En el suelo se realiza
entre los pies y un tomate
un inconsciente combate
en que los pies no lo pisan.
El tomate se desliza
buscando que algún rincón
lo salve de la explosión
que al contacto con el pie
de un hombre que no lo ve
traería con un pisotón.
Mientras tanto en las cabezas
se hacen patentes los gritos
de doñas y muchachitos
que ofrecen uvas y fresas,
tacos de tripa y cervezas.
Son la confusión de un eco
que va a dar a un triste hueco
donde nadie los percibe.
Los gritos son voz que vive
en un recuerdo reseco.
Mercancía de temporada
adorna toda la zona,
cuelga de tubos y lonas
para poder ser comprada
por clientela enajenada.
Navideños arbolitos,
calaveras y gorritos,
chocolates, corazones,
flores para los panteones,
palmas que alaban a Cristo.
Clientela por todos lados,
en los puestos y pasillos,
caminando bajo el brillo
puesto por el enlonado
que despeja el día soleado,
comprando ropa interior,
escuchando a aquel señor
que da clases de tejido,
mirando al niño perdido
con indiferente amor.
Están las chicas que aman,
a cambio de una monedas,
paradas en la vereda.
El aceite de caguama,
siempre que no se derrama,
cura de todos los males.
El crimen se hace señales
vulnerando al inocente.
El merolico no miente
sólo esconde las verdades.
Vagabundos y diableros
forman parte del paisaje.
Raro es ver quién no trabaje
entre tanto arrabalero,
naco, compa, chaka y ñero.
Lo que no es raro de ver
es gente que pa' crecer
en ese entorno ha encontrado
su realidad: el mercado
de la famosa Merced.
Glauco