Para mi profesora de Filosofía Moderna, por hacer sus
clases tan insufribles,
que uno tiene que
idear qué hacer para salvarse del aburrimiento
La oficina del hombrecillo reflejaba su mal gusto,
fotografías de animales encerrados en un recuadro, con un espacio abajo en negro en el que
palabras en helvética decían “Liderazgo”, “Responsabilidad”, coronaban la
habitación de dieciocho por veinte. Era una oficina que olía a modorra,
holgazanería y pretensión. Estar ahí era aburrido, los pingüinos de uno de los
cuadros lucían a punto de morir de aburrimiento, las plantas lucían sedientas, las pinturas secas y
olía a desodorante para auto. La silla del hombrecillo era demasiado cómoda para
un jefe de publicidad y contenidos. Él recordaba haber leído una vez que la
silla de líder nunca debe ser extremadamente cómoda, para que no olvide a
quiénes se debe y que ser el jefe nunca debe ser fácil. La silla donde él
estaba sentado era tan incómoda como dar la mano al padre de tu novia después
de haberla masturbado; tan incómoda como asiento de Burger King, tan incómoda
como ver la boleta de calificaciones después de un semestre de pleno springbreak; tan incómoda como cuando tu familia te pregunta en navidad qué estás
estudiando, si ya te vas a casar. Alzó la nalga izquierda y luego la derecha,
repitió hasta sentirse más cómodo. La corbata le apretaba el cogote, estaba mal
anudada y para el ojo atento era perceptible una mancha de catsup que nunca se
dignó a desaparecer. La mayoría de las cosas tenía la decencia - la buena
costumbre - de desaparecer.
- Su currículo es…impresionante. Sólo dígame: ¿quién es
Martha Higareda?
- Ah, es una actriz. Buena chica.
- ¿Se acostó con ella?
- Impresionante ¿cierto? – Dijo él mientras sus manos se
convertían en pistolas apuntando al hombrecillo. Se le hinchó el pecho de
orgullo y recordó a Martha, recordó el sabor íntimo que sólo algunos pocos
muchos habrían probado.
- No sé por qué considera importante incluir eso en su currículo
– dijo un extrañado hombrecillo.
Él se levantó de aquella asquerosa silla y se dio una
vuelta victoriasecretamente, desgraciado y torpe como era él.
-¿Qué está haciendo?
- ¿Me ha visto? ¿Acaso no le parece digno de encomio que
alguien como yo se haya acostado con Martha Higareda?
- ¿Y eso de qué le sirve a mi empresa?- “Su empresa...esta
no es tu empresa, cabrón. Que un pedazo de madera tallada tenga tu nombre en
una oficina grande no quiere decir que seas el papá de los pollitos” pensó él mientras
masticaba su respuesta:
- Si pude convencer a Martita de que me enseñara a la
Martucha creo que puedo convencer a su clientela de que su producto totalmente
innecesario es indispensable para la supervivencia y el buen vivir.
- …¿La emborrachaste?
- Pensé que dijo que no era importante incluir eso en el
currículo. Pero no fue necesario emborrachar a nadie – Alzó de nuevo la nalga
izquierda y la volvió a posar en aquel asiento de mierda.
-Está bien, pasemos a lo siguiente: ¿cómo le llamaría a una
crema para hemorroides?
- Baba de Houdini – Dijo sin chistar y sin ambages; con la
seguridad arrendada del hombre inseguro pero desempleado desde hace más de
cuatro meses, con rentas atrasadas por pagar, que se escabulle día a día de los
tentáculos de su casera.
- ¿Pero qué clase de nombre es Baba de Houdini?- espetó el
hombrecillo.
- Es el nuevo nombre de una marca de crema hemorroidal
-Ahh un tipo “listo”. Mejor prosigamos. ¿Cómo le llamaría a
nuestra app para traducir poemas?
- ¿Tienen algo así? Válgame. Le pondría Delirio de Creso –
guiñó el ojo con un iris socarrón y una expresión casi burlona.
