Presentación

Presentación

martes, 31 de enero de 2017

Recuerdos de Jack Carter

Es de madrugada. Por voluntad veo tu foto, es increíble cómo con el reflejo de tu imagen despiertas una sensación tan impredecible. Es una mezcla de nostalgia y alegría. Nostalgia por los buenos tiempo, aquellos en los que éramos dueños del mundo; alegría porque sé que eres feliz. Mi único dolor y constante miseria es el remordimiento de no haber hecho lo que pude hacer para no perderte. Es la constante agonía de sentir vacío mi corazón por la falta de tu mano que a cada momento me cobijaba con tu dulce amor.

Grisel, mi visa sin ti es un tormento. Entregué mi vida a tu persona; y nunca fueron ficciones de un enamorado, pues realmente sufro. Sufro por amor, por tu inmensa belleza.


Aurelius 

lunes, 30 de enero de 2017

Glory Box

Si hubiera sabido que aquel beso pesaría tanto, habría soltado una de las dos cargas antes de que seguir adelante fuera como caminar sobre las brasas. Así empezó el verdadero trajinar de Miguel.
            Él no era ningún chico especial; bastante simple para cualquiera de 23 años. Sus ideas sobre el amor eran fijas, lo mismo que las del trabajo. En general su forma de entender el mundo se traducía en saber lo que pasaba, decir alguna certeza de vez en cuando y contradecir las certezas ajenas a cada oportunidad. Era ejemplo de coherencia entre pensamiento, palabra y acto. Pero como a todos los hombres, hasta la paja más insignificante le cerró la boca, le revolvió la sesera y lo puso a actuar como a los que aborrecía.
            –Un beso no significa nada– se dijo a sí mismo mientras menospreciaba su primer acto de infidelidad. No es que estuviera en peligro su relación con la nena de sus sueños por un nimio chasqueo de sus labios con una, en muchos sentidos, desconocida. Siguió viendo a su novia.
            Los días con Gloria eran un deleite hasta para los transeúntes que se cruzaban con la feliz pareja. Eran la especie de pareja de ninguna película de Woody Allen: totalmente plenos. No les preocupaban las vicisitudes del futuro ni mucho menos las intromisiones de los voluntariosos pretendientes de ambos. No es por nada pero, además de felices, eran una pareja muy atractiva. Los besos que Miguel le daba decantaban en sus corazones como si se formaran estalactitas. Ni siquiera puedo seguir describiendo tal complicidad, pues no he sabido de nadie en el mundo que goce de un amor tan inocente.
            No hace falta describir a Gloria: era el doble de maravillosa que Miguel, y eso ya es imposible, semánticamente hablando. Su único defecto era amar tanto a su cómico enamorado; enamorado que no titubeaba en un solo beso, a pesar de tener la huella de otros labios  pisando levemente sus talones.
            Así pasaron muchas noches de sueños y risas a lado de la manzana de sus ojos, dicen los gringos, hasta que se volvió a presentar la oportunidad de besar a otra mujer, esta vez una conocida: amiga de la infancia. –Si un beso no había hecho mella en mi idílico romance, por qué habrían de hacerla un par más– se pronunció mientras su boca se fundía con la de su compañera. Por fin había dejado de pensar y actuar lo mismo. Su palabra era lo único que le quedaba.
            No fue la última vez que probó de varias mujeres: hablaba muy bien. Sin embargo, su amor por Gloria no mermaba, sino que se acrecentaba. ¿Cómo era posible lo anterior? Son misterios del corazón que uno no logra entender. Con cada nueva aventura, sentía más y más culpa con su amada Glory Box –así le decía él. Sin embargo, a cada oportunidad se vestía de mil lenguas de diferentes modistas. Ansioso por querer corresponder a la magnanimidad de su otra parte comenzó a buscar la forma de volver a ser coherente. Lástima que todos los hombres buscamos más dar razón a nuestro ser, que ser conforme a la razón, y lo mismo con nuestras pasiones.   
            Justo en el nacimiento de su segundo hijo, sintió la necesidad de revelar la verdad a Gloria, pero decidió que ya había cargado demasiado tiempo con la culpa como para bajarla de la nada y destruir todo cuanto amaba, no sólo a su esposa, sino también a sus hijos, la imagen que el mundo tenía de él y todo cuanto había construido a su alrededor. Esa fue la justificación, aunque llegó diez años más tarde de lo esperado. Miguel, un ser de culpa, había encontrado el modo de lidiar con ésta, e incluso de volverla buena. Se martirizó llevando la inocencia de su dulce amor y de sus hijos en sus pensamientos, mientras en su corazón estaba la culpa que de vez en cuando liberaba con alguna amiga lejana, que poco quería saber sobre él. No debía abrir la caja, o liberaría el mal; no debía abrir la caja o se iría. Si hubiera dejado ir rápidamente aquel beso primero, quizá las estalactitas de sus besos no tintinearían tanto a cada segundo.  
                Pobre de mi hijo.



Talio


Maltratando a la musa

Comedia de un muro

–Sigue a tu corazón–
dice el corazón mismo.
No hay en el abismo
ni libertad ni prisión.

Vida es lo que buscas:
no está en tus pensamientos,
está en los pies sueltos
que pisan calles cuscas.

Qué se muera tu hijo.
Qué se muera tu padre.
Sólo la tierra arde
volviéndose amasijo.

Llora por la muerte
que destruye amor puro.
Llora por el muro

que destruye la suerte. 

jueves, 26 de enero de 2017

¡Diferentes!

