundo, porque ella le hacía sentir la levedad del instante, ser consciente del
ahora como jamás lo había sido, porque ella realmente veía en sus ojos, por la
posibilidad de ser él realmente, sin los atavíos de una ciudad sumida en la
niebla perpetua.
Los nervios crecen
con cada escalón. Los hombres se hacen hormigas, la ciudad se hace grande. Ya
casi llega a su posición, a su nido. Ahí está su rifle, la extensión de su
brazo, munición y granadas, alimento, agua. Esto es para lo único que es bueno,
lo único que no le sale mal es provocar la muerte a los otros. Aprendió a
disparar desde pequeño. Con el rifle nunca falla. Desde la punta de la torre podía observar toda
la ciudad. Incluso en ruinas, era bella. El Sol despuntaba en un cielo plagado
de nubes y el humo negro que emanaba de algunas partes de la ciudad se unía al
cielo a cuenta gotas. Algunas aves, ajenas a los conflictos de los hombres,
volaban en el horizonte. Extrapolando su sentir, pensó que quizá desde donde
estaba Dios, incluso la guerra se vería hermosa. Tomó su rifle para salir de la
contemplación en la que se había sumido. Por la mirilla recorrió la parte este
de la ciudad, vio mucha gente corriendo, gente escondida en lo que algún día
fueron grandes ventanales de edificios, algunas personas rezaban en la calle,
los demás buscaban dónde esconderse. Con la mirilla llegó al puente que ella
tenía que defender desde una torre. La mirilla por fin la enfocó. Le daba órdenes a unos soldados en medio del
puente…
Era tan extraño estarla observando a través de la mirilla
de un rifle francotirador, pensó en lo mucho que eso asemejaba al escrutinio en
el que friccionan las relaciones humanas. Se ve tan hermosa, con el cabello
abundante hecho girones por el viento, los labios carmín que hipnotizan y la
mirada azulada. Pero
el tiempo les está ganando, para este momento, ella debería ya estar camino al
edificio desde el que protegerá a la infantería y detonará el puente, de ser
necesario. Ella se salió muy pronto, no quiso escuchar más, no quiso saber nada
más de él, ni de la misión ni de nada. A la mierda con todo, pero sobre todo
contigo. Y entonces no se enteró de toda la misión. Y ahora es muy tarde. El
sonido de unos motores perforando el viento irrumpe violentamente en el
escenario, una flota de aviones se materializa desde arriba de la torre. Balas llueven a granel desde el cielo y algunas bombas esparcen
cemento por doquier. Han llegado. La mirilla deja de enfocarla a ella, le manda
un beso, le susurra algo que el viento jamás le llevará y voltea hacia el
noreste. Una cuadrilla avanza hacia el puente este. Pone el dedo en el gatillo.
Entonces recuerda, antes de que la pasión le gane, que no puede disparar
primero. Sus disparos siempre deben ir cubiertos con los de sus camaradas, a
fin de no revelar su posición a un posible francotirador enemigo. Revelar su
posición significaría la muerte. Unos minutos eternos pasan antes de que las
balas empiecen a llenar los cuerpos de los enemigos. La cuadrilla se divide en
dos flancos a los lados del puente. La batalla ha empezado y él ya ha matado a
cuatro personas. El primero siempre es el difícil. Conforme la cuenta se
incrementa, los hombres empiezan a dejar de ser carne y se convierten sólo en
cifras. Son demasiados y ya no importan. No se da abasto. La cercanía de la muerte le hace
sentir vivo. Esto es lo más cercano que estará a replicar la sensación que ella
le provocaba. Desde el oeste empieza a escuchar el sonido de balas y explosiones.
Son muchos enemigos y tan pocos francotiradores, sólo diez para defender toda
la ciudad. Y un francotirador- ella-, no ha logrado subir para defender su
posición. Él ahora dispara hacia el sur, le urge llegar con la mirilla al
flanco este. En el este, las tropas resisten valerosamente los embates
enemigos. El puente resiste pero quién sabe por cuánto tiempo, la artillería
enemiga avanza en bloques. El aire huele a muerte y hasta arriba de la torre
llega la ruidosa sinfonía de la agonía y el miedo. Tiene un momento para poder
buscarla, la mirilla llega a la segunda
torre del este, donde ella tendría que
estar. Pero no la ve. Se desespera. La paciencia es una virtud indispensable
para los francotiradores. Su pulso se volatiza. Falla el siguiente tiro.