-Usted debe estar bromeando – dijo el hombrecillo
incrédulo, había que ver lo que uno tiene que soportar cuando abre vacantes de
trabajo- Quizá no encajaría en el departamento de publicidad, veamos sus
habilidades de escritura.
- Ahh mi currículo habla bastante al respecto por sí mismo.
-Creo que escribir guiones de películas pornográficas y
escribir un libro de poemas intitulado “Oda a las almorranas” no es suficiente
ni lo califica “ipso facto” para el trabajo – concluyó el hombrecillo mientras
él pensaba cuánto tiempo llevaba el hombrecillo queriendo usar satisfactoriamente
la palabra “ipso facto” (querido diario, hoy pude usar la palabra ipso facto) -
Quisiera que me escribiera una pequeña historia con las siguientes palabras:
- dijo el hombrecillo- “mercenario,
utopía, inteligencia, cabeza, pelear, estocada, liderazgo, responsabilidad,
experimentado, ordenar, necedad, sexo, estado, vocación”
- ¿Se le acaban de ocurrir esas palabras apenas ahora o en
todas las entrevistas usa las mismas palabras? – Dijo él,
sherlockholmescamente.
- Preferiría no contestar eso – evadió el hombrecillo,
mientras alzaba su nalga izquierda de aquel asiento acojinado.
-Así que son las mismas siempre…
- Limítese a hacer el ejercicio que le he pedido. Y procure
ser breve, quiero ver cómo escribe, no que me haga una novela. Le daré cinco
minutos. Iré por un café y regreso. Disculpe usted.
El hombrecillo salió dejando la estela de su olorosa
loción: “hail hail Mr Don Hugo Boss” pensó él. Se tronó el cuello y los dedos de
las manos a fin de relajarse, a fin de cumplir con un ritual imbécil que hacía
siempre que se disponía a escribir, se rascó la nalga ceremoniosamente y empezó
a pensar en las palabras que debía usar. No le gustaba escribir presionado, se
sentía como un mono de esos cilindreros, de esos de los que se espera que hagan
una gracia: “órale, chavo, haga su gracia, escriba algo bonito, algo terso e
inspirador”, pensó. Tontos, como si la escritura se quedara en el mero
embeleso, como si el escribir no fuera darse en la madre con uno mismo, como si
escribir fuera hacer enchiladas. “Ya ni la chingan” pensó.
Pero el juego es el juego, el hambre el hambre y el
desempleo el desempleo. El mundo te obliga a jugar, a pedir trabajo en saco y
corbata, sofocado y acalorado, pluma en mano y rodeado por una oficina
rezumante de mal gusto; por dios, que el hombrecillo tenía cuadros kitsch,
piezas dignas del museo del mal arte. Una tragedia ver a alguien con dinero que
no sabe cómo gastarlo. Suspiró profundamente mientras veía la cara compungida,
como de pedo atorado, de una mujer en una pintura hecha a lo bruto, con
brochazos arbitrarios y desidiosos. Exhaló. Volteó a ver de nuevo las palabras
y empezó.
“Lo primero que sintió fue mucho calor, el fragor de la
batalla no le dejaba ver el chorro rojizo que sudaba de sus hombros. Era el
mejor mercenario pero incluso los mejores hombres sangran, viven alguna utopía
de vez en cuando y deciden pelear por razones equivocadas, por causas muertas.
Blandió su espada una vez más, sintiendo el peso en su mano siniestra hinchando
con mayor presión su brazo. Ya no golpeaba con la misma fuerza que al inicio
del combate, el pecho le dolía; un hombre corría hacía él, espada en mano,
entonces el mercenario lanzó una estocada que perforó una armadura, cota, ropa
y piel mientras el siseo del acero cortando el aire se extinguía para dar paso
al lamento de un hombre muriendo. Así, tajo a tajo, estoque tras estoque,
abrirse espacio: estaban rodeados por ambos flancos, habían caído en una
trampa. Cubierta toda posible retirada por un grupo numeroso de arqueros.