Alguna de esas tardes lluviosas de junio compartimos el mismo camino. Pareciera que caminábamos juntos, pero no fue así. Compartí sólo tu presencia física. La ausencia de tus pensamientos era evidente. En ti prevalecía el recuerdo que tanto te ha maltratado. En tu miraba se notaba qué tan verdugo eres de ti mismo. Entre sonrisas fingidas, continuamos nuestro andar. Las muecas sinceras que expresamos en aquella tarde demostraban nuestro egoísmo e hipocresía. Hasta hoy entendí la envergadura de mi amor propio. Comprendí que disfrutas mucho el auto flagelarte, así mismo que te has auto engañado. Disfrutas vivir en lo imposible. Predicas muchas cosas y, crees que tu ideal corresponde con tus acciones ¡qué iluso puedes llegar a ser!
Ese mundo en el que vives me demostró lo egoísta que soy. Once meses, dieciséis días y, quizá cuarenta minutos, tardé en darme cuenta que sólo me importaba lo miserable que eres. Me alegré al escuchar que no eras correspondido. Disfruté que el ideal que tanto has perseguido, carece de realidad. Pero estos pensamientos, sólo me hicieron sentir un placer fútil. Mi egoísmo me hizo darme cuenta que no me he olvidado de mí y, por ello no era amor lo que sentía hacia ti. El fracaso de tu amor imposible, agrandaba mi ego. La consideración de todo ello, me orilló a ser miserable. Era necesario prescindir de tan extraños y funestos pensamientos. Vislumbré que no podía caer en lo mismo que tú.
Me he despojado de mi soberbia y, gracias a este gesto pude darme cuenta que el amor, el que es verdadero, hace que te desnudes de prejuicios, de amor propio, de nombre, de todo. No todos conseguimos hacerlo, a veces el amor propio u otras pasiones impiden el desnudo. Aquella tarde de junio me enseñó que tanto mi egoísmo como mi soberbia son muy grandes. Pero al menos soy sincera conmigo misma. Y por esta sinceridad, creo que corresponderé con alguien sincero. A él le faltaba tener un tiempo para sí mismo. Necesita responderse muchas cosas. Pero él disfruta su engaño. Quizá es un hombre atado a un ideal doloroso. Jamás entenderé su masoquismo, pero le agradezco que me ayudara porque me encontré a mí misma.



lunes, 23 de enero de 2017

Deseos de saber

Deseos de saber
Me sorprende que nuestros acercamientos a pensar la realidad de la felicidad no pasen de considerarla como efímera, como parte de una emoción animada que responde a las circunstancias o que vive dentro del sujeto que se resiste a ellas, aunque se en momentos de ilusión. Nuestras teorías están muy seguras que es sobre todo una cuestión de perspectiva sentimental y psicológica. La vulgarización del racionalismo la investiga a partir de su dato más elemental: el placer; otros recurren a rendirse en el inicio de la investigación: dado que todos tienen sus propias aspiraciones y deseos, todos tienen su propia idea de realizar la manera en que han de ser felices. Obtener lo que mandan sus sueños. Yo creo que ambas maneras de proceder están íntimamente relacionadas. Dado que la felicidad deriva de los logros personales y del placer que ese logro conlleva, depende también de lo que cada sujeto desee. Podrá ser frugal, pero no podemos dudar de lo que cada quien piensa para acercarnos a la felicidad. La publicidad funciona a partir de la creencia de que el deseo es manipulable, lo cual es, a medias, cierto. Todo mundo tiene deseos, y la publicidad no hace más que darle objetos y maneras de conseguirlo. Por eso en el mundo de la publicidad y los sueños personales que en realidad son esclavitud es tan importante el argumento del dinero. Argumento que, para todos, es irrefutable. Por más que se acepte que lo importante para ser feliz es cumplir lo que se desea, no se puede en contra de la lógica de la necesidad: así lo impone, dicen, la naturaleza del deseo, al menos del deseo humano.
Mi sorpresa se debe a que nadie quiere preguntarse lo que persigue con el deseo de realizar sus deseos. No sabemos ni investigamos la fuente del deseo mismo, porque parece algo tan inmediato que resulta incuestionable. Pero no lo es. No deseamos preguntarnos por lo mejor pero eso no indica que no sea posible hacerlo. Lo hacemos en un sentido que llamamos práctico. No nos preguntamos sólo por la manera en que hemos de proceder, sino también por lo que nos pueda agradar más. Nadie deja de hacerlo en toda su vida, a pesar de que nunca se haya preguntado sobre el último fin que se persigue con tantos fines a perseguir. Lo importante de nuestros deseos no son sólo las cosas que perseguimos, sino el modo en que ellas nos satisfacen y la razón por la cual lo hacen. Hay quienes se complacen comprando armas para una colección, y hay quienes se complacen caminando a medio día, observando el reflejo de la luz del sol sobre el suelo. Aunque no lo queramos, hay placeres y deseos que nos parecen cuestionables, e incluso nuestros propios deseos son cuestionados por nosotros en algunas ocasiones.
Creo que es falso que nuestro propio criterio baste para toda situación. Lo prueba el hecho de que estamos hechos para aprender, para bien o para mal. No aprendemos a desear, pero sí aprendemos a juzgarnos y a juzgar a partir del deseo propio. La felicidad nos parece efímera porque no hay satisfacción que dure para siempre, bajo esa lógica. Nos sorprende la alegría porque no tenemos manera de asir una buena vida bajo la premisa de que lo bueno es un ajuste de la personalidad con el mundo, que cambia como nosotros lo hacemos. ¿Pero no es, más bien, la diferencia en los deseos y las pasiones que nos afectan lo que nos distingue el uno del otro, por más que lleguemos a coincidir en algo? Vuelvo aquí al razonamiento de lo mejor: los debates sobre nuestras vidas siempre provienen de un desacuerdo, un desencuentro que nuestro pensamiento expresa sobre los deseos y actos. Ahí habita la posibilidad de decaer moralmente.
El enigma de la felicidad nos muestra que sabemos de lo moral. No que somos sabios, sino que, aun en el caso del delito y el crimen, se hace presente lo moral, aunque sea para ignorar el bien del otro. El pragmatismo puede decir que la moral es relativa, pero incluso los pragmatistas tienen una idea sobre el modo en que las cosas han de hacerse: que las cosas deben hacerse, rápida, eficazmente. Lo sabemos en carne propia. No es una propuesta moralista, pero sí moral. Si el deseo nos revela como seres con esa potencia, no sería errado pensar en que el hombre tiene un fin por naturaleza. Por lo pronto, eso sólo significa que nadie puede ser humano sin tener deseos y, por tanto, fines. Tampoco sería un error pensar que hay algo que es mejor desear, pues nosotros mismos lo sentimos aún en la cotidianidad. Si hay algo que es mejor desear, el hombre puede mejorarse por ello. El hombre puede ser mejor en tanto que se desea lo mejor para él, y por ello me refiero tanto a él como individuo como a él en tanto parte del género humano. No sabemos lo que es mejor para nosotros si no investigamos lo que es mejor para el hombre. Por eso el autoconocimiento es el saber de fondo en las investigaciones filosóficas.

