Ante
la reciente entrega de los premios Óscar se ha generado en nuestro país –soy, y
somos, de México, para los que nos siguen desde el extranