Presentación

Presentación

lunes, 29 de mayo de 2017

El pensamiento vano

El pensamiento vano
La sinceridad es difícil. Más cuando la palabra, la luz del mundo no nos asiste y descuidamos las exigencias. Parece la vieja trampa del buen sentido. Pero esa trampa no es sólo un defecto lógico. El buen sentido del hombre común no es solamente la capacidad para juzgar que todos tenemos. Porque ese camino siempre tiene, extrañamente, dos salidas, que a su vez se bifurcan incontables veces: el cinismo y la candidez. A veces la una no puede ir sin la otra. Un problema para consciencia moderna es saber si esa voz de su pensamiento, tan claramente asimilada con el yo, está extraviada entre la falta de comprensión verdadera. No es únicamente un problema de vulgarización. El mal no huye porque exista la sofisticación, simplemente se viste con otros trajes más adecuados a ella. El engaño, la dificultad para conocer los motivos del deseo, para juzgar el deseo propio más allá del vínculo entre razón, pasión y objetivos (vínculo que esconde ya una manera de apreciar la naturaleza del alma detrás) es palpable. La razón es un conflicto romántico. Lo es tanto como el dejarse llevar. ¿No es extraño que el mal sea de verdad una palabra con la que nos gusta llenarnos la boca para juzgar a los demás, pero extraña vez salta hacia nosotros mismos? ¿No es esa la mayor proeza del mal sobre nuestro pensamiento, por lo cual la escena de evitar una lapidación se convierte no en laxitud ética, sino en amor riguroso?
La posibilidad del progreso moral hace que cada vez exista mayor prurito ante el horror. Eso se puede reconocer. El reto del progreso moral es no cegarse. No hacer un mito del progreso, y de la moral el ídolo. No volver a la moral un problema técnico. Mejor dicho, saber cómo la técnica ha influido en su manera de relacionarse con otros individuos y con lo natural. Dejar de lado la idea de progreso como necesidad, para entenderlo como un rumbo que se actualiza en una dialéctica entre pasado y presente, en parte gracias a la voluntad, y, sobre todo, gracias a que la naturaleza es generosa. ¿En verdad es fortuito que a la vez que la naturaleza deja de ser concebida como creada, se expanda sobre nosotros la sombra de la despreocupación por el otro? Se cree que el punto máximo del egoísmo es la vanidad, la preocupación narcisista por uno mismo. He ahí el engaño: dejar al otro, dejar a la creación, es dejarse uno mismo. El otro es el mito de los anarquistas. Eso no lo puede remediar ideología pagana alguna, de las muchas que retornan con otras caras a nosotros. Nos gusta creer que hemos descubierto esa sabiduría eterna del Eclesiastés sobre la vanidad en la revelación de lo repugnante que es lo material. Ahí olvidamos que no hay reconocimiento de la vanidad sin la sabiduría que la grandeza de lo eterno, que es principio y orden, nos ofrece.

Hay un aspecto que puede parecer más radical. ¿Qué hace el cristiano ante el moderno que le objeta los errores de su religión para afrontar el mal? ¿Cómo puede liberarse de su historia para hacer del cristianismo algo más que expresión política triunfante mediante el dogma? ¿No será que la manera de pensar el mal se le ha dado anteriormente? Las preguntas se dirigen a una religión porque, en sentido estricto, para la consciencia moderna siempre no existe como tal el mal. Existe lo destructivo, lo que consume, lo doloroso, lo aborrecible, la desesperación, lo temible. Pero la huida de todas ellas no las hace un misterio. Nadie duda seriamente de su educación familiar porque alguien le pregunte por el mal. La culpa y el error es algo que debe cargarse para pensar lo malo y su forma de presentarse ante la consciencia. Pensarse como posiblemente consciente de ello aspira a que la consciencia no sea absoluta. Por eso el cristianismo no debe interpretarse como la filosofía de la historia lo ha hecho. El mal no se conoce por ser sabios. De lo que se sabe es del bien. ¿Cómo pensar de nuevo la sabiduría así en medio de la oscuridad en la palabra? La pregunta llega hasta el ámbito más insospechado: creemos saber más y ver más de los demás por medio de meras expresiones de disgusto, emoción, por la exhibición del ocio, que apenas dice algo mientras no es siquiera palabra. Nos hemos vuelto mezquinos hasta para la expresión. No es casualidad.


