Sólo viviendo absurdamente se podría romper
alguna vez este absurdo
infinito. Julio Cortázar.
Las calles resultan especialmente frías
cuando son recorridas a altas horas de la madrugada. El efecto se incrementa
cuando se está caminando a solas. Los bolsillos no me pesaban en lo absoluto,
lo cual significaba que ya había gastado hasta mi último centavo. Siempre que
me he pasado de copas termino apostándole todo el dinero al alcohol y termino
caminando de regreso a casa. El viaje era largo. Esa noche había decidido
entrar a un billar y jugar un poco, consumir un par de cervezas y al carajo. El
golpear las bolas de billar me tranquiliza, el sonido de la bola embocando en
una buchaca me recordaba que nada era tan terrible, que algo todavía podía
salir como quisiera que saliera. Jugué un par de juegos con extraños, bebimos
cerveza y licor, apostamos algo de dinero para hacerlo más interesante. Sin
duda que mi día habría sido muy distinto sino hubiera entrado a aquel billar.
Uno nunca sabe qué decisión es la que te está cambiando por completo el curso
de la vida. Indirectamente, gracias a ese billar, esas apuestas que me bebí, es
que voy caminando a las cuatro de la mañana sin un peso, sin un sólo cigarro,
sólo acompañado por el eco de mis pasos y un sombrero negro nada llamativo del
tipo milonguero.
Hay algo en mí que repele a las
personas, no sé bien el porqué, nunca he tenido muchas intenciones de saberlo,
me agradan las cosas como son. Es difícil llevarse bien con alguien. Usualmente
no sé qué decirle a la gente. Pero el silencio no es tan terrible a veces,
cuando se está a gusto. Soy una persona más bien solitaria, que conoce tanto de
la vida y las mujeres como sabe un otomí de francés, pero nunca me he
reprochado lo de las mujeres; lo de la vida, en exceso sí. Muchas veces me he
encontrado vagando por las noches más oscuras y tétricas discutiendo
acaloradamente con la voz de mi cabeza que me dice imperativamente: ¡Vete de
aquí! No te dejes absorber por esta ciudad, pero siempre le digo: tengo
noticias para ti, ésta ciudad se ha llevado cada gramo de mi ser, le
pertenecen, qué duda queda. Amo esta ciudad tanto como la odio. Sin ella, la
aventura de caminar en la madrugada es mero baladí.
(A pesar de que mi boca estaba
adormecida y de todos esos síntomas clásicos que denotan cuando alguien está en
completo estado de ebriedad, caminaba derecho, casi sin renquear, estaba atento
al camino, procurando hilar mis pensamientos con el ritmo de mis pasos. Algo
similar a un presentimiento se me encimaba en el estómago con el alcohol, soy
de esas personas que toman muy en serio esta clase de cosas, sólo porque sí.
Incluso creo en que a veces los sueños son como oráculos que nunca pedimos; son
cortesías del universo advirtiendo que algo está sucediendo, es la vida
tronándote los dedos para que pongas atención. No me podía quitar la sensación
de que algo estaba por ocurrir, cada paso que daba me llenaba más de una
incertidumbre insoportable. Era como caminar sabiendo que estás tejiendo tu
futuro. En ello pensaba mientras pateaba una lata de refresco. Un rato me
entretuve enormemente pateándola, el sonido de mi pie azotando el pedazo de
aluminio tenía un efecto terapéutico en mi atrofiada vida. Todo se lo llevó el
carajo cuando el ahínco termino mandando la lata al abismo que presupone el
alcantarillado de la ciudad. Maldije. La
lata había sido de lo mejor de mi día. Ya no estaba acostumbrado a tener días
azules, había hecho las paces conmigo y con las veleidades de la existencia.
Quise ser menos trágico y más animoso. Mi actitud hacia el mundo era mucho más
ritalinesca, pero hoy me siento como el carajo. Y no sé por qué. El sonido del
aluminio era tan hermoso, era el grito que hacen las penas cuando se van. Y por
eso maldije cuando la lata entró a la alcantarilla. Ya estaba pensando en
nombres para ella. Cuca. Renly. Cherry Pops. Clarabella. Seguí caminando, encontré
un cigarro algo sucio, pero definitivamente se podía fumar, imaginé cómo fue a
dar al piso, seguramente le pertenecía a alguna persona descuidada porque el
cigarro estaba completo, o quizás alguien tiene los bolsillos de su abrigo
rotos. Yo al menos sí los tengo rotos. Apuré el cigarro a mi boca y lo encendí,
a la mierda con las bacterias, hoy mi vulnerabilidad me hace inmune a sus
efectos).
