Presentación

Presentación

lunes, 29 de febrero de 2016

¡Qué viva México!



Ante la reciente entrega de los premios Óscar se ha generado en nuestro país –soy, y somos, de México, para los que nos siguen desde el extranjero– un nacionalismo inusitado por causa de las candidaturas de tres compatriotas nuestros, directamente, a las categorías de Mejor edición de sonido, Mejor cinematografía y Mejor Director. Nos sentimos, o al menos eso se maneja en los principales medios de comunicación, orgullosos de que estos ilustres hombres estén contendiendo por tan preciado reconocimiento; y en algunos casos rechazamos tal patriotismo al decir que cualquier logro que tenga alguien que comparta nuestra nacionalidad no deben ser motivo de orgullo, al menos no nuestro, pues no hemos hecho nada para que otros mexicanos triunfen: el reconocimiento es y debe ser sólo para ellos, que son quienes se han esforzado. Desgraciadamente el presentar un orgullo por los logros ajenos o descalificar la posibilidad de enorgullecerse por los mismos nos lleva irremediablemente a no poder reconciliar la vida política con los deseos personales. Terminamos por vivir mal de una u otra manera, pues de un lado caemos en la soberbia de darle a cada quien el beneficio de sus logros, y por el otro nos humillamos ante las capacidades de otros hombres, dejando así al patriotismo en un mero reflejo de nuestras convicciones más escuetas en vez de darle el justo valor a la tierra y a nosotros mismos.
            Decimos que los competidores mexicanos por el Óscar son nuestro orgullo en medida que ponen en alto el nombre de nuestro país, con su trabajo reflejan que en México nacen hombres dignos de pasar a la historia mundial. Nos regocijamos con sus triunfos porque éstos reflejan la labor del país como generador de talentos, como si la posición geográfica determinara el genio de algunos hombres. Llevamos tatuada en el pecho la bandera nacional, pues de esta manera queda claro que el país ha progresado, que el país está al mismo nivel que las grandes potencias. Sin embargo, hay quienes demeritan esta postura pues no creen, en primera, que  los ganadores mexicanos lleven tal patriotismo en sus venas al momento de ganar; otros dicen que pensar que en el ombligo de la luna se dio tal talento es negar la carrera de estos actores (en su sentido más amplio) que se perfeccionaron en el extranjero, etc.
            Quien se aventura a pensar que los logros son meramente personales deja de lado a la comunidad como fuerte influencia del ser de cada uno de nosotros. Éste no es patriota ni puede serlo, dado que ya ha admitido que cada quien va hacia adelante según sus propias luces y talentos. No importa si uno es mexicano o tahitiano, lo que importa es que sobresale. En este caso lo mejor que podemos hacer es olvidarnos del otro y procurarnos a nosotros mismos. No tenemos nación y por ello no vale la pena luchar por ella: luchamos por el otro porque en esa lucha veremos el fruto de nuestros esfuerzos y capacidades; luchamos por nosotros mismos usando al ajeno como medio. De un lado y del otro (presente párrafo y párrafo anterior) no somos patriotas, pues sólo buscamos la satisfacción personal. Lo anterior deriva en la falta de compromiso social, actividad política y preocupación por el bien de todos, ya que en el primer caso lo que importa es reflejar el progreso de nuestro país sin importar lo que esto signifique, y en el segundo caso ni siquiera hay tal cosa como país.
Quizá la solución está propuesta, entre otras obras y reflexiones, en las películas de “El Indio” Fernández –las cuales realizó con la ayuda del excelentísimo fotógrafo (sí ya sé que es un pleonasmo) Gabriel Figueroa, quien fue influenciado por el ruso Serguéi Eisenstein– donde el hombre patriota lo es porque ama a su pueblo, porque ama a su país por más lleno de bastardos, ladrones, despreciables y cobardes. El patriotismo consiste, pues, en amar la tierra que nos vio nacer, porque al brotar ahí somos parte de ella; en aprender a vivir para nuestra tierra como si de una madre se tratara y no nada más en lo que pondera al país; el patriota ama, incluso, que vaya mal, porque sabe que el país no está en las instituciones gubernamentales, sino en el alma de cada uno de los que le componen y eso lo hace bello. De esta manera el patriota hace todo porque su país sea cada vez mejor, por él, por sus hermanos y por su tierra. El verdadero amor a la tierra niega la soberbia y la humillación que acogemos como ciudadanos progresistas, pues lo que importa es hacer todo por una vida mejor, y no el avance de nuestro gobierno, no porque éste no sea importante, sino porque deriva del mismo amor a la tierra.