¿Cómo juzgamos eso? El hombre requiere saber, y encuentro un gusto en ello. Sin ese gusto no podría vivir, ni tampoco sobrevivir. Pero el saber sobre sus propios deseos no siempre es suficiente por sí mismo. No siempre toma las mejores elecciones, y se lamenta por ello. Por más años que viva, lo que llama experiencia le alcanzará apenas para vivir una infinidad de situaciones, pero no necesariamente a elegir bien con el paso de los años. Ser sabio no es algo que se logra así, si es que es en todo caso algo que se “logra”. La prudencia se muestra en elecciones actuales. Se puede ser sabio en el sentido de los actos y las elecciones si se escoge lo mejor y no lo más conveniente, aunque a veces ambas cosas puedan coincidir. No requerimos sabiduría para perseguir la sabiduría, pues sería absurdo. Requerimos sabiduría para ser mejores. La sabiduría puede ser la mejor cosa para desear porque sólo ella nos incita a pensar sobre nosotros mismos. No se trata de la magnitud de nuestro placer. La sabiduría de los grandes libros, que no se abarca desde la primera mirada, no funciona enciclopédicamente. La sabiduría nos ilumina o nos aturde cuando se mide con nuestro juicio. Vemos en esa sabiduría vidas ajenas o parecidas a las nuestras, pero que nos muestran partes del mundo que nosotros no llegamos a ver, sino a sospechar. Tanto las investigaciones sobre la naturaleza como las de la práctica nos enseñan nuestro lugar en ellas. No nos muestran las respuestas, que ellas sólo se logran según nuestros esfuerzos y nuestra naturaleza. Por eso la felicidad no es un momento de plenitud de la voluntad. El género nos eterniza, pero la vida no.


Tacitus

domingo, 22 de enero de 2017

Buscando la sabiduría



Nada tan cercano a nuestros racionales tiempos tolerantes como alejarnos de la sabiduría. No digo que nuestros tiempos carezcan de razón, sino que usamos sabiduría, la palabra, con sentidos muy poco pensados. El más común es usarlo para burlarnos de la inteligencia de una persona; chiste paradójico, pues es risible tomarse a broma la sabiduría. Aunque es cierto que es sabio el que sabe. ¿Pero qué sabe que lo hace sabio? El científico sabe, y sabe cosas muy complejas, importantes y deslumbrantes. No es sabio quien sabe cualquier cosa, sino lo importante. ¿Qué es importante conocer?

Susurraba Leo Strauss que los filósofos griegos, también los poetas, buscaban la sabiduría; así como decía que en la Biblia había sabiduría. ¿En qué consiste la sabiduría que buscaba la filosofía y que tiene la Biblia? La pregunta es sumamente compleja y toda respuesta posible en el contexto presente es claramente insuficiente. Pero si modero mi ímpetu irracional, puedo esbozar que la sabiduría consiste en saber lo que es bueno para el hombre. 

Entonces volvemos al punto de partida. ¿Todos en cuanto buscan lo bueno, tienen u sabiduría propia? Esa utopía es una vieja historia, pero nos gusta su tonada; nadie quiere aceptar su ignorancia. Entonces difícilmente creen que sus acciones son malas, más cuando no creen cometer ninguna injusticia; los delincuentes se inventan ingeniosas razones para justificar sus atrocidades. Eso quiere decir que la sabiduría se encuentra en la acción y la probidad de la misma. ¿Pero cómo llegar a ser sabios en cuanto al conocimiento sobre la acción? Evidentemente hay que reflexionar sobre la acción misma y sus posibilidades. Lo que no quiere decir que de la teoría se llegue inmediatamente a la práctica o de que lo que nos parezca racional sea verdadero. He ahí una dificultad grande donde se contrapone acción guiada por preceptos y acción justa. Vemos que hay que precisar con mucho cuidado qué sea lo bueno para el hombre, lo que nos exige un conocimiento sobre el hombre mismo, cómo piensa, con qué se relaciona, con quiénes se relaciona, etc. Para ser sabios hay que intentar conocer qué es el hombre y qué el mundo. 