No he divisado por ningún lado el nombre
de la calle, me intriga no saber dónde me encuentro, así sea algo tan fútil
como el nombre de una calle. Se puede decir que la arquitectura del tipo
colonial destaca mucho en el diseño de la misma, un par de balcones acaparan mi
atención. Soy un amante de los balcones. Las luces recorren las calles sólo por
las azoteas, la luz casi no baja de aquella zona, el negro impera en la parte
baja de la calle, donde camino. Me siento en una película francesa. Por algún lado he oído que el caminar oxigena
el cerebro, proporciona el alivio mental que busca el melancólico, el iracundo
o el romántico, ésta es una de las razones por las que siempre decido caminar
cuando algo no marcha debidamente en mi vida, porque soy un maldito romántico.
No el romántico de película gringa, sino el tipo de romanticismo que te tiene
caminando de madrugada esperando que algo de luz caiga a tu vida. Y así tomo
mis decisiones, como si una cámara me estuviera siguiendo todo el tiempo, como
si la vida fuera un espectáculo malsano que sólo ve uno mismo. Eso debe ser a
lo que se refieren con esa frase de “juez, jurado y verdugo”. Y mis decisiones
casi siempre son equivocadas. Malditas pasiones, condicionan y se entrometen en
todo. Maldita lata, porqué se tuvo que ir. Detesto la fragilidad de la
existencia. Quizá más de la permanencia. Ojalá tuviera una cámara que paliara
ese efecto terrible de aquella bestia alada que llamamos tiempo. Ojalá le
hubiera tomado una foto a la lata, al atardecer, a su sonrisa, a la mitad de mi
vida, a mis deliciosas estupideces juveniles, a las ironías que plagan el
mundo. A sus ojos cuando hablan. Sobre todo a sus ojos y a aquel pedazo de
aluminio, mi último idilio. La lata trajo a mí un recuerdo familiar, asociado
con una moneda llamada Zahir, de la que leí en una ocasión en algún libro de un
tal Borges. Me brindó un alivio desenfadado, dulce, y, sin duda alguna, era
mucho más que un simple conjunto de átomos receptáculos de refresco. Intrínsecamente
aluminio, pero dotada de todo un carácter por mi obnubilada mente.
El pulso se me aceleraba sin tregua, un
escozor se acrecentaba en mi tórax, mis pensamientos se tornaban redundantes.
No me cabía la menor duda de que la traducción más propia para los síntomas que
me hostigaban era la necesidad de tener la lata en mis manos, jugar con ella,
etcétera. No sé para qué la quería, pero sabía que la quería. Sólo sucede todo
el tiempo. Somos perros persiguiendo las llantas de los autos. Tenía que volver
por esa lata.
Un poco por la determinación de
conseguirla, otro tanto más por la necesidad de aventuras en mi vida (salir de
la rutina, pues) y, porqué no decirlo, por la gran cantidad de alcohol paseando
por las avenidas intravenosas de mi cuerpo, fueron lo que me llevó a la sana
idea de meterme al mundo debajo de la ciudad. No tuve mucho tiempo de analizar los
riesgos de mi empresa, ya estaba emprendiendo el camino a la alcantarilla
enrejada por donde se metió mi querido aluminio. Pensar demasiado es tan nocivo
como no hacerlo en absoluto. Con mi mano fuerte, la izquierda, levanté la tapa,
la pesada tapa del inframundo. Luché con las ganas de vomitar, dado el hediondo
olor que violó salvajemente mis percepciones olfativas. Hiperventilé un poco,
me di un par de sopapos y comencé el descenso en busca del Hades. El no saber
qué diablos habría de encontrar en mi camino me hacía sentir extrañamente de
puta madre, es una de esas cosas inexplicables que tiene la aventura. Me sentía
vivo. Era todo un puto Orfeo.
Descendí por unas escaleras que
rezumaban de óxido, y no se diga del crujir de mis pasos a cada peldaño que
bajaba, efecto que se tornaba tétrico dada la encerrada acústica del pasaje. El
olor se convertía en una pestilencia insoportable, pero una vez que me fijo un
objetivo, no puedo desertar. Nunca me lo habría perdonado, así que me tragué el
asco y seguí el camino. Hacia abajo se escuchaba el rumor del agua, imaginé el
río tóxico que me esperaba. Mi imaginación no se vio defraudada, eso fue precisamente
lo que se postró ante mis ojos una vez terminado el suplicio de las escaleras.