Talio

Maltratando a la musa

De la tierra y del árbol 
         con amor 

En cada una de las hojas que de ti se levantan
vemos los sueños de los hombres que te pisan,
tan diferentes entre sí: diferencian las almas,
y tan similares: descubren que no hay razas.

En el viento se impulsan para mirar más allá
de los prados, los montes y las crudas barrancas,
posando sus ojos sobre la hermosa ciudad
palpitando gustosa en las esferas blancas.

Sus recubrimientos grises no pueden ocultar
el amor que profesan por su madre serena,
llevando en sí mismas los rastros de esa tierra
que, desde aquel árbol, su origen, sus vidas llena.

El árbol y la tierra nos dieron al camino
instándonos al vuelo como las verdes hojas
volviéndonos por suerte en partículas rojas
que tan enamoradas aceptan su destino.


La novela

LA CEGUERA DEL TALLER

La novela
        
Caronte, el Maestro, ha dicho:

—Probablemente el arte (la obra de arte) sea lo único que nos ayude a comprender nuestra experiencia, pues ésta pasa tan rápido que pocas veces nos detenemos a pensarla. Y es el poeta, en este caso, quien modela parte de nuestra experiencia bajo un propósito, el cual sólo entendemos en la obra de arte.

—Pero, Maestro, —contesta el discípulo con cuaderno en mano un tanto consternado— ¿cómo entender la obra de arte?, ¿qué técnicas hay que emplear, qué manuales, qué recursos se requieren para tal empresa?

Yo, dejando el cuaderno a un lado, me pregunto si acaso la vida del hombre no es la gran novela del mundo.


Aurelius

domingo, 28 de febrero de 2016

Tortillas duras y bolillos con crema


                                                                         If I had possession over the judgment day
                                                                        Lord, the little woman I’m lovin` wouldn’t
                                                                      Have no right to pray.
                                                                     Some other man got my woman
                                                                   And the lonesome blues got me. Robert Johnson


Cualquier cosa era mejor que verla morrearse con aquel sujeto, las fiestas no son fiestas cuando te restriegan en la cara que les importas un bledo. ¡Qué digo bledo! un reverendo pepino.
Cualquier lugar es mejor que quedarse en esa parranda y ver sus dadivosos labios conectarse con los del fulano. Es mejor estar orinado, vomitado y sin un peso en alguna calle. Es mejor estar tosiendo pedazos de pulmón y moribundo en alguna cama de hospital. Mucho mejor sería estar ciego y pedir limosna en el metro. Hasta un pinche enema es mejor que esta chingada situación, gustoso me iría a hacer uno, me cae de madre.  Todo esto es mejor que quedarse en esa fiesta, es verdaderamente insoportable. Que no me vengan con mamadas.
Por eso es que camino tan de madrugada, sin haberme puesto una peda como Dionisio manda. Pero que pérfida ménade...
En realidad no deseo la compañía de ninguna persona, ansío esta soledad que me vino tan de golpe, sin buscarla. Espontánea y mordaz.
Tan sencillo que es pararse en una tienda de abarrotes, comprar un vino no tan caro pero tampoco una baratija de esas que venden en cartones de tetra pack. Así se hace. El dependiente se ha llevado mis últimos cien morlacos, agreguemos en la promoción el trío de cigarros que le regateé para que baje más rico el vino.
Lo siguiente es tirarse en cualquier lado. En realidad no en cualquiera. No debo estar muy visible, no deseo que los policías se me encimen nada mas por andarme echando unos insignificantes y mansitos tragos.
Hay tan pocos sitios que se me antojan apropiados para beber vino, salvo un parque o el portón de un edificio. El ganador de la competencia es el portón.
Tan infalible como que este vino me aliviará y me emborrachará, es que Bietka ya está agasajándose en un baño con aquel perro afortunado. Son tan estúpidos, más bien ella. Ambos. A Bietka sólo le ven el sexo.
No es que yo no lo haga, no me doy baños de pureza, eso no lo tengo. Pero al menos le aprecio y no la quiero sólo para tenerla en la cama.
Y todo se va con el vino (mis pesares descarriados me dejan la cabeza gracias a unas uvas añejadas, que algún buen hombre se tomó la libertad de procesar. Merci, Don concha y toro), mis infructuosos intentos por salir del desempleo, el tener que llenarme el estómago de tortillas duras y bolillos con crema, mi hermana la Houdini de las clínicas de desintoxicación, mi único amigo que no regresa de la Amazonia y para completar la flor imperial de desgracias, esta insidiosa señorita que no me quito de la cabeza, tan noble que se ve...¡Ah pero cómo me da de apendicitis y migrañas y desveladas! Sería la perfección desalojarla del pensamiento, y que, de paso, se lleve todas las demás cosas que me quitan el sueño.
    