Necesitaban cabeza para salir, que brotara la inteligencia en una actividad tan
pasional como el arte de la muerte por combate. Necesitaban liderazgo, hombres
morían a raudales, era una danza sangrienta, una rapsoda en rojo, cantos de
hombres muriendo colmaban el campo, el ruido del acero contra el acero, de la
pena contra la pena sumían el valle; sólo el reordenar las filas los salvaría
de la carnicería: lo necesitaban a él, el más experimentado de los mercenarios
que quedaban con vida, de los que no había muerto en la vanguardia, era su
responsabilidad guiarlos. Sólo su necedad a aceptar la muerte los mantendría
vivos. Así que gritó órdenes: un tajo, dos tajos, una orden; otro tajo, un
estoque, repetir la orden. Así hasta salir del atolladero. Cosas como reformen
las líneas, formación de cobertura falange, salieron de su boca, pero esto no
eran las malditas Termópilas y él no era ningún Leónidas. Le gustaba matar, era
lo mejor que sabía hacer, era su vocación. No peleaba por la permanencia o la
caída del estado, peleaba por sí mismo, porque le pagaban por hacer aquello
para lo que nació. Las filas se reagruparon, ordenó retroceder hacia los
árboles dentro del valle, donde los jinetes poco importarían, donde no podrían
sacar tanta ventaja de ir a caballo y donde se podrían poner a buena distancia
de los lanceros y donde los arqueros no podrían clavar sus besos de acero en
sus hombres. Y cada que daba una orden, las tropas le obedecían. No importaba
que no fuera el líder, intentaba no morir, que era más de lo que los demás
estaban haciendo y por eso lo seguían. Así, lograron sobrevivir; poco importaba
la retirada, la derrota. El verdadero triunfo era estar vivo. Estaba totalmente
bañado en sudor, con las emociones batiendo su pecho, su corazón, con la
felicidad que precede al miedo, con su entrepierna endurecida, su mente
pensando en la otra guerra, la guerra entre sábanas, pensando en sexo”
Releyó el texto. Lo leyó de nuevo. Entonces la revelación
le golpeó: esta basura era lo que le gustaba hacer, le pareció que la historia daba
para más, que sería una grosería con el pobrecito mercenario que su historia se
quedara en una entrevista de trabajo nada más, pensó que quizá no obtener el
empleo no sería tan terrible, que la sopa maruchan no sabe tan tan feo y que unas
arterias tapadas bien valían la pena en pos del arte que menos mal se le daba
pero le llenaba. Pensó que quizá era hora de por fin dedicarse a la novela que
siempre decía que iba a escribir, de la que ya tenía la idea desde que era
joven, que quizá era hora de hacer ese viaje por el país, conocer el mundo,
escribir sobre la vida y no sobre lo que imaginaba que era la vida. Maldijo a
Kerouac por incitarle a viajar, maldijo a Palahniuk por incitarle a escribir. Y
sin embargo se sentía orgulloso de escribir algo medianamente interesante a
partir de palabras al azar, incluso siendo para un hombrecillo de mal gusto y que se tenía en
tan alta estima, a juzgar por todos los reconocimientos inundando la oficina. Entregado
a sus pensamientos y devaneos guajiros, no escuchó la puerta abrirse. Un olor a café
de ese que no es café llenó la habitación con su pestilencia amargada. La
habitación olía a Hugo Boss, a café, a sudor y a incertidumbre. “Con que así es
como huele el Godinismo” pensó para sus adentros. Nalga izquierda arriba, abajo;
nalga derecha arriba, abajo.
-¿Ya terminó? –inquirió Monsieur Hugo Boss, mientras se
sentaba y desabotonaba su saco.
- Por supuesto – Y le extendió la hoja con sus garabatos
acerca de un mercenario peleando y sobreviviendo una batalla perdida.