Fulladosa

jueves, 19 de enero de 2017

Parcialismo


Desde el otro lado de la Biblioteca lo veía ir y venir con un par de libros que tomaba y regresaba en cada viaje. Se sentaba en la mesa del rincón intentando refugiarse en el mejor de los silencios. Ella apenas podía mantener los ojos apartados de su danza, de hecho ni siquiera podía mantener la boca cerrado cuando le miraba entrar a la Biblioteca. La primera vez que lo miró cruzar la puerta de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada había sido una semana atrás, sin duda notó que era un hombre atractivo, joven y con un aire de chico rebelde. Sin embargo, lo que cambió su perspectiva fue el momento en el que tenía la nariz entre un libro de historias caballerescas, soñando, deseando y odiando a los hombres perfectos que se enamoraban y rescataban a mujeres perfectas de situaciones no tan terribles para después casarse, ser felices para siempre y tener hijos hermosos condenados a la misma vida perfecta. Cuántas veces se había mirado al espejo sabiendo que a nadie le interesaría rescatarla de aquella vieja casa en la que vivía y de los tres gatos con sus respectivos aromas a eses que hacían guardia para que no huyera. Aquel calabozo en el que se había encerrado la mayor parte de su vida aún olía a sus ancianos padres difuntos, olía a inmundicia de vida: una mujer de treinta años que no había conocido hombre alguno, que había heredado la casa de sus padres y usaba la ropa de su madre muerta; no tenía amigo alguno, nunca lo había tenido. Su madre solía decirle que era demasiado buena, que la gente es demasiado mala y por eso no podían valorar lo que ella era. No lo creía. La gente simplemente no quería estar con ella. Estaba acostumbrada a que no la notaran. Permanecía sumergida en sus pensamientos de naturaleza siempre pesimista con la nariz en aquel libro de final feliz cuando unas manos se apoyaron frente al escritorio donde descansaba su libro, en ese escritorio enorme que hace explicito que uno está frente a la bibliotecaria. Sus ojos no habían mirado manos más perfectas y masculinas en toda su vida. De inmediato su mirada escaló por los brazos de aquellas manos, brazos torneados que terminaban en las mangas de una playera negra, demasiado ajustada para no notar un fuerte pecho, un cuello grueso y de apariencia tersa y finalmente un rostro que le sonreía. Sintió el rubor estallar en ella cuando el dueño de aquellas manos le soltó un amable "Buenos días, señorita" mientras le sostenía la mirada y seguía sonriendo. ¡La miró! La gente no solía mirarla y aquel dueño de perfectas manos no sólo miró su mongólico rostro desprovisto de ceja, sino que miró sus ojos pequeños, sin gracia alguna y aún así le sonrío sinceramente. 

Mientras lo miraba ir y venir entre los enormes estantes con sus ajustados jeans no podía evitar sentir vergüenza de aquel día en que conoció sus bellas manos, en el que él solicitó tramitar su credencial de la biblioteca y ella estúpidamente permaneció callada y en silenció siguió cuando le entregó el formulario. Desde aquel día había asistido puntualmente a la Biblioteca, siempre a las siete de la tarde y ella siempre bajaba la cabeza cuando él la saludaba al entrar. Sentía que las piernas le temblaban mientras oía sus pasos alejarse hacia los estantes del fondo. Por fortuna ella se mantenía siempre sentada en su silla de madera, guarecida tras aquel enorme y antiguo escritorio que sólo dejaba ver sus hombros encorvados, su pequeño cuello y su rostro gris.  Lo observaba sigilosamente, mientra él permanecía sentado, siempre con el recato de quien se cree nada. Apenas y parpadeaba mientras él pasaba un perfecto dedo entre una página y otra. Estaba absorta mirando el elegante movimiento de aquellos dedos que cuando el llevó el indice a su boca para lamerlo ligeramente ella soltó un gemido suave pero perceptible. Sintió un calor llenando todo su cuerpo y se maldijo entre dientes. Bajo la cabeza esperando ser fiel a su naturaleza y no haber sido notada. Se concentró en el blog de dibujo que tenía frente a ella. Miró el dibujo de una mano derecha. Sin duda era un trabajo admirable, pero no se comparaba a la perfección de la obra de Dios. Pensaba constantemente que no podían simplemente haberse acomodado las falanges, los metacarpos, el metacarpio, los carpios, así, arbitrariamente. Sin duda era obra de un artista, era un trabajo pensado a conciencia, con un propósito. No había nada más perfecto y humano que una manos. ¿Qué sería del hombre sin su pulgar? No había lugar para dudas: Dios existía y amaba al hombre, tanto así que le había dado la perfección de las manos para que fuera hombre. Así que cuando miró su dibujo sintió rabia por la mediocridad de su imitación. Arrancó la hoja del blog y la hizo bolita. 

-A mí me parecía bastante bueno.- Le dijo la gruesa voz que sabría reconocer en cualquier parte del mundo. Ella sin siquiera levantar la mirada guardó rápidamente el blog de dibujo y la bolita de papel en uno de los cajones del escritorio.
- Disculpa, no quería incomodarte.- Dijo la voz dueña de las manos que inspiraban sus dibujos.
- ¿Qué necesita?- Dijo la bibliotecaria sin aún levantar la vista.
- Eres muy tímida ¿no es cierto?- Aventuró él sin obtener respuesta.- Bueno, voy a llevarme estos libros a casa.- Soltó resignadamente al entender que aquella mujer delgada metida en un atuendo como de monja no estaba acostumbrada a charlar con la gente. Sus blancas y grandes manos colocaron tres tomos apilados sobre el escritorio. Ella tomó el de hasta arriba y le colocó el respectivo sello de la fecha de entrega, era un libro sobre la tortura en la Edad Media. El segundo era sobre leyendas de vampiros y brujas; el tercero, el de hasta abajo, era sobre técnicas avanzadas de dibujo. No podía evitar que las manos le temblaran mientras iba poniendo los sellos. Aunque ella intentaba esconder lo más que podía su rostro podía sentir la mirada de él, inquisidora y penetrante. De igual manera no pudo evitar levantar el rostro cuando miró el último titulo. Levantó el rostro y en efecto, él permanecía mirándola, con una mezcla de curiosidad y amabilidad.
-No mentí cuando te dije que tu dibujo era bueno. De hecho creo que es muy bueno.- Declaró sin dejar de mirarla a los ojos. 
Ella apartó la vista sintiendo que toda una paleta de colores se dibujaban en su feo rostro. Empujó los libros hacia él sin levantar la cara y masculló "17 de noviembre" mientras se levantaba de su silla y fingía tener algo que hacer. Le dio la espalada al dueño de la hermosa voz y de las divinas manos y caminó sabiendo que él la miraba irse. Por fin llegó a la puerta del baño;la abrió con brusquedad, la cerro tras de sí, le colocó el seguro y se dejo arrastrar por la pared hasta llegar al suelo, se tomó de las rodillas y comenzó a llorar. Lloraba por la excitación, lloraba por la estupidez de tener un tipo de esperanza, lloraba por no saber que hacer ante la amabilidad de la gente, lloraba por ser fea y torpe. Lloraba por no merecer un final feliz.

