El pensamiento vano
La
sinceridad es difícil. Más cuando la palabra, la luz del mundo no nos asiste y
descuidamos las exigencias. Parece la vieja trampa del buen sentido. Pero esa
trampa no es sólo un defecto lógico. El buen sentido del hombre común no es
solamente la capacidad para juzgar que todos tenemos. Porque ese camino siempre
tiene, extrañamente, dos salidas, que a su vez se bifurcan incontables veces:
el cinismo y la candidez. A veces la una no puede ir sin la otra. Un problema
para consciencia moderna es saber si esa voz de su pensamiento, tan claramente
asimilada con el yo, está extraviada entre la falta de comprensión verdadera.
No es únicamente un problema de vulgarización. El mal no huye porque exista la
sofisticación, simplemente se viste con otros trajes más adecuados a ella. El
engaño, la dificultad para conocer los motivos del deseo, para juzgar el deseo
propio más allá del vínculo entre razón, pasión y objetivos (vínculo que
esconde ya una manera de apreciar la naturaleza del alma detrás) es palpable.
La razón es un conflicto romántico. Lo es tanto como el dejarse llevar. ¿No es
extraño que el mal sea de verdad una palabra con la que nos gusta llenarnos la
boca para juzgar a los demás, pero extraña vez salta hacia nosotros mismos? ¿No
es esa la mayor proeza del mal sobre nuestro pensamiento, por lo cual la escena
de evitar una lapidación se convierte no en laxitud ética, sino en amor
riguroso?
La
posibilidad del progreso moral hace que cada vez exista mayor prurito ante el
horror. Eso se puede reconocer. El reto del progreso moral es no cegarse. No
hacer un mito del progreso, y de la moral el ídolo. No volver a la moral un
problema técnico. Mejor dicho, saber cómo la técnica ha influido en su manera
de relacionarse con otros individuos y con lo natural. Dejar de lado la idea de
progreso como necesidad, para entenderlo como un rumbo que se actualiza en una
dialéctica entre pasado y presente, en parte gracias a la voluntad, y, sobre
todo, gracias a que la naturaleza es generosa. ¿En verdad es fortuito que a la
vez que la naturaleza deja de ser concebida como creada, se expanda sobre
nosotros la sombra de la despreocupación por el otro? Se cree que el punto
máximo del egoísmo es la vanidad, la preocupación narcisista por uno mismo. He
ahí el engaño: dejar al otro, dejar a la creación, es dejarse uno mismo. El
otro es el mito de los anarquistas. Eso no lo puede remediar ideología pagana alguna,
de las muchas que retornan con otras caras a nosotros. Nos gusta creer que
hemos descubierto esa sabiduría eterna del Eclesiastés sobre la vanidad en la
revelación de lo repugnante que es lo material. Ahí olvidamos que no hay
reconocimiento de la vanidad sin la sabiduría que la grandeza de lo eterno, que
es principio y orden, nos ofrece.
Hay
un aspecto que puede parecer más radical. ¿Qué hace el cristiano ante el moderno
que le objeta los errores de su religión para afrontar el mal? ¿Cómo puede
liberarse de su historia para hacer del cristianismo algo más que expresión
política triunfante mediante el dogma? ¿No será que la manera de pensar el mal
se le ha dado anteriormente? Las preguntas se dirigen a una religión porque, en
sentido estricto, para la consciencia moderna siempre no existe como tal el
mal. Existe lo destructivo, lo que consume, lo doloroso, lo aborrecible, la
desesperación, lo temible. Pero la huida de todas ellas no las hace un
misterio. Nadie duda seriamente de su educación familiar porque alguien le
pregunte por el mal. La culpa y el error es algo que debe cargarse para pensar
lo malo y su forma de presentarse ante la consciencia. Pensarse como
posiblemente consciente de ello aspira a que la consciencia no sea absoluta.
Por eso el cristianismo no debe interpretarse como la filosofía de la historia
lo ha hecho. El mal no se conoce por ser sabios. De lo que se sabe es del bien.
¿Cómo pensar de nuevo la sabiduría así en medio de la oscuridad en la palabra?
La pregunta llega hasta el ámbito más insospechado: creemos saber más y ver más
de los demás por medio de meras expresiones de disgusto, emoción, por la
exhibición del ocio, que apenas dice algo mientras no es siquiera palabra. Nos
hemos vuelto mezquinos hasta para la expresión. No es casualidad.
Tacitus