A la gente le gusta chingar, demuéstrales tu currículo de debilidades y harán gala de sus mejores trucos para llevarte al diablo.
Por eso prefiero la impasibilidad, brinda un guarecimiento digno de ser notado. Pero a la gente le gusta chingar.
Por ejemplo: Al jefecito de pacotilla que no me quiso dar trabajo nada más por el cabello largo, al cadenero que no me dejaba pasar a la cochina fiesta, a mi hermana que no se decide entre drogarse todo el tiempo o ya dejar el vicio de una buena vez y no se diga nada de la mujer en cuestión (Bietka). No se diga nada. A la gente le gusta chingar. A mí, a veces también.

-Hermano, regálame un sorbo de tu vino- Se acerca diciendo un vagabundo. Hiede a orina y a locura.
--¡Esfúmate, lárgate de aquí! No te daré ni madres - A decir verdad, no me costaba nada darle un sorbo, invitarle un cigarro, entablar una amena conversación. Estoy seguro que tendría buenas historias que escuchar. Pero ando salido de las venas, ebulliciono en furor malsano.
Denuesto y maldigo este día, que ha tenido de bueno solamente el vino.
El vagabundo se va, empiezo a sentirme terrible por haberle tratado con la punta del pie, casi lo miré con asco. Se llevará una pésima y equivocada idea de mí, para lo que importa. ¡Ah, no! Las primeras impresiones son tan importantes...¡qué mundo tan descabellado!
Enciendo un cigarro y me pongo a tararear una canción que no logro nombrar, está en la punta de la lengua, pero está tan lejana esa punta, en un altiplano insondable. Qué Mauna Kea ni qué la chencha.

¡Ah, sí, sí!, la lengua. Que se le lengua la traba con el vino ya haciendo peripecias en el sistema, que le da risa lo que no es risible, que le deprime no poderse deprimir de nuevo, esa enigmática comodidad que brinda la zozobra. Que de repente hasta le dan ganas de drogarse de nuevo con su hermana, a pesar de estar limpito limpito desde que tuvo que dejar la universidad. Total, si se va a pudrir la primogénita, que se lleve el tren también al de en medio, que salve a la familia la menor del linaje.
Y que la noche se enfría, lo ensabana con su marquesa temblorina, sopla y resopla con tal de ver salir vapor de su boca, le divierte.
Y las rebabas de la hecatombe en su cabeza (se dice hecatombe por las neuronas que se refinó con el vino) y en el espíritu, disminuido por las penas que se hacían homogéneas junto con las cosas buenas de la vida, basadas en pequeñeces no tan nimias. Era la gloria llegar a casa, tirarse en el sillón y ponerse a leer un buen libro. O quizá también se cachondeaba con la gloria cuando se iba al monte, a ver lo pequeña que es la ciudad, imaginar todas las hormiguitas privadas en sus rutinas. Eso me hace sentir vivo, tristemente, no hay muchas cosas que me recuerden que respiro, a veces inhalar y exhalar se hacen por pura puta inercia.     