Aquella noche soñó que una sombra entraba en su habitación. En la oscuridad de la noche alguien le quitaba de encima el cobertor. Su cuerpo estaba desnudo y se estremecía por la frescura de la noche. Unas manos blancas tocaban su rostro, se deslizaban por su cuello, por sus pechos, por sus costillas y luego por sus muslos. No podía ver rostro alguno, sólo el color de aquellas manos que parecían ser de roca lunar. Ella se contorsionaba y gemía al sentir la fuerza de aquellas manos sobre su piel. La suavidad de las yemas recorrían toda su piel y cada vez hacían más presión hasta convertirse en rasguños, mientras ella se hundía en un placer delirante. Los rasguños se fueron haciendo más fuertes y sintió sangre escurriendo, su sangre escapando. Un grito se escapó de su garganta, pero no era un grito de dolor o de miedo. Unos dedos resbalaron por su lengua y ella los lamía como si fueran fuente de vida. Despertó con la cara bañada en sudor. Encontró que sus manos estaban entre sus muslos y las apartó horrorizada. Se enjugó el sudor de la frente e intentó recuperar la normalidad de la respiración.

El día pasó común y corriente. La gente iba y venía al igual que los libros. Ella apenas tenía control sobre sus pensamientos, esperaba impaciente a las manos que habían arañado su cuerpo la noche anterior. Necesitaba verlas para alimentar su fantasía. El reloj marcó las siete de la tarde y sintió el bochorno emerger en el centro de su cuerpo. Contuvo la respiración esperando verlo entrar. Nada sucedió. Siete y media. Ocho. Ocho cuarenta. Nueve. Era hora de cerrar y era evidente que él no iba a llegar. Sentía el alma destrozada, se sentía patética y ansiosa. Las lagrimas apenas le dejaban encontrar la llave de la puerta principal. Al fin logró encontrarla y cerró deseando nunca volver a ese lugar. ´había dado una decena de pasos cuando escucho a alguien alcanzándola. Se giró y ahí esta él, el portador de las más perfectas y varoniles manos que había visto. Él sonrió pero ella no dejaba de ver sus manos acercándose y rió esperando no estar alucinando.
- Hola. Estaba esperándote. Pensé que podíamos ir a tomar algo.- Expresó con naturalidad. Ella apenas y podía creer que eso estuviera pasando, quería esconderse, pero la oscuridad de la noche la estaba ayudando y tal vez fuera muy insensato despreciar semejante regalo así que se obligó a reaccionar.
- Aja.- Fue lo único que logró medio articular.
- ¡Excelente! Por acá está mi auto. No eres muy habladora, ¿verdad? Eso me gusta.- Parloteaba afablemente mientra caminando le indicaba el auto. Abrió la puerta del copiloto y esperó a que la muda bibliotecaria entrara. Ella miraba sus dedos tomar la llave, acariciar la puerta en movimientos que le parecían de lo más sugerentes. Intentó sonreír y entró al auto con todo el cuerpo vibrandole.
- Me alegra mucho que hayas aceptado.- Confesó él una vez que estaba en el auto, lo puso en marcha y continuó. -Llegué a pensar que no te caía bien.
- ¡No! No es eso.- Se apresuró a aclarar ella.- Es sólo que soy un poco, mmm un poco torpe.- Dijo con un hilo de voz mientras se miraba las manos en el regazo.
- ¡Tonterías! Creo que sólo eres tímida y eso me gusta. Eso hace a las mujeres interesante, ¿sabes?
Ella se alegró tanto de que la oscuridad escondiera su tonta sonrisa.
-Estaba pensando que podríamos ir a mi casa a beber algo, ¿qué te parece?- Indagó mientras la estudiaba con el rabillo del ojo. Ella se movió incómoda y volteó la cara bruscamente hacia su ventana.
-O bien podemos ir a otro lado.- Le ofreció despreocupadamente.
-A tu casa está bien.- Dijo tartamudeando. 
Él sonrió y tomó la siguiente calle, era una calle oscura con casas relativamente separadas las unas de las otras. No se podía ver mucho con tan escasa luz, sólo que la mitad de ellas estaban abandonadas o al menos eso parecía. El auto se detuvo frente a la casa que se hallaba en el final de la calle. Él salió del auto y se apuró a abrirle la puerta a su compañera.
-Llegamos.
Él se adelantó y esperó que la bibliotecaria lo siguiera. Abrió la puerta y los recibió una pequeña sala azul opaco. Tan pronto se cerró la puerta, él la tomó de la cintura y comenzó a besarla apasionadamente. Ella tenía los ojos como platos, no sabía qué estaba pasando, nunca había besado a nadie, y nunca pensó que besaría a alguien, menos aún a alguien tan perfecto. Al percatarse de que ella permanecía petrificada. Sonrió y se disculpó. Fue a sentarse a uno de los sillones y cortó un pedazo de pay a medio comer que estaba en la mesita de centro.
-Disculpa- Dijo ella, sin saber que otra cosa decir. Él no volteó a mirarla.- Es sólo que no nos hemos presentado siquiera.- Él parecía ni siquiera escucharla. Terminó de comer su rebanada de pay y después de una eternidad al fin volteó a ver a la patética mujer que tenía en frente.
- ¿Te gusto?
- Amm... No nos hemos presentado. Me llamo ...
- No te he preguntado cómo te llamas, no me interesa, eso lo hace más interesante.- Le sonrió y con una mueca de completa dulzura continuó.
- ¿Te gusto?
- Algo así.- Masculló tímidamente.
- Bien. Quítate la ropa.- Ordenó con una sonrisa socarrona.
Ella se sobresaltó y los ojos le centellaron como si fuera a estallar en llanto. Este era su sueño y no sabía qué hacer. Quería moverse, quería besarlo, quería ser tocada por esas manos y sin embargo estaba ahí parada casi olvidando respirar. Miró la mesita de noche y supo lo que tenía que hacer. Se acercó lentamente y cuando estuvo frente a él se quitó su feo y viejo suéter de cuello de tortuga. Él miraba solemnemente. Un sostén que parecía más bien un corpiño pasado de moda quedó al descubierto. Miró aquellas manos aproximarse a su falda. Mientras él la besaba, las manos recorrían sus piernas y levantaban la horrenda falda que llegaba hasta los talones. Con agilidad él rompió aquella tela de color gris y arrojó a la mujer al sofá. Tomó el cuchillo que estaba en la mesita de centro y lo paso suavemente por el pecho de la mujer. Ella temblaba de deseo al poder al fin sentir esas manos y ver como resaltaban las venas de la mano que sostenía el cuchillo. No tenía miedo alguno. Él miraba maravillado el rostro de aquella mujer que parecía deleitada por el cuchillo, sin rastro de temor. La mayoría de las mujeres se desconcertaban o gritaban cuando él llegaba a este paso. Sonrió lascivamente y cortó la ropa interior de esa peculiar mujer. La penetró con vehemencia mientras ella tomaba una de sus manos y empezó a lamerle y besarle los dedos frenéticamente. Ella estaba en la gloria, eso superaba por mucho lo que imaginó en sueños. Las manos dignas de su amor iban y venían por su cuerpo. Quería llorar por la perfección de sus movimientos. Como palpaban, acariciaban, arañaban, creaban, sostenían, quitaban y ponían. Cerró lo ojos y las imaginó danzando, solas, sin ningún cuerpo que las sostuviera. De la nada su sueño se turbó pues aquellas manos que amasaban su pechos segundos antes ahora estaban sobre su cuello haciendo más presión de la soportable. El hombre que estaba sobre ella la miraba con una lujuria demencial y destructora. Tenía la mirada de un depredador y conforme su excitación aumentaba la presión que hacían sus enormes manos sobre su cuello aumentaba. 