Tacitus

domingo, 28 de mayo de 2017

Astutas ocultaciones



Lo peor que hacemos como hombres modernos es no querer entender el mal. Como seres que tienen la capacidad de razonar, no querer cuestionarse si lo que se hace está bien, perjudica, daña o mata, es desdeñar el bien. Lo que no quiere decir que las personas más racionales sean las más bondadosas. Toda reflexión justifica nuestros actos, pues la razón también puede ser utilizada (y creo que es el uso más habitual que solemos darle), para acomodarnos al mal, sin verlo. Un asesino a sueldo puede justificar sus acciones diciendo que la vida es una selva, él sólo es un león, ataca por instinto de supervivencia a los conejos, siervos, jaguares o incluso a otros leones. El hombre moderno engaña a su consciencia; se engaña.

La consciencia del hombre moderno se vuelve un estorbo para el éxito individual. El egoísmo ayuda a aceptar el mal. La tentación del placer nos disfraza en aceptable, incluso bueno, lo malo. El engaño es astuto. Pero el engaño lo hacemos nosotros. Nos satisface engañarnos disfrutando del mal. 

No entendemos cómo el mal se cuela en lo que hacemos, en lo que pensamos, en lo que deseamos y en lo que dejamos de hacer. Pensamos mal al creer que sólo en la acción se ve el mal. Quizá queremos hacer el bien, pero deseamos hacer el mal sin percatarnos de ello; por eso la centralidad de cuestionar nuestras acciones en todo momento se vuelve decisiva. No querer hacer el mal e intentar entender todo lo que está detrás de nuestra acción, no nos garantiza que actuaremos bien, pues hace falta intentar ejecutarlo. Es decir, nuestra reflexión nos debe ayudar a alumbrar nuestras acciones y viceversa. 

La serpiente engañó a Eva y ella a Adán; aparentemente le dijo algo razonable. Las personas nos juntamos para decidir qué está bien y qué está mal; quién es bueno y quién malo. Una mayoría puede decidir que es malo pensar determinadas ideas; que es malo comer determinados alimentos; que es mala una persona. Allan Bloom vio perfectamente que no estaba mal que sus estudiantes universitarios vieran en Hitler a un hombre malo, lo malo es que no supieran explicar por qué era malo. Nos auto engañamos al creer que podemos decidir qué es bueno y qué malo. 

El mal se arrastra hacia nosotros con sigilo, poco a poco, sin que nos demos cuenta; pero el mal no está separado de nosotros, así como el alma no se separa del cuerpo. Lo que no quiere decir que no podamos ser buenos. Pero contemporáneamente creemos más en el mal que en el bien.   

Fulladosa

martes, 23 de mayo de 2017

Estrella

Las estrellas son nuestros únicos jueces, porque ellas lo han visto todo desde el principio.


Aurelius

lunes, 22 de mayo de 2017

Camino que no camino

Unos pies que van sin pasos
y no saben dónde van,
no pueden nunca saberlo,
no saben dónde llegar.
En ese camino falta
la orilla fiel del sendero,
dejando en las soledades
al caminante moreno.
No va solo, va con nadie.
Ni siquiera va consigo.
Caminando así el camino
es caminante dormido;
como duermen las abejas
o las hojas de las flores:
dormir sin estar durmiendo
olvidando sus olores.
Así caminan los robles
y las montañas nevadas:
nos siguen como la luna,
nos siguen sin hacer nada.
Y el hambre, maldita hambre,
no está ni en el contenido
ni en el cuerpo ni en el alma.
Ya no come. Ya no vive.
No tiene ningún sentido.
Así vivir y no estar
es no morir para siempre,
es respirar sólo muerte.

Si la vida quisiera
yo amaría a muchas mujeres,
o incluso sólo a una,
pero la vida no quiere;
no quiere que yo la viva
porque si la vivo muere.
No quiere que mire el mundo
como, de Dios, el conjunto.

Dios, ¿por qué no me has dado
el consuelo y el descanso?
¿Será que del otro lado
no estás y nunca has estado?
Te escondiste de mi vista
y me tapaste los ojos,
me sacaste el corazón
y te lo llevaste lejos.
Seguro no eres tan bueno,
porque si acaso lo fueras
no tendría que estar llorando,
deseando que disolvieras
mi ser en la eterna nada,
de donde un día me sacaste.
Yo nunca te lo pedí
y ahora sufro por tu culpa;
sufro y tampoco siento
—no sé cómo eso es posible—,
deseo que en un día la tumba
de morir y vivir me libre.
Una vez cruento destino
se vea por fin sucedido
quisiera verte a los ojos
para que veas por ti mismo
lo que no viste en la cruz.
No me digas que te quiera.
No me digas que soy tú.
No me dejes verlo todo
porque no anhelo esa luz.