Ah sí, sí, pero los placeres breves de la vida, en eso estábamos. Que los cielos llueven a cántaros, pasarse horas reptando en camellones  (adoro el pasto de los camellones, es exquisito), echarse una cerveza en Las Nubes (que tiene la mejor terraza que he visto, una vista magnífica de la ciudad), andar de voluntario con los locos de greenpeace, acariciar las flores y oler el bosque y un no tan largo etcétera. En fin, varias cosas que se anteponen con jerarquía a las perfidias, a los vagabundos asesinos de la soledad, a las rentas sin pagar, a los amigos que ya los han de haber matado los candirús en la Amazonia, (Digo Amazonia en vez del país, porque no sé ni en qué parte del larguísimo Amazonas está Leonardo) esas cosas entrometidas y salvajes que le arruinan a uno el sabor a vino si se les convoca en exceso. Al menos ya bailaban muy poco en mi envinada conciencia, neuronas y malos pensamientos tumbados de un solo plomazo y, de paso, medicina al corazón (eso dicen). Eficacia. No es de sorprenderse la alta tasa de alcohólicos pululantes en la ciudad.
-Qué bueno sería encontrarse una botella sin fin- Pensé mientras veía desaparecer la última gota de vino. Incluso robar una botella me parecía buena idea, pero el remordimiento me vendría a joder la noche. Sería tan feliz de no tener conciencia o, en su defecto, ser un sinvergüenza. Lo que suceda primero, pues.
Dada la facilidad con que se encuentra una botella a la que no se le acabe el alcohol, uno termina decidiendo que es mejor pararle a la bebida, ir a casa a dormir.
Entonces te das cuenta de lo tarde que se pudo haber hecho, la comodidad de la calle somnolienta contagia de tranquilidad, haciendo posible que el tiempo se largue con relativa velocidad.
Y son pasadas ya las cuatro de la mañana.
Hay que buscar dónde dormir, porque las asentaderas ya se hartaron de estar posadas en el mismo lugar, la vista se cansó de ver las mismas cosas (fragmentos de parque, un auto de una marca irreconocible, un quiosco triste, dos botes de basura vacíos y un no tan largo etcétera).
Incluso el silencio empieza a ser desdeñable (mira nada más, hasta el silencio harta después de un rato, quien lo diría). El absurdo es quedarse ahí, viendo nada. Absurdo es irse a casa a pie, a pesar de que no es muy lejos (cuarenta minutos a mi ritmo). Y después darse cuenta que cualquier decisión que se tome sería absurda. Así, se apoya la moción de allanar una habitación de hotel, la menos absurda de las opciones (¿o la más absurda?).
Soy un neófito en el arte de las intromisiones en hoteles, casi me acobardo al estar en la entrada del hotel Cervantes, pero mister Johnson aparece en mi cabeza, maestro del delta. I got to keep on moving, blues falling down like hail. And the days keep remindin´ me there´s a hellhound on my trail.
Me da valentía recordar la música en la cabeza, el carpe diem de los años veinte. Saco mis llaves y desprendo una del llavero.

  El hotel Cervantes carece del glamour de los hoteles adinerados, es mas bien un hotel sin renombre, supongo. No es muy grande, tiene tres pisos, una fachada que avergonzaría a los holiday inn y demás hoteles de lujo.
Para mi fortuna, la entrada está despejada, es obvio que no se esperan clientela a tan profunda hora de la noche. Actúo rápido, brincando la barra del lobby y tomando la llave cuarenta y uno. Cambié a la dentada del hotel por la dentada de la puerta de casa de Bietka, que ya no tiene uso para mí.  
Con un par de movimientos me desembarazo de los zapatos para anular el sonido de mis pasos en las escaleras.
Observo unos segundos la imitación de porquería de Apolo y Dafne de Gian Lorenzo Bernini. Me enorgullezco de haber podido reconocer la escultura. 
Ya que las escaleras dan justa visión de la espalda de Apolo, casi noto únicamente a la Dafne árbol, que rechaza al pobre Apolo. Sentí miedo al recordar la historia.
Dudo mucho que las cosas estén premeditadas, sin libre albedrío, pero encontrarse un hotel con una escultura (más pirata que Barbanegra) asemejando de manera tan graciosa (diría sardónica) lo que me pasaba, me decía que algo turbio tenía que ver el destino con mi llegada al hotelucho. No es nada para asombrarse en exceso, porque las increíbles coincidencias también existen.
El chiste es que subo muy veloz las escaleras, seguro de mis silenciados pasos, busco la habitación con tácticas de espionaje, pegándome a las paredes y escudriñando el terreno antes de avanzar y hacerme visible.
La monotonía estaba presente en cada puerta, cortadas del mismo hígado, del mismo color crema oxidado. Una retocadita atraería más clientes al negocio.
Doy con el cuarto robado, no fue tan difícil, estaba en el segundo piso, casi al fondo. En la entrada había un helecho moribundo, que clamaba por agua, pobre.
Abrí la puerta con la discreción propia de los que allanan hoteles, me sentí aliviado al rodearme de la oscuridad de un cuarto recién abierto. Cerré con llave y prendí la luz, en realidad sólo era para ver qué tan agradable era la habitación, el sueño me vencía, no al grado de cerrarme los párpados unos instantes pero la cabeza me pesaba mucho. El alcohol la aligeraría, me arrepentí de no haber robado el vino, estúpida moral.
No había gran cosa en el lugar, un par de cuadros de paisajes impresionistas que no eran del todo buenos(o yo los mal miraba), un tocador limpio de cualquier objeto, un espejo que me mostraba demacrado y algo sucio, con ojitos de perro somnoliento con moquillo.
Y qué decir del baño, era muy bonito. Bonito porque era casi del tamaño de mi pieza, el lugar que llamo guarida. Descargué la vejiga y acompañé el suceso con un par de suspiros llenos de satisfacción.
Ahora pasemos a la cama, tan cómoda, incitaba al sueño o al sexo. No teniendo pareja, decantarse por la primera opción.
Me quité la playera y metí todo el cuerpo, salvo una pierna, en las sábanas, que olían a lavanda y a noches abrigadoras.
No supe más del mundo, cerrar los ojos y no abrirlos de nuevo fue algo muy sencillo, me sonreí por el crimen perpetrado y por el vino y eché a dormir.


