Estos días de noviembre huelen raro,
como una madriguera despoblada
que dió vida a cualquier perfume caro.
Huelen a las memorias ofrendadas
a las memorias viejas de la carne
tras de las rejas, antes, olvidadas
por el derramamiento de la sangre;
olor a hierro de prisión y muerte,
aroma de la saciedad y el hambre.
Huelen al viento que sopla y divierte
sobre las hojas y para las hojas.
Huelen al frío que se huele y advierte
que se habrán de prender las llamas rojas
bajo los ojos tenues maquillados
y sobre el pintalabios de las bocas.
Huelen a varios meses enterrados
tras la impiedad del tiempo pasajero
que pasa incesante por el pasado.
Huelen los días al don perecedero
de las manzanas y las mandarinas:
sabor de llegada del mes de enero.
Se levanta el olor a hierbas finas
en una danza gris y seductora,
adviento de las fiestas decembrinas.
Noviembre huele a muerte seductora,
friolenta, de la escarcha enamorada;
noviembre huele a muerte que enamora.
Se siente como flor, tallo de espada,
que corta todo aroma conocido
con su hoja de hojarasca anaranjada.
Y huele a dátil seco y a tomillo,
a sidra y a dulce de calabaza,
huele a soplos de bao haciendo ruido.
Aliento de la muerte pasa y pasa
por doquiera que pasa este perfume.
Muere el otoño y su olor nos abraza
al paso en que noviembre se consume.
Glauco