El hombrecillo leyó con atención, alternaba la lectura con
sorbos obscenos de café. Mientras el hombrecillo leía, él se daba más y más
cuenta que no quería el trabajo, que en realidad no sabía qué hacía en esa
oficina, que la esclavitud de jornadas laborales sólo le impediría hacer lo que
en verdad le gustaba, lo que de verdad quería hacer. Envidió al mercenario, que
hacía aquello para lo que nació. Deseó con fuerza no obtener el trabajo; pero se
deslindaba del ejercicio pleno de su voluntad, se ponía a merced del mundo.
Elegía no elegir. Encomendado al suceder del momento, se atendría a la decisión
del mundo encarnado en un hombrecillo bien vestido pero que exudaba mal gusto.
Pero qué iba a saber él que esto era como cuando uno tira un volado: decides en
cuanto la moneda gira y gira en el aire, la vida pendiendo en el girar de un
maldito pedazo de cobre. Se decide en el aire, nunca cuando cae. Y la moneda
giraba mientras el hombrecillo seguía leyendo, con todo el mal gusto de ir
rezando las palabras que iba leyendo, como leían los idiotas o los niños
pequeños.
La decisión estaba tomada para cuando los labios pararon,
para cuando el hombrecillo reacomodó su trasero en aquella silla acolchonada,
mientras se aclaraba la garganta y decía:
- Esto es…interesante.
- ¿Le parece? Con las palabras que me dio eso es lo que pude
hacer.
- Sí, es muy curioso. Sin embargo todavía no veo bien claro
cómo embonaría en nuestra empresa. Ciertamente no estoy convencido.
- Creo que sería una excelente añadidura a la empresa –las
palabras salieron de su boca; intentaba convencerlo, convencerse de que
necesitaba el empleo (un harakiri para ir comiendo, por favor), convencerse a sí
mismo de que necesitaba la distracción, de que lo que verdaderamente quería
hacer no se podía hacer en un cubículo, pero su Pepe Grillo le decía que quizá
también sirviera de experiencia para escribir. Siempre se pueden escribir
cuentos gruñones sobre lo terrible que es el trabajo, decía el maldito grillo.
Quería escribir, pero no escribir para agradar, vender o convencer. Quería
escribir para vivir. Y sin embargo ahí estaba, perorando para obtener un empleo
que no quería, para percibir un sueldo que necesitaba para comprar cosas que
creía que quería. Kennedy Toole vivió debajo de las escaleras de la casa de su
madre, Foster Wallace se dio un balazo melancólico, él bien podía vivir de
bolillos con crema, tortillas tiesas, sopas maruchan y salir muy ocasionalmente
¿Pero sobre qué escribiría? ¿Sobre lo terrible que es el aumento en el precio
del maíz, la luz, el agua y el gas? Y una mierda, sin experiencias no hay
texto. Al final decidió decidir. Empezó a vestir sus palabras con el encaje, el
negligé del terciopelo...
Consiguió el trabajo, pero al final obtuvo el empleo no por
su pericia con las palabras, sino por haberse acostado con Martha Higareda:
- Está bien, el puesto es suyo. Pero que conste que me tiene
que contar cómo fue que conoció a Martita y pasarme su teléfono.
- Claro que sí, jefe – Pensó él, mientras pensaba en los
retardos que acumularía en el primer mes “Un par nada más, para que no crean
que uno es huevón; cosa de llegar tarde el primer día y muy temprano todos los
demás, para que nunca sepan qué esperar de mí” pensó. Y así inició su versión
mexicana del sueño americano, sus lontananzas en un afán casi romántico por
encontrar historias que contar, cosas que vivir, experiencias que detestar,
denostar y denunciar. "Denunciar el sistema desde adentro" pensó. Salió de la oficina del hombrecillo, recordando la
Martucha de Martha, recordando al mercenario, pensando que la misma entrevista de trabajo podría ser contada y apestando a Hugo Boss y Nescafé.