   Me despertó, rebosante en el abrupto, un tipo alto y moreno (algo monigote), de ojos desafiantes, dignos de alguien que solicita su paga por un servicio. El resto de su descripción carece de importancia para mí, no me tomé la libertad de verlo con detenimiento, me interesaba mas bien poco.
Vestía ropas tan formales que supuse era el gerente del hotel, lo corroboré más tarde.
-No te hagas el listo, no estás hospedado en este hotel, hazme el favor de pagar la cuota o tendré que llamar a la policía, que ellos arreglen el problema-De haber estado enteramente despierto me habría espantado con sus amenazas, pero la indiferencia de un recién despertado es algo grande.
-Creo que sabes que no tengo ni un peso, de lo contrario te habría pagado sin inconvenientes, es sólo que no tenía dónde pasar la noche.
-Eso es una de las miles de cosas que no me importan. Aquí lo que importa es el dinero que me estás robando.
-Debe haber una manera de solucionar pacíficamente este problema- Dije sin levantarme de la cama, sin salir del acaramelado estupor que me tenía entre sábanas.
-No, no la hay. Tienes que pagar o te aviento a la policía, cabrón.
-No hay necesidad, hombre. No ha sido gran cosa, segurito que si dialogamos un poco verás que llegamos a algún lado.
-¡Y una mierda, pendejo! ¡Lárgate ahora mismo, que te voy a romper la madre!- Un gerente educadísimo en el arte de la intimidación y con un lenguaje florido además.
-Espera, espera...

Me tomó de los brazos con mucha fuerza, me superaba en varios kilos de poder y por eso sentí el cuerpo saliendo de la cama, arrastrado violentamente del cuarto y jaloneado hasta por las escaleras. La cintura me rebotaba en los escalones, escribirlo no duele, vivirlo, sí.
Una vez a los pies de Apolo, me rendí, la fuerza del gerente no admitía desafíos válidos.
-¡Ya, ya! Gracias, el resto del camino lo puedo hacer solo.
-¡Pero vete ya!- Vaya que se hace enojar a un gerente cuando se allana su hotel.
Estaba por salir del edificio cuando se me ocurrió una pregunta absurda. Me animé a hacerla porque el mono tiene la mirada pesada, tanto que alguien lo nota cuando lo ve a uno de espaldas.
-Oye, sé que es algo estúpido preguntar, pero... ¿No me darías trabajo?
-Ja ja ja, vaya que es estúpido que lo preguntes. Es obvio que no te daría empleo.
-Era la respuesta evidente, casi ni me atrevía a preguntar. Pero es que llevo mucho sin trabajo y noté que casi no tienes personal.
-Eso es cierto- Concedió el gerentucho.
No supe qué decir, la plática estaba cerrada.
-Pero no por no tener casi personal le daré trabajo a un vagabundo como tú.
-Para nada, de vagabundo no tengo nada. De pobre, tengo todo.
Estaba por recurrir al chantaje. Decirle que iría con la policía después de golpearme un poco más y acusarlo de violentarme.
Pero algo similar al remordimiento se leía en sus ojos, quizá se arrepentía de tratarme con tal agresividad, a fin de cuentas, no había hecho ningún daño, ni me dio tiempo de robarme ceniceros, focos y shampoos. No hice el mal en su hotel.
-Está bien, te daré empleo. ¡Pero de conserje!
-Claro, no hay problema para mí.
-Pero tendrás que venir más tarde y traer tu solicitud y documentos en regla. Si una sola cosa falta...
-Está bien- Le interrumpí, era obvio a donde se dirigían sus palabras.