Él estaba apunto del orgasmo, tenía que medir la presión con la que asfixiaba a las mujeres para terminar en el momento justo en que la vida se escapara de sus ojos. Era el placer más delirante verlas quedarse tiesas con esa mueca de horror que podría confundirse con un grito de placer, pero que al fin y al cabo apestaba a miedo. Todo temen siempre morir. 
Estaba a punto de terminar y le soltó tremenda bofetada en el rostro que provocó un aullido. El rostro de ella giró y cuando regresó a su estado anterior los labios estaban pintados de sangre. Algo andaba mal, esta mujer no estaba pataleando como lo hacen todas, ese no había sido un aullido de dolor. Sí, todo andaba mal, lo supo cuando los labios de esa horrible mujer se abrieron para mostrar una sonrisa. Lo estaba disfrutando. Ella estaba sonriendo porque él estaba intentando asfixiarla hasta matarla. Sin duda, eso le quitaba todo el chiste al juego, sintió su erección esfumarse y un escalofrió recorrerle la espina dorsal. Ella se mostró sorprendida cuando él se quitó de encima.
- ¿Qué pasa? Termina.- Manifestó ella evidentemente consternada.
- ¡Estás loca! Quiero que te vayas.- Ahora era él el que estaba tartamudeando. Se sentó en el sillón dándole la espalda. No quería ver su feo rostro. Sintió que ella se acercaba y le pasaba una mano por la espalda. Él se estremeció de repugnancia.
- No me gustas.- Le susurro ella en el oído.
Volteó sorprendido a ver el rostro de la bibliotecaria que babeaba por él desde el primer día que entró a cazar a alguna ingenua en la Biblioteca principal de aquel pueblecito.
- Sólo me gustan tus manos.- Dijo mientras le sostenía la mirada por primera vez  y con la mano que tenía libre pasaba el cuchillo por su masculino y terso cuello. 

Se había vestido, pero aún permanecía en el sillón donde había perdido la virginidad. Llevaba horas mirando las manos cercenadas que tenía en el regazo. Eran perfectas. Sin un estúpido hombre pegado a ellas. Nunca había sido tan feliz. Después de todo mujeres como ella sí podían tener finales felices.

miércoles, 18 de enero de 2017

Siempre habrá más cafeterías



Corría lo más rápido que podía. La rodilla lastimada le hacía sentir espasmos que llegaban hasta su cadera. Sudaba copiosamente, pero no jadeaba al correr. Su semblante seguía rígido como cuando dijo las últimas palabras que ella escuchó salir de su boca, y de las que se arrepentía de haber expulsado con su gruesa voz. “No tengo nada que ofrecerte, piensa si de verdad quieres estar conmigo.” Claro que tenía algo que ofrecerle; tal vez era nulo o quizá fuera inútil, pero podía ofrecerle risas, y momento divertidos, pequeñas frases que la motivaran y también enojos fundados por sus malas decisiones; podría darle consejos sobre cómo tomar las riendas de su vida y sin duda podría decirle que dejara ya de sentir tanta pena por ella misma. Podía ofrecerle su tiempo, aunque ella lo malgastara hablando de trivialidades incoherentes que sólo llenan un vacío sonoro con absurdas frases que se limitan a preservar su voz; podría brindarle evasivas porque en realidad jamás le gusto dejarla hasta la puerta de su casa y andar durante dos horas en un transporte atestado de sudor y alientos hediondos. Podía escribirle poesías y hacer que ella sintiera que era deseada por él a tal grado que todo su mundo se detenía, aunque en realidad el estuviera más preocupado por el perro, por no ser asaltado después del día de paga en el trabajo, porque la tienda no hubiese cerrado para comprar cerveza, o por cualquier cosa, realmente.