Paredes sucias, mohosas, un pequeño pasillo de apenas tres o cuatro metros de
anchura, ratas, cucarachas y otros insectos que sepa Zeus su nombre, nunca les había
visto. Pero bueno, no esperaba ver un ecosistema conocido en el mundo de las
cloacas. Lo más correcto me pareció seguir la corriente del agua, puesto que el
trozo de aluminio debió ser victima de los estragos del alud acuático. El olor,
si aun era desagradable, empezaba a ser familiar y mi organismo se habituaba a
él. Así anduve un rato, en ese paraje tan extrañamente atractivo, a la vez tan
deplorable. Tiene un caché simpático innegable. El miedo corroía mis sentidos,
el sentimiento se extendía al mundo fisiológico sobremanera, pero aún más miedo
me daba no lograr mi empresa, esa lata tenía que estar entre mis manos. La
cloaca mantenía un misterio poderoso, me supuse que era la primer persona en
pisarlo en mucho tiempo, me sentía único. El camino se perdía y yo podía hacer
nada por recuperarlo, el pasillo se estrechaba cada vez más. Perdí mis pasos en
cuanto el suelo se volvió inestable y me mandó a nadar dentro del agua
pestilente, llena de orina y tanto desecho de una sociedad a la cual nunca me sentí
adaptado. Y ahora nadaba en su basura. El asco me doblegó, me puse a vomitar, a
contribuir alimentando con mis propios desechos el río tóxico. Intenté salir,
tenía la sensación de que alguna criatura podría jalarme de las piernas para
hacerme parte de su dieta. No sucedió así, todo indica que solo era una
sensación producto de mi sugestión, como siempre. No tenía de dónde asir mis
manos para escaparme, iba a completa merced de la voluntad del agua, escuchaba
claramente la precipitación del agua en una cascada. Caí en otro nivel del
inframundo, junto con toda esa marejada de agua, fue como caer desde una
montaña rusa, el impacto fue duro al momento del aterrizaje. En este momento
fue cuando perdí para siempre mi apreciado sombrero milonguero. Divisé unas
escaleras que indicaban mi ruta de salida del liquido, me tome con fiereza de
las barras, luchando contra la fuerza natural de la corriente. Salí avante. Inmediatamente
después de necesitar toda mi concentración en esa lucha fiera con el río, tuve
que iniciar una tórrida, encarnizada, pelea por mantenerme de pie, atolondrado,
vapuleado, nauseabundo; desconcientizado. Creía desmayar, pero resistí
valeroso, ejerciendo un poco de control mental, no soy del todo bueno, pero al
menos puedo disuadirme de vez en vez.
Pasados
un par de minutos de peregrinaje, de esos que no tienen rumbo fijo, en que se
sigue mas a la intuición que a una idea precisa, me pude percatar de la música
que se escuchaba en decibeles muy bajos, provenía del corazón del inframundo.
Acto reflejo al escuchar algo inusual, como supone escuchar música en una
alcantarilla, me puse a seguir el ruido hasta reconocer la pieza que sonaba, ya
de manera estridente, era la obra maestra del señor Wagner: El Holandés
Errante. La noble melodía lograba quitarme lo vapuleado del cuerpo, ya no me
sentía ebrio. El camino abrió paso a un cuarto que sólo podría describirse como
una cámara, noté varios símbolos y escritos en las paredes. Era latín.
Sorprendido como me encontraba por el reciente descubrimiento, mi conmoción dio
paso a la estupefacción de ver una silueta masculina que se comportaba como el
maestro de orquesta de alguna sinfónica demoniaca; no se percataba de mi
presencia. Me escondí de sus ojos, refugiado en la oscuridad. Me resulta
imposible dar un retrato adecuado de la persona que estaba enfrente mío, un
aura divino rodeaba su ser. Poseía una barba larguísima, al igual que un bigote
que ruborizaría a Nietzsche, un cabello igualmente largo y grasiento, propio de
las personas que no se bañan de manera constante. Su piel reflejaba que había
pasado mucho tiempo desde que la toco el Sol por última vez, su complexión era
delgada y tenía una altura de aproximadamente un metro ochenta.
La pieza terminó, y con ella mi posición
de observador pasivo.
-Se que estás aquí ¿porqué no te
muestras? No te haré ningún daño- Su timbre de voz era el de una persona
diplomática y educada, inmediatamente tuve que obedecer, sus palabras resonaban
en eco por todo el lugar.
- No puedo creer que haya una persona en
este lugar, ¿vives aquí?
- Soy toda la densidad demográfica de
este sitio, este es mi hogar. ¿A qué has venido?
- Creo que ni yo mismo lo sé, he venido
en respuesta a un impulso que me dio cuando caminaba por la calle, posiblemente
no lo entendería.