Le di las gracias y la mano. Me di asco al hacerlo. Pero un gesto tan insignificante como dejarle de dar las gracias me habría dado un aire ingrato y posiblemente le hiciera cambiar de opinión.

El día estaba radiante, noté al astro rey en todo su esplendor, en la potencia que tiene a eso de las doce de la tarde o la una.
Paré a desternillarme de la risa en la entrada del edificio donde me bebí aquel delicioso vino, apenas unas horas antes.
Quizás Bietka estuviera amaneciendo con un par de brazos rodeándole el pecho y un aliento perforándole la espalda o el cuello. Muy posiblemente mi hermana se moriría sin hacer la rehabilitación. A lo mejor Leonardo no se regresaría nunca de la Amazonia.
Pero ya tenía casi seguro un trabajo. Por fin podría pagar los meses de renta que adeudo y dejar de tragar tortillas duras y bolillos con crema. Ya era un buen avance. Me reí de nuevo, no me importaba tener que caminar bajo el sol (y sin playera) esos cuarenta minutos hasta mi casa.
Me vaticinaba un día de puta madre.


  




Tertulio Eustaquio













viernes, 26 de febrero de 2016

Ser racional, ¿libre e inmortal?

Ser racional, ¿libre e inmortal?
“Sea racional: use su intuición.”
G. Zaid, ¿Qué es una máquina?
Hay sólo una razón por la que las máquinas jamás podrán llegar a ser semejantes a los hombres. Las máquinas jamás se podrán descubrir máquinas. Podrá algún programador con sueños de deidad hacer que bajo ciertas condiciones la computadora o robot, o ciborg, digan que son máquinas, por ejemplo si se le pregunta ¿Eres una máquina?, ella podrá contestar que sí, incluso podrá decirnos qué es una máquina, y en ese decirnos qué es una máquina, tendremos que admitir por ella su imposible libertad. Pues las palabras con que nos diga sí o no, son creaciones del hombre libre que quiere pensarse, sentirse, saberse, situarse, amar.
Además, por más sueños apocalípticos que tengamos sobre la conquista de las máquinas sobre los hombres, no serán las maquinas quienes eliminen al ser humano, será el propio deseo de inmortalidad el que poco a poco vaya inhibiendo el deseo de actuar, de moverse, de sentir. Las máquinas no pueden desear nuestra destrucción. El único que puede desear y encaminar su deseo con pleno saber de sí, es el hombre. En todos los sueños apocalíptico-tecno-científicos (donde el fin del hombre es consumado por la inmortalidad de su creación –huella imborrable de su paso por la tierra) lo único que se nos presenta es el horror de descubrirnos homicidas a largo plazo. Todos deseamos que nuestra creación nos finiquite y que ella misma dé paso a nuestra inmortalidad.

Mas no por todo esto se satanice a la tecnología, pues nos ha dado la oportunidad de pensarnos, de desentrañar nuestros deseos y pensamientos en la marea a que nos conducimos abandonándonos a nuestra creación y deseo. Por lo demás, su desarrollo ha podido acercarnos, sólo hay que ser un poco más racionales. 

Javel

miércoles, 24 de febrero de 2016

Una experiencia (en el parque España)


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Anochece afuera.
Pero entre los árboles,
con las luces amarillas,
el tiempo no fluye.
Se ha congelado en un momento,
un momento que no cesa, o, más bien,
que se repite discreto,
que avanza monótono
tras de sí mismo;  
aullando su agonía
con la voz interrumpida
de las aves.
Y entre esa espesa sustancia,
sólo un par,
como partículas coloidales,
logran moverse, en flotante extravío;
rompiendo el tiempo.