Mamá y papá me dijeron
que buscara una mujer,
que la amara y protegiera.
Pero yo no puedo hacerlo,
no tengo en mí ese poder:
no puedo amar y querer.
No quiero nada del mundo:
ya nada puedo perder.
Quisiera querer algo,
aunque fuera estar enfermo,
o estar triste y desahuciado,
pero ni eso siento.
¡Ah, cómo lo lamento!
Lamento estar en la tierra,
reniego de haber nacido.
Me paro y miro el camino
y miro porque no miro.



Talio



Pretexto texteado: sigo en las mismas condiciones, pero borrarles de mi mente no he podido. Así que, por favor, les ruego me disculpen.

Gracias, mis queridos amigos.

viernes, 19 de mayo de 2017

Extranjero en tierra propia

Extranjero en tierra propia

Leer bien es volver a escribir el libro que se leyó. Inténtese averiguar con el Kamasutra o invéstiguese el ingenioso caso de don Alonso Quijano.

Javel

jueves, 18 de mayo de 2017

El reflejo de la sensibilidad

¿Por qué tu interés por conseguir libros que ya no se leen? Tú que eres muy joven ¿a caso posees un alma vieja?

Si por alma vieja se hace referencia a leer escritos de siglos atrás, entonces sí la tengo. Sin embargo, aquella pregunta escondía una intención; éste es referir que conviene más leer lo que se publica en nuestra época, nuestro tiempo, lo sucedido en nuestro ahora. Y ¿lo qué se escribió tiempo atrás nos resulta ajeno? ¿Los hombres que se describen en las novelas clásicas dejaron de existir? ¿Las pasiones expuestas y explicadas a detalle son cualidades de los personajes nefelibatas? ¿Será cierto que el hombre evoluciona y, por ello puede distinguir que no es el mismo entre una época y otra? ¿Dejó de ser sensible?
El hombre es el más grande enigma en este mundo. Definirlo resulta pretencioso y, sólo conduciría a enumerar una lista de calificativos que no esclarecerían la respuesta. No obstante, el hombre es y será hombre. Es decir, la sensibilidad en él lo distingue, siendo ésta alguna de sus máximas cualidad. Somos sojuzgados a las pasiones. El cómo hacemos mención de ellas es la única variable; aunque no del todo, ya que siempre recurrimos al único recurso que tenemos, a la palabra. Sea en lienzos, papiros, papel, hojas de cuaderno, confesiones, canciones o demás medios, la palabra siempre intenta exponer lo que acaece en el corazón de los hombres.
Quizá pueda decirse que lo sucedido en los libros es ajeno a la vida real. Pero tal consideración es un muro de titanio que se levanta para negar esa sensibilidad. De ahí la insistencia que el hombre no cambia. Ama, odia tiene sed de venganza, se arrepiente, sucumbe a sus debilidades, intenta tener dominio de sus actos. Y todo ello no son cualidades de caballeros o damiselas del siglo pasado. La sensibilidad en el hombre lo conduce a padecer el más glorioso de los regocijos o a languidecer en tormentos. Pero no hay hombres de época, siempre hemos sido los mismos.
Si bien es cierto que las circunstancias cambian, no subyace que la sensibilidad del hombre lo haga de igual forma. Entonces ¿por qué no amamos con esa intensidad como se describe, por ejemplo en el romanticismo? ¿Por qué aún se sigue considerando que los personajes de las novelas, por ejemplo, son meramente eso, personajes ficticios? Existe confusión al respecto. Primeramente, conviene considerar que no hay hombres de época. En ese sentido el hombre al ser sensible es pasional. Las pasiones no se miden, no es que unas sean más intensas que otras, de ahí radica la confusión. Las pasiones dominan y rigen el actuar de cualquier hombre, en el tiempo o época que sea.
Sin embargo, hay que considerar que el engaño es crucial para esclarecer todo este asunto. Podemos engañarnos de que quedamos sojuzgados a cualquier pasión. Por ejemplo, podemos convencernos de que amamos, pero somos infieles. Creemos expresar ira y deseo de venganza, pero muchas veces no logramos saciar esa sed porque tal vez no era deseo de venganza, sino se trataba de una pasajera rabieta. Pero ya sea en cualquiera de los casos, hay que tener la certeza de que no se niega a la sensibilidad.