- Te equivocas, lo entiendo bastante
bien. Una sensación similar fue la que me trajo a mí hace ya más de veinte años.
- Eso es mucho tiempo, ¿cómo ha logrado
mantener la cordura con tanta soledad?
- Te darás cuenta de que este lugar es
mágico, aquí tengo todo lo que necesito: Solamente a mí mismo- Un misterio
embargaba sus palabras, asimismo la sinceridad se desbordaba por cada poro de
su ser.
- Disculpa, pero no veo gran magia en el
lugar, ni siquiera hay cosas que puedas comer.
- Vivo gracias a los bienes que he
encontrado aquí, antes de mí hubo alguien que también hizo de este lugar su
casa. Encontré una fuente de energía que hace posible que tenga algo de música,
sin ella sí perdería esa cordura de la que me hablas. Es rarísimo que haya un
socket eléctrico por aquí, sin embargo ahí está- Seguí su dedo índice que
señalaba el emplazamiento de la susodicha fuente de energía, a un par de metros
de ella, un tocadiscos, grande y antiguo, empolvado; adornado por un par de
ratas curiosas que se hallaban en la cima del aparato.
- ¿Bienes? ¿Qué bienes? La verdad todo
esto me parece muy raro, yo sólo venía…
- Por una lata- Repuso antes de que
pudiera terminar de hablar.
Un escalofrío se paseó por todo mi
cuerpo, nunca he creído en los videntes, pero si este sujeto no era uno, no
tengo manera de explicar cómo supo a que me había introducido a su querido
hogar. Cuando algo me incomoda suelo cambiar el tema velozmente, así hice:
-Pero ¿cómo es que nunca te han
encontrado? Es una alcantarilla, ¡pero alguien debe venir a asomar su cabeza,
haciendo reparaciones de tuberías o algo!
- Te sorprendería lo fácil que es no ser
encontrado cuando no se quiere serlo- Este tipo no paraba de dar las respuestas
adecuadas- Vivo alimentándome de desechos recientes, mi estómago ha
desarrollado milagrosamente un ácido que hace imposible que me afecten las
bacterias, esto se lo debo a este lugar.
Comprendía nada de lo que me decía,
estaba anonadado completamente. Sin embargo ni un sólo argumento que pudiera
refutar su historia cruzaba en mi cabeza. Tenía que ser cierto; quería creer
que era cierto.
Ignoró un poco mi presencia y de nuevo
se abalanzó al tocadiscos, apretó una serie de botones y las páginas de discos
cambiaban y cambiaban.
Rompió el silencio, ese hermoso silencio
que me estaba fascinando.
-
Te
gusta la música clásica, ¿cierto? Quiero poner
a Strauss.
-
Si,
es mi música favorita, incluso de mis compositores preferidos.
-
Cierto
Comenzó para deleite de ambos una preciosa
obra de Strauss.
- A todo esto, ¿cómo te llamas?- Pregunté en
cuánto recordé no saber el nombre del misterioso sujeto
-
Dame
un par de minutos- Me pidió mi anfitrión, siempre con un énfasis cortés en su
hablar. Evadía la pregunta de la manera más decente que he visto. No dejaba
lugar a refutaciones. -Por supuesto- le dije.
Tomé asiento en una
esquina, me empecé a relajar, el aire fluía armonioso entre los poros de mi
mente. Paz. De alguna manera sabía que esa persona no me haría ningún daño
Pasados el par de
minutos que me pidió, regresó con el objeto de mi empresa entre sus brazos,
acariciaba la lata con un amor enfermizo. En vez de lata, era como si
sostuviera un gato, una devoción sobrenatural.
Tomó mis manos y
puso la lata delicadamente a mi cuidado.
Intenté irme presto
a la civilización.
No hace falta decir
que si era vidente sabría de antemano mi propósito de terminar con mi estancia
en ese inframundo. Todo indica que sí era vidente.
-
¿En
realidad te quieres ir? ¿No reconoces tu hogar cuando lo tienes frente tus
ojos?
Yo estaba dándole la
espalda, con la lata resguardada en la bolsa de mi chaqueta.
-
Mira
amigo, no sé que descabellada cosa te hizo querer quedarte aquí, pero este
lugar no es para mi, tengo una vida armada fuera de aquí.
-
¿En
realidad la tienes?
-
Por
supuesto, tengo un trabajo, escuela, familia, novia, adicciones, proyectos,
infinidad de cosas que cumplir.
-
Entre
ellas buscar tu hogar. Felicidades, lo hallaste, nunca te has sentido como si
tuvieras una casa, ¿cierto?