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L. Pulpdam

martes, 23 de febrero de 2016

El placer de la amistad

Aristóteles habla en la Ética Nicomaquéa de tres tipos de amistad, la mistad por conveniencia, la amistad por placer y la mistad por virtud. Sin mucho rigor entendemos, por ejemplo, que conviene ser amigo de los poderosos porque así estamos protegidos por ellos, que es placentero ser amigo de los ricos porque nos beneficiaremos de su riqueza; la tercera es un poco más oscura de comprender, pero digamos que la amistad por virtud trasciende el nivel de la utilidad. Los amigos por virtud no se ven como medios para sus fines.
       Los dos primeros tipos de amistad son relaciones de utilidad, tanto la conveniencia como el placer son medios para satisfacer fines ulteriores, la amistad por virtud en cambio encuentra su finalidad en sí misma. Sin embargo, creo que en ésta última se encuentran también las otras dos.
       Es provechoso y placentero encontrarse con la amistad virtuosa, pues ella misma encamina a los amigos hacia el bien, conviene tener a un amigo que comparta la propia existencia y que tenga la vista puesta en el bienestar del otro, pues así nunca faltará quien nos oriente cuando erremos el camino, quien se preocupe y vele por nuestro bienestar y quién nos permita ser mejores cada vez. La amistad verdadera supera el nivel vulgar de la conveniencia y el placer, pero proporciona ambos de una manera más noble; la única utilidad que puede haber en la amistad por virtud es la de encaminar a los amigos hacia la excelencia. Nada hay más conveniente y placentero para un hombre sensato que encontrarse en este camino acompañado por un bien amigo.
       Cultivar esta modalidad de la amistad es quizá el último resquicio de esperanza al que podemos aferrarnos en estos tiempos, pues el entorno nos obliga a entronar a las dos primeras en aras de la superación y el bienestar propio, el bien común ya no existe, y si lo hace es de manera accidental. Pensemos entonces en qué clase de amistades cultivamos y la repuesta que le demos a la pregunta nos dejará ver qué clase de hombres somos.


lunes, 22 de febrero de 2016

Claroscuros de lo bello

Claroscuros de lo bello
Es crucial que aceptemos que para hablar de lo bello no sirve nada discutir sobre su intrínseca subjetividad. Pero también es importante que sepamos lo poco alentador que es hablar de ello desde una posición privilegiada. Y es que hablar de que el mundo contemporáneo, tan proclive a la revolución estética, a la preocupación por el discurso “abstracto” y a la individualización del gusto, no tiene verdadera apreciación por lo bello, cual se ve en los distintos artes, no es suficiente para afrontar debidamente la idea del sujeto, fantasma y sombra de las dos trincheras de la batalla. Por un lado, afrontamos la disolución de lo que se considera un concepto, uno importante, pero dislocado, como toda noción histórica, pues decimos que no podemos tener acuerdo al respecto de ella, lo cual la hace evidentemente transformable; por otro, descuidadamente aceptamos la peligrosa y oscura relación entre la superioridad de lo bello y la necesaria altura correspondiente que se requiere en el espíritu para captarla, haciendo en secreto una traición ligera a la verdad.
Debemos saber, ante todo, que el gusto no es una noción tan natural como se piensa. Es un conflicto moderno. Está conectada con el desagrado y el agrado, con el placer. Cuando el placer es entendido en términos objetivos, como reacción desencadenada por los impactos externos sobre las facultades de la memoria y, por ende, de la imaginación, lo bello pasa a segundo término. Al menos así era hasta la revolución romántica. Sin borrarse el problema del sujeto, la asociación de lo bello con lo sublime pasa a ser indicio de la dirección ética. La formación es necesaria y hecha posible por esa misma conexión entre las sensaciones de placer y la imaginación, facultad incendiara y casa de las apreciaciones estéticas. Según esto, el problema educativo central es saber guiar correctamente la conexión entre la imaginación y el juicio. El discernimiento ético es hermano del juicio en tanto que los preceptos morales no pueden ser universalmente demostrables, pero sí hermosamente trazados y enseñados. De ahí que se proponga otra noción de lo natural. El alma romántica no puede vivir con la naturaleza mecánica, sino con la naturaleza bella, inequívoca, sin teleología, pero valiosa por sí: sabia. La razón, en realidad, pasa a segundo término esta vez, pues ella no obra por sí misma, sino que trabaja bajo esos movimientos de lo natural; la razón misma se modifica gracias al deseo. El gusto burgués de lo decoroso, permitido por los modales cortesanos de la organización política, es puesto a examen bajo una modificación radical en la noción de gusto: lo romántico hace de lo burgués una degeneración del gusto mismo.
Así surge la idea de un hombre superior, distinto al poderoso, necesario para sortear los abismos de la vida moderna en sus orígenes. La altura del gusto se mide por la aptitud para apreciar lo realmente bello. Si lo bello no surge de las costumbres, es porque sin lo bello y su proclividad a la degeneración por parte del hombre ellas no podrían existir. Confundimos lo bello, según esto, conforme el paso de la civilización cala en nuestra formación, en nuestros prejuicios. En el romanticismo la idea de lo bello termina sirviendo a la irracionalidad del gusto moral y estético: la razón no sirve para guiarnos éticamente, puesto que la facultad importante es la apetitiva. Que el gusto sea formado, aunque de acuerdo a una idea de naturaleza, implica modificación; es una idea del cultivo del alma, como en las plantas. De ahí surge la importancia del sentimiento, que no de la consciencia.
¿Qué pasa si, en este debate, nos va como a Hipias cuando era inevitablemente toreado por Sócrates al responder por lo bello? Curiosamente, es difícil explicar de dónde sale la concordancia en los juicios sobre lo bello. De eso se aprovechaba el erótico conversador ateniense. La clave que dio Sócrates para el problema no debe ser olvidada. La clave fue Eros. Pongámoslo en contraste. La belleza trágica, aminorada mucho ahora, consiste en ver la gracia que aborda el conflicto del secreto divino con un alma grande; por ella podemos notar la falsedad de creer en la voluntad individual, salvándonos del abismo en el ridículo moderno. Es la belleza que los límites paganos vieron y mostraron con un sufrimiento lleno de sentido, el aprendizaje del padecimiento. Sócrates, en cambio, propone la segunda navegación dirigida por el amor a la verdad. La belleza de su vida no está en su reconocimiento trágico del poder de los dioses, sino en el problema que él encarna: el hombre justo. Perseguía jovencitos apuestos y talentosos en el camino que la verdad le  trazaba. Amaba lo más digno de ser amado. Y nadie mejor que él sabía del peligro inminente de Eros: la tiranía, la destrucción y disolución del lógos, en oposición a la filosofía. ¿Qué sentido tan serio tendrá la elección platónica de hacer de Sócrates un hombre inteligente, pero pobremente vestido y feo? Tal vez algo nos enseña algo sobre la altura en relación con la justicia, y no con la diferencia en los estratos humanos.
Importante para la discusión, aunque demasiado apresurado por ahora, sería preguntar qué es lo que sucede cuando a la búsqueda socrática se le une la nota de una tragedia, como la de la Cruz. Una tragedia que redime, que perdona, que salva para la eternidad, y que no niega la razón. Probablemente, y lo digo con un tono de adivinación seria, lo bello aquí tendría que ser el amor mostrado en el sacrificio, en el ejemplo máximo de la humillación Divina. Lejanas de la versión del “gusto” son ambas, pues ninguna cree en que lo bello se discuta desde la formación estética. Antes bien, lo que parece “formación estética” en ambos sentidos, involucra el problema político del bien, de lo que merece ser visto, más allá de criterios artísticos. Las bondades del amor se juegan en ello. El buen gusto es la lanza famélica que blandimos en nuestras empresas malamente quijotescas en busca de salvar nuestra imitación de la nave socrática.