Tal vez no se niega nuestra sensibilidad, pero ésta ha sido limitada ¿en qué sentido? ¿Cómo podemos amar en un mundo de feministas o machistas? ¿Cómo seremos capaces de enamorarnos en este entorno donde lo único que importa es fortalecer el egoísmo? Hemos creado una tajante división, nos hemos comparado cuando ni siquiera somos comparables; nos hemos nombrado mujeres y varones y con ello, nos hemos puesto una máscara de convencionalismos absurdos. En eso radica el limitar la sensibilidad. Sin embargo, como toda máscara deja al descubierto a los ojos, los únicos capaces de captar la belleza, el amor. La belleza de estar enamorado. De esta manera no todo está perdido. Somos sensibles y, por ello es que podemos reconocernos en el reflejo de cualquier novela, poema, de cualquier palabra.    

lunes, 15 de mayo de 2017

Dramatismo de la vida

Dramatismo de la vida
Es una respuesta bastante cómoda el decir que lo histórico se divide de lo poético en la cualidad de lo verdadero. El personaje histórico (no sé si el término personaje sea algo heredado de lo poético, o viceversa), a pesar de vivir en un terreno que tiene que ser evocado como la palabra poética a una distancia que le da en parte el nombre de histórico, parece fácilmente distinguible por la relación de sus hechos, de su efecto en una línea temporal y causal. Sus palabras, sus pensamientos provienen, a veces, de lo anecdótico, otras, de su propia producción literaria. No existe un narrador que lo modele, decimos, a pesar de que la historia siempre es narración selecta: no todo hecho es contado por un historiador. Pero la frontera está mal delineada si admitimos que lo verdadero en lo histórico atiende a un estilo de la narración. Atiende, eso sí, a un uso de la palabra distinto al poético. Los personajes poéticos son creaciones, despliegues de un narrador que escoge también la manera de presentarse al pensamiento; se requiere que pensemos en ellos como personas.
Lo poético de un personaje dramático no está sólo en el asiento que tiene en la imaginación de quien lo recrea y de quien lo modeló. Para la historia se requiere imaginación a fin de cuentas. Sospecho que un historiador al que la imaginación no le sirva para interpretar y contar su percepción histórica no tiene el talento mínimo para su oficio. Por eso historiar no es lo mismo que recopilar información sobre un lapso de tiempo. Es absurdo que un escritor ponga al principio de sus obras dramáticas o narrativas que todo lo que en él se contiene no sucedió en ningún momento tal y como él lo refiere: esa es una barrera que el lector tiene que superar. Lo tiene que hacer si quiere llegar a pensar la importancia de una obra literaria, tanto histórica como poética. Lo tiene que hacer si quiere comprenderse histórica y poéticamente. No basta para esa comprensión que piense que la ficción es la base de la distinción porque así no podrá verse propio de la ficción. Su comprensión de lo poético será igual de pobre que su comprensión de lo histórico. Por ende, su comprensión de sí y de lo que vive se verá también empobrecida. Todo el tiempo, aunque no se percate, estará creyendo que el límite del pensamiento de lo que se le presente será siempre arbitrario, fugaz, inmediato: “práctico”.

¿No somos, en algún sentido, personajes de nuestras propias vidas? Ahí hay un problema que puede palparse en el pensamiento común de manera sencilla. Se cree que el dramatismo de la vida es algo impuesto por nosotros. No hay que hacer mala poesía de la libertad. El problema es, en el fondo, grave para todo aquel que busque saber si es posible todavía comprender algo de su propia vida. Si la verdad está en los hechos, ¿por qué puede un personaje dramático parecerse a nosotros, simpatizarnos al grado de ser influidos por él sin que nos demos cuenta? ¿Será sólo que es parte de los embrujos de los escritores, embrujos como los de Cervantes? Si el límite fuera tan claro, la palabra no tendría efecto alguno. Por eso lo importante de la lectura es que nuestro mundo, iluminado por nuestro lenguaje, sea mejor entendido, mejor enfrentado con la poesía que es también el mundo. La comprensión histórica permite que la narración de hechos no sea sólo una simple relación. El interés de la historia en abordar el pasado es establecer una posibilidad de ser en paralelo con los procesos. Aprovecha la naturaleza del tiempo para comprender las razones del presente a través de la acción y el pensamiento del hombre anterior. La intimidad a la que llegamos con el narrador rebasa las pretensiones históricas, pero no las puede abandonar: el conocimiento literario, en tanto creación relativa al hombre, habla del hombre de un tiempo, y aspira a clásico en tanto que nunca termina su tiempo para el lector.