Este tipo parecía
conocerme bastante bien.
-
No
dejaría mi vida por quedarme en este chiquero- No pude decir más.
-
En
sí, la vida es acerca de sacrificios, siempre se tienen dos opciones. Dejamos
de lado muchas cosas por obtener a cambio otras, así siempre será. Deja tus
bienes materiales y verás lo lleno y tranquilo que te sentirás estando aquí.
Muy a pesar de que
tenía razón en sus argumentos, no podía quedarme en ese sitio, no imaginaba mi
vida estando ahí. Soy un misántropo, pero nunca he creído que la solución a mi
vida esté en convertirme en un ermitaño. Salvo una ocasión en que soñé que
vivía en una cueva, en una montaña, donde cada mañana me levantaba temprano a
cazar peces y aves, con no más compañía que la brisa, el frío alpino del
ecosistema; y de música, toda la naturaleza en sinfonía, clamando por la vida. Es
irrefutable el hecho de que el lugar contenía un poder inefable, eso sin
mencionar el hecho de que sus palabras resonaban por cada pared de mi cabeza.
Tenía razón, no había vida para mí ahí afuera, sólo cosas sin sentido, de esas
a las que las personas nos aferramos con tal de no caernos por el tremendo precipicio
del sinsabor. Mis uñas se aferraban salvajemente de la liana insegura que
supone el no saber a dónde dirigir la vida, no me quejo, ha sido una de las
cosas que le ha dado un ritmo divertido a mi vida.
-
Aún
no me dices cómo te llamas. Empieza a incomodarme no saber con quién estoy
hablando.
-
-Jaja,
pero si yo supondría que tenías idea de quien soy. Eres despistado, Ergo-
Bueno, tenía razón, soy despistado, pero… de dónde podría conocerlo, de alguna
otra coladera quizá.
-
Basta
de darle vueltas y vueltas, no muy misterioso, mejor vayamos hablando claro.
¿Quién diablo eres?
Hubo un silencio
sobrenatural, un silencio fascinante, de nuevo sentí pena al momento que este
tipo lo rompió para decirme su nombre.
-
Soy….Ergo.
Soy tú, dentro de veinte años. ¿Recuerdas el evento de magnitudes similares que
te conté que me trajo aquí? Fue precisamente esa latita que te acabo de dar, la
he cuidado tanto estos años, es mi posesión material más preciada. Tienes que
quedarte aquí. Esto ha sucedido por algo, en realidad es un lugar mágico.
Anonadado como me
encontraba, logré hilar un par de palabras:
-
Es….es….imposible,
me vas a decir que aquí se puede viajar por el tiempo…
Patrañas, yo no creo
en eso- No terminaba de dar crédito a sus afirmaciones, pero nunca he conocido
alguien que pueda irradiar tanta sinceridad en su hablar. Tenía que ser cierto.
-
No
seas estúpido, esto no es una serie de ciencia ficción. Te hablo a través de un
sueño. ¿Recuerdas haberte desmayado? Jaja, pero qué digo, si aún ni siquiera te
levantas. Aquí seguimos, en las profundidades de tu inconsciente.
-
Eso
me suena más plausible, ya decía yo que el viaje en el tiempo era algo
imposible.
-
¿Quieres
dejar de pensar en los viajes en el tiempo? Te estoy tratando de hacer ver que
has llegado aquí por algo. Algo mucho más grande que una lata, siéntete
afortunado, has dado con el lugar que te va a dar todo lo que tú necesitas.
Muchas personas pasan buscando un sitio que puedan llamar hogar, y las
búsquedas pocas veces son satisfactorias. Todos terminan siendo entes de miles
de sitios en los que nunca encajarán. Tú ahora tienes el lugar perfecto para ti
y sólo para ti postrado ante tus ojos. No lo dejes ir…- Y su voz se hizo
lejana.
El despertar fue abrupto, como todos mis
amaneceres. Nunca he podido terminar un sueño, amanezco frustrado y más cuando
me despierta algo que no sea mi mismo reloj biológico. Pero algo distinto había
en este abrir de ojos, algo con un ligero sabor tan a un café y cigarro por las
mañanas, a una paleta de caramelo y un abrazo de la persona amada; a una
coqueta satisfacción, a sonrisas pícaras; a un largo, prolongado estirar del
cuerpo. Un bostezo y levantarse, con la diferencia, la maravillosa diferencia,
de saber qué hacer con mi vida. Por vez primera, saber qué hacer después de
despertar y salir del amable refugio de los sueños. Ya tenía un hogar, lo demás
venía importando poco.