Tacitus

domingo, 21 de febrero de 2016

Ayer, hoy y mañana



Así como solemos envestirnos fácilmente con algo aparentemente verdadero, sea porque necesitamos estar arropados o por mera moda, aceptamos que el país no tiene mejora. Semejantemente están quienes creen en las soluciones mágicas y confían en la varita mágica, en cuya construcción ellos participan, y en los magos que están encantando al país. Los primeros se denominan realistas, los segundos también, pues aquéllos padecen la violencia e injusticia cotidiana y estos producen cosas útiles. Los primeros, oscuros como su percepción del porvenir, se ríen de quienes ostentan ropajes a la moda; los oscuros, a su vez, creen mirar muy por encima a quienes visten de traje, mientras estos esperan que los parlanchines bajen de la azotea del edificio institucional para poder seguir tranquilamente con sus empleos. Cada uno cree que su contrario está anticuado, pero ambos presumen modas distintas. Ambos creen en el infinito poder humano; los iluminados que el hombre mismo se destruyó y no tiene escapatoria, quieren vivir en el imperio de la  necesidad; los optimistas que el hombre por sí solo puede aspirar a lo que quiera. La inanición contra la libertad, aunque ambos se crean libres, aunque ambos se reprochen su falta de libertad. Ambas posturas se encierran en cómodos prejuicios y entre sus pares se dan la mano; no quieren pensar en otra cosa, no quieren hacer nada más. La realidad ya está definida para ellos, pues la consideran fácil, con lo cual vuelven a su vida algo simple. 

Fulladosa