Tacitus

domingo, 14 de mayo de 2017

La pluma de oro



Hace poco lanzaron una pregunta muy interesante aquí en el blog: ¿en qué consiste ser un buen escritor? Los motivos por los que no la hayan respondido o querido responder no me atañen, pues la pregunta es muy interesante. Según se colige de una entrada anterior, no se puede ser un buen escritor, sólo gustar más o menos a los lectores según el ánimo imperante en la época. Eso explicaría por qué son más leídos en la actualidad autores que dentro de cincuenta años serán olvidados que aquellos que llevan cientos de años conquistando los corazones literarios. Creo que por aquí se puede comenzar a ensayar una respuesta. Pero antes de la respuesta hay que refinar la pregunta: ¿cómo logran los libros de los grandes autores desafiar y derrotar al tiempo, cual Zeus ante Cronos? ¿Qué nos dicen las tragedias griegas, el teatro shakespereano o el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, libros que todavía leemos? No sólo son referencias llamadas ambiguamente cultas, sino que las grandes obras siguen imprimiéndose en diferentes ediciones y traducidas a casi todos los idiomas posibles. 

Si pensamos en Shakespeare, por ejemplo Romeo y Julieta, podemos ver cursilería dolorosa, pero también podemos ver un tema general, más que un tema, (porque eso suena a anaquel académico), se puede ver un aspecto humano. Todos nos enamoramos. Pero ¿por qué nos gusta ver a dos enamorados? Eso también lo podemos ver en alguna telenovela o en casi cualquier película con dos protagonistas exageradamente moldeados para agradar al público femenino y masculino. ¿Qué diferencia hay entre la obra más famosa de Shakespeare y The Notebook (Diario de una pasión)? Quizá sea injusto para el dramaturgo inglés acusarlo de que la historia donde pelean los Montesco contra los Capuleto se reduzca a una relación amorosa. Precisamente esa oposición entre amor y venganza, felicidad y tristeza,  representada en cinco actos, sea el verdadero tema de Romeo y Julieta. ¿Pero eso por qué vuelve un clásico a Shakespeare? El tema, mejor dicho, el problema que se presenta en la obra de teatro nos puede dar luces suficientes. Amor y venganza (un tipo de odio) son pasiones básicas en todos los hombres. 

¿El amor y el odio arroparán, conducirán, todas nuestras relaciones humanas? ¿La amabilidad, la alegría y la fraternidad son como el amor? ¿Son, pensémoslas así, disposiciones anímicas agradables que tienen su base en el aprecio y gusto por convivir con otras personas? De la misma manera, ¿el enojo, el egoísmo y la amargura son como el odio? ¿Dichas disposiciones tienen su base en un desagrado, quizá odio, por el género humano? Tal vez estoy exagerando lo que el genio inglés quería decir con Romeo y Julieta, porque ahí se muestran mayormente los actos más atroces de venganza y expresiones majestuosas sobre dos personas enamoradas. Pero tanto la venganza como el amor quitan la vida. Así que es difícil decir que el amor sea mejor que la venganza. Pero quizá sin la tradicional venganza entre los Montesco y los Capuleto, Romeo y Julieta sí hubieran podido consumar su amor. Quizá el sentido de la obra sí vaya a la oposición entre amor y venganza. 

Pero no sólo el tema es lo que vuelve un clásico a Romeo y Julieta, sino también el modo en el que se van contraponiendo ambas pasiones; cómo Romeo, enamorado de Julieta, busca la paz con Teobaldo, pero una vez que éste mata a Mercucio, el recién enamorado maldice su cobardía, se enardece de odio y mata a Teobaldo. De eso se trata: Shakespeare nos permite descubrir que el hombre ama con la misma fuerza con la que odia, y que a ambas pasiones es propenso. Todos los hombres de todos los tiempos hemos amado y odiado. Shakespeare se vuelve un clásico, quizás un buen escritor, por conocer las disposiciones fundamentales del hombre y mostrárnoslas. ¿Si ya no amamos y ya no odiamos dejamos de ser hombres? 

Fulladosa

viernes, 12 de mayo de 2017

Paranoia

¿Se puede hablar de sobreinterpretación?
Si todas las interpretaciones son buenas, entonces no hay problema, ¿no? Pero ¿y si sí existen malas interpretaciones?
¿Cómo identificar las buenas de las malas interpretaciones?
¿Cómo saber cuándo se interpreta de más?
¿Cómo saber la verdadera intención detrás de la acción (escrito, obra, etc.)?
¿Se puede interpretar sin meter a colación mis pasiones/deseos/prejuicios? ¿Esas interpretaciones también valen?
¿Cómo saber lo que debo hacer después de interpretar?
¿Comprensión? ¡Bhaa! Si eso se pudiera, yo sabría qué camino tomar o cuándo/cómo caminar…

La chica entre dos planos