Empieza a pensar lo peor. La incertidumbre es terrible. La han matado, piensa.
Van a tomar la ciudad, teme.
Así transcurren los minutos hasta hacerse horas. Ha perdido
la cuenta de cuántos hombres ha matado. Uniformes negros siguen saliendo de
entre los árboles fuera de la ciudad. Cada vez hay menos camaradas. Están
perdiendo, lo sabe. Sus ojos cuentan tan rápido como pueden los uniformes
ensangrentados que yacen en el piso allá abajo. Miles de muertos. Ojalá hubiera
podido abrazarla de nuevo. Ojalá no fuera tan imbécil y hubiera arruinado todo
con ella. Ojalá ella supiera lo mucho que significa ella para él. Le queda el
consuelo de que siempre la besó y abrazó como si no hubiera un mañana. Ahora es
muy tarde para todo, un segundo escuadrón aéreo ataca la ciudad. Dos torres
caen escandalosamente, dos francotiradores -dos amigos interinos- menos, el
cemento cruje y el piso se cimbra. Los aviones circundan de regreso, las balas
que les disparan de abajo no les aciertan a todos y sólo algunos caen entre humo y fuego. Con la segunda oleada tres torres más caen. Todo se está
yendo a la mierda. Con qué facilidad todo se cae en pedazos enfrente de uno.
Hace poco tiempo, la alegría impregnaba esta ciudad llorona, veía todo desde
los ojos luminosos del goce del momento. Qué ligero es el velo que maquilla la desoladora
realidad. Está tan solo en el centro de una ciudad incendiada, de un mundo
pudriéndose y una humanidad haciéndose pedazos. Quiere volver a como estaba
antes de todo esto, antes de la guerra, cuando ser positivo era más sencillo y
no sabía a mentira, a nana para poder dormir. Suspira. Respira profundo. Apunta. “Sálvame”.
Tira el gatillo. Un hombre abajo, al sur, muere con el casco perforado.
Recarga. Apunta. “Dame una oportunidad”. Tira el gatillo. Un hombre cae al agua bajo un
puente en el este. Recarga. “No quise hacerte daño, lo siento”. Recarga. Apunta. Tira el
gatillo. Un hombre se ahoga en su propia sangre en el norte. Recarga. Apunta. “Te
quiero”. Tira el gatillo. Un hombre de negro que abraza un cadáver flotante en
la orilla del río oeste muere. Recarga. Apunta. “Cada beso y cada verso que te he dado
es jodidamente honesto”. Tira el gatillo. Un corazón desparrama sangre en el
sur. Recarga. Apunta. “La próxima vez seremos perfectos”. Tira el gatillo. Un hombre
cae muerto sobre un cadáver en el este. Recarga.
Otras tres torres
se derrumban y lo sacan de su trance. Ahora lo sabe con certeza: la ciudad será tomada. La esperanza se ha
esfumado. Sólo queda el plan de contingencia. Desde su posición privilegiada,
él puede volar los cuatro puentes que llevan a la ciudad. Sólo quedan dos
francotiradores, ella y él. Tiene que hacerlo. Sólo así la ciudad puede ser
salvada de la completa aniquilación, del eterno olvido. Desde el norte sigue
llegando infantería enemiga, debe ser el primer puente que vuele. Está
nervioso, le cuesta trabajo mantener sus sentimientos a raya ¿Dónde estará? ¿qué estará haciendo? El sudor le perla
la frente y las manos. Enfocar le toma demasiado. Un buen francotirador sólo
dispara cuando tiene un tiro certero. El puente vuela en mil pedazos, mandando
al agua a todos los hombres que había sobre de él. Todo está tan cerca de irse al
carajo que debe apurarse. El puente del oeste exuda uniformes negros. Esta vez
le cuesta menos apuntar y el puente cae muy rápido, un hombre se parte en
varios pedazos, el agua enrojece. Voltea hacia el puente del sur y busca el
paquete de explosivos pegados en el puente. Contiene la respiración. Abre bien
los ojos y dispara. El puente cae al agua en una explosión que sisea. Sólo
queda el puente del este y el enemigo se abalanza hacia el puente. Se dispone a volarlo, está buscando el
paquete de explosivos, pero no lo encuentra. Observa el lado del puente que da
a la ciudad. Nada. Entonces lo recorre hacia la salida de la ciudad y
entonces…la ve. Es ella, viene corriendo hacia el puente ¿qué hacía fuera de la
ciudad? La alegría de verla se mezcla con el terror de saberla en medio de la carnicería.