Comenzó a detenerse a pocos metros de llegar a la tienda donde ella era la encargada los fines de semana. La miró detenidamente, pensativa, sola, y desaliñada. Miró sus labios pequeños y transparentes; contempló sus cabellos rizados. Escuchó a un par de hombres que iban caminando y hablando. Uno de ellos le dijo al otro “Si estás solo es porque eres un idiota, eres feo, o un fracaso”. Caviló al respecto, y se dijo a si mismo que él conocía a muchos hombres feos con pareja; también sabía que los idiotas eran lo más propensos a ser felices dado que había una enorme cantidad de gente cuya superficie era símbolo de plenitud; y vaya si hay una enorme cantidad de fracasados que viven perfectamente con mujeres resignadas a la buen voluntad de la suerte de mantenerlos con vida un día más, aunque sea en la perpetua limitación de sus aspiraciones, las cuales no cuestionan. Mirando hacia el local donde trabajaba su ex novia, a la cual el terminó con esa frase directa, la imaginó meditándo sus palabras cuidadosamente después de llorar un par de horas mirándose al espejo y en ocasiones escribir insultos en su libreta; después de bañarse viendo correr el rímel de sus ojos, y sentir su cuerpo desnudo y solo; después de ponerse el pijama y dar vueltas a la cama y continuar con este ritual durante una semana en la cual sólo lo interrumpió un viernes que fue a beber con sus amigas para ponerse feliz y terminó vomitando toda la cerveza que a ella no le gustaba, pero que por dolor bebía y porque quería recordar el aroma que el siempre expedía; después de una resaca y una cruda moral por abofetear a su amiga la cual le dijo que no valía la pena seguir así, y después de hablar con su hermana, quien le dijo “A mí ni me digas, que estoe igual“, se despertó un lunes por la mañana, y aún en el ensueño de verlo y tal vez renovar emociones aplazadas por la distancia, él, recordaba, simplemente nunca llegó a la cafetería donde se conocieron y desayunaron juntos durante ocho meses. Recordó que ella había parado ahí para desayunar después de una fiesta, mientras que él sólo iba al trabajo. El lugar estaba lleno y comieron en la barra. A ella le sorprendió ver que alguien desayunara con cerveza, pero después miró a su alrededor y se percató que en esa cafetería de Portales había gente que ni siquiera había salido desde la noche anterior. Él le pidió que le alcanzara la sal y ella accedió. Él le dio una sonrisa y sin más le preguntó su nombre y aunque al principio le pareció interesante su historia y le resultó fácil el que ella viviera tan lejos, pronto se aburrió. Sin embargo se aseguró de verla una vez más, con desgana, por cansancio. Sin darse cuenta ambos pensaron lo mismo y por esa razón cuando él fue a buscarla le dijo que tenía razón, que él ya no tenía nada que ofrecerle.


La intolerancia al rechazo era sólo la punta del iceberg; ser abandonado le parecía algo lógico, algo que incluso tardaba mucho tiempo en ocurrir. Pero la frustración era un sentimiento que nunca había logrado tolerar. Ser olvidado, y no ser algo grande en la memoria del universo le parecía una de las cosas más tristes del existir. Una mujer es lo más cerca de ser una partícula elemental del universo, y perder a una era perderlo todo, según su perspectiva. La atención que nos da la gente es en sí misma el motor de nuestra superación, bajo esta perspectiva. Un día, ebrio, fue a casa de la entonces ex novia a media noche, pero por la cantidad de alcohol que había consumido, y por la parquedad que tienen los decoradores de la colonia donde vivía, en la cual todas las casa parecen la misma, llegó y tocó la puerta equivocada; era el hogar en el que habitaba una familia. El hombre de la casa -que siempre se encontraba del mal humor consecuencia de trabajar para una empresa que en ocasiones le exigía quedarse hasta tarde sin horas extras pagadas, y que por su edad y falta de estudios no podía denunciar tal abuso por miedo a perder lo que consideraba su única forma de ingreso, cuya señora e hijo sólo revelaban cierta calidad de noticias para no provocar una discusión o un regaño y que aunque jamás les golpeo, sus manos muchas veces estuvieron a punto de traicionarlo- abrió la puerta y todo el coraje retenido salió cuando y vio al hombre ebrio gritando y orinando en el bote de basura que dejaban en la entrada. Recibió varios golpes secos que lo derribaron, sin embargo logró incorporarse y mientras el señor le preguntaba a su esposa quién era ese sujeto, salió corriendo lo más rápido que pudo. Se cayó cuando al correr metió su pie en un bache. Tomó un taxi y perdió la mitad de su paga.


Sin haberla apartado de su vista recordó todo exactamente, todo el dolor y la indiferencia; inesperadamente volvió a ser consciente de su rodilla y pensó que eso es lo único que realmente había sentido en realidad ese día; un dolor primitivo que no afecta su alma, sino su ego, su vital motor de valentía; valentía que le produce honor; honor que le otorga consciencia de sí mismo; consciencia que introduce dudas sobre lo que representa su vida ante sus ojos; dudas que quiere evitar escuchando la opinión de una mujer; una mujer a la que realmente jamás ha querido. Recordó la frase de los hombres que caminaban charlando y la rechazó totalmente. “Si estoy solo es porque debo estarlo.” La miró por última vez. A partir de ese día ninguno regresó a la cafetería.


martes, 17 de enero de 2017

Silence Dogood

Las tres cosas más difíciles
en este mundo son: guardar
 un secreto, perdonar un agravio
 y aprovechar el tiempo.


Interrumpo por esta ocasión la lectura de Ella de Sir Henry Rider Haggard, y esto por una buena razón. Hoy es el natalicio de Benjamin Franklin. No puedo si no recordar unas palabras bastante adecuadas para este blog por parte del pensador y padre Fundador.