Tiene un balazo en la pierna, un par de hilos profusos de sangre pueblan de
rojo su pantalón. Lleva su rifle a la espalda y una pistola en la mano con la
que dispara hacia atrás. Ya casi no hay fuego de cobertura, él debe protegerla,
pero también debe volar el puente. Para salvar la ciudad, debe sacrificarla. El
mundo es un lugar muy injusto. La tragedia se cierne en la vida de los hombres; lo trágico es saber cuál es el final, intentar evitarlo y acabar provocándolo.
Actuamos sin saber cuál de esos actos nos está llevando a la desgracia. Si tan
sólo no se hubiera ido. Si se hubiera quedado aquella vez, si no hubiera
decidido no escuchar, si él no hubiera sido tan estúpido en primer lugar. Pero
ahora ya no importa, esto es lo que hay y duele, ella está abajo y no en su torre, pero es lo que hay. Un
hombre le apunta a la mujer que quiere, a una mujer que le hace sentir tan
jodidamente vivo, que le enseña a vivir, a compartir la soledad de la
existencia humana, a saborear la vida. Y debe matarla, no puede dejar que la
capturen los enemigos ¿Por qué nunca regresó Dios por nosotros? ¿porqué Dios no nos dio una segunda oportunidad? ¿por qué nos
abandonó en medio de tanta oscuridad y desazón? Teniendo esperanza sería más
sencillo. Ser optimista es un trabajo complicado, sobre todo en tiempos como
estos. ¿Qué garante de vida se tiene cuando todo se desploma frente a tus ojos?
Dispararle a ella o al paquete de explosivos sólo son renuncias distintas,
sacrificios diferentes. Es más fácil rendirse que luchar por lo que uno quiere.
Si caemos, es sencillo culpar a la gravedad u otra ley natural, pero si nos levantamos y lo
superamos, el mérito es todo propio…
Ha decidido. Ya tiene claro qué es lo que tiene que hacer.
Ha sido un minuto eterno que está por llegar a su fin. Apunta, contiene la
respiración. Lo siento. En verdad lo siento. Cierra los ojos un segundo. No hay
eros sin polis, pero no hay polis sin eros. Piensa en la antinomia y después
piensa en ella, como suele hacer todos los días. Ojalá ella tuviera alguna
mínima idea de lo haría por ella, de lo mucho que a él le importa…ojalá a ella
le importara que a él le importe. Abre los ojos, ya dispuesto a disparar, el
dedo se hunde lentamente en el gatillo, la mirilla enfoca el paquete café en el
puente…no puede hacerlo, no a costa de ella. No quiere dejarla ir. No dispara. Entonces, desde el oeste, atrás de
él, el sonido de una hélice furiosa antecede al sonido de una explosión, a un
susurro violento y frío que en un instante se convierte en una tormenta
ardiente que abraza su cuerpo y lo incendia en un grito de dolor. Hoy por
fin fue el día. La torre se quema y se está derrumbando…
Abajo, al este, en
medio del único puente en pie, una mujer corre como puede mientras con ambas
manos se hace presión en una pierna que no para de sangrar. Corre mientras
observa lo que queda de la torre principal, que acaba de estallar, la penúltima de las
emblemáticas torres de la ciudad Hope, que está a punto de ser tomada. Una lágrima
solitaria y rebelde rueda por su mejilla, muere en una mueca enfadada y triste que dice en un susurro la
palabra adiós.