Franklin comenzó sus estudios y lecturas por cuenta propia, en realidad no había mayor interés en ello que la simple curiosidad. Trabajó primeramente en la imprenta de su hermano bajo un pseudónimo. Cuando narra esta historia en su Autobiografía rememora un detalle de su formación. Decía que la lectura, en efecto, educa, pero que ésta, en vez de tornar el lenguaje del educando impertinente y presuntuoso, debía de ser más prudente y cuidadoso. El cuidado radicaba en el modo de responder a cuando se le preguntaba de algún tema o, en su defecto, se hallara en una conversación. Además de ser de mal gusto, decía, responder mostrando saber más que su interlocutor, veía que era muchísimo mejor responder con palabras como: "quizás tengas razón", "a propósito de ello yo he pensado que..", evitando siempre el "estás mal". 

Esta pequeña observación de Franklin señala uno de los pilares que propician el conocimiento: el diálogo. El diálogo, como debe ser, coadyuva en que podamos mejorar nuestro entendimiento, dada su naturaleza, con los demás. Hace años que leí aquella autobiografía del inventor del pararayos que, en verdad, viene a ser una buena lección. No menciono aquellas como la de hacer todo un calendario de tareas diarias. No cabe duda de que era un verdadero obstinado. Recordemos por qué decidió ser vegetariano. Dice que tras ver cómo unos amigos abrían un pescado para freír, hallaron uno más pequeño dentro de él, entonces dijo: "si os coméis los unos a los otros, no veo por qué no os vamos a comer entre nosotros". Sin embargo, no cabe duda que la disciplina de Franklin en verdad era acorde a sus estudios.


Aurelius

lunes, 16 de enero de 2017

La tragedia de la inocencia

Instintivamente el hombre sabe que hay cosas buenas y malas, de lo contrario cómo podríamos explicar que los niños encuentren divertido burlarse de su coetáneo regordete so pena de ser un acto reconociblemente malo o que sepamos que nuestro padre no debe besar con ternura a nadie más que no sea nuestra queridísima mamá. Nadie pone en duda lo anterior, ya que se asume como un acto de inocencia infantil la asunción de ambas actitudes, es decir, el niño, aunque sabe, no tiene la capacidad de entender; a esto le llamamos inocencia. Ontológicamente, los hombres somos más inocentes de lo que pensamos –palabras más, palabras menos–, dice Dostoievski en Los Hermanos Karamázov, aherrojándonos a la calurosa tarea de descubrir los misterios de su sentencia. Como la inocencia es más grande que la obra del genio de San Petersburgo, no me valdré del testimonio directo de la misma; solamente del testimonio de la realidad eterna que nos muestra cada acción escrita. Culminar dicha tarea supondría quemarme en su calor, por lo cual no busco hacerlo, sino más bien verla con más claridad. Entonces, buscaré cuál es la importancia de la inocencia en la vida de los hombres, o si acaso lo es. No es que esté de acuerdo con el autor de Noches Blancas, es que me parece muy sensato, pues veo mi alma en sus decires. Como dicen los que saben: en el otro vemos nuestra alma. Instintivamente el hombre desea tener buena alma y para eso busca el modo. Así que, sin más preámbulos y figurillas retóricas: a caminar sobre la nieve de la vida buena.
            La inocencia es una idea que, si bien, no tiene su origen en el cristianismo, es éste quien la reivindica como parte aceptable y deseable del alma humana. Mientras que Odiseo no podría haber sido inocente bajo ninguna circunstancia, ya que esto cancelaría su famoso arribo a Ítaca disfrazado de mendigo, Jesucristo nos pide serlo para poder ir al cielo. Ésta es definida como la desafección ante el mal. El héroe griego debe ser consciente del mal para evitarlo y sobreponer el bien; el mártir cristiano, debe ignorar el mal para sobreponer el bien.  
            La mayoría de nosotros entendemos a Odiseo como lo hace Horkheimer, sepámoslo o no, es decir como la imagen de esa vesania que el conocimiento produce en los hombres. Queremos conocer, pues sólo a través del conocimiento encontramos el deleite de vivir, ya sea que encontremos en un mástil darle utilidad a nuestra inteligencia, o que nuestros discursos nos saquen de miles de apuros. Somos buenos porque el conocimiento nos lo ha permitido. Ser inteligente y entendido es útil porque permite la buena vida. Sin embargo, no queda claro que vivir bien esté pegado a la utilidad. Ser inocente no es útil dado que no nos deja entender el mundo y asirnos buenos en él. Ser héroe nos obliga a ver al bien y al mal como parte de la misma cosa.
            Por otro lado, tenemos a la inocencia como el impedimento de vivir mal. No importa qué tanto busquemos entender, jamás lo acabaremos de hacer, y por más que creamos que hemos llegado a dar en algún clavo, ni siquiera tenemos la capacidad de clavar clavos. Incluso en este ejercicio hay inocencia que busca encontrarse a sí misma y no puede. Hasta aceptar la inocencia es que podremos comenzar a dejar de sufrir, pues la tragedia del conocimiento es saber que no lo tendremos, la esperanza del conocimiento es saber que no debemos tenerlo todo. La inocencia, para un cristiano, es vivir.
            Somos más inocentes de lo que creemos pues nos empeñamos en tener lo que no podemos. La inocencia parece alejarnos de la tragedia del conocimiento, pero nos acerca a la del desconocimiento; conocer que no conocemos algo es imposible, tener deseo de ser inocente está errado, pues no se puede, así como no se puede desear amar; ésta nos manda a conocer: en la inocencia de la niñez fuimos felices, de grandes, como ya no sabemos que somos inocentes, hay que buscar la felicidad y ser felices. Ser inocente es doblemente trágico, luchamos contra ello y por ello.

Talio

Maltratando a la musa

El Baile del cuerpo

Bailan con el viento mientras
otros bailan
porque va bailando
quien comanda.
Hacen olas aunque quietos
con trabajo
de abejas reinas
sean calmados.
Alumbrando en la pista
viendo, viendo
negro baile
desconocido.
Mientras todos bailando,
la luz negra
hace en la pista
movimiento
que un tanto inerte
late siempre
dando a los robles
ritmo nuevo.
Todas las plantas bailan
diferente
todos los cuerpos
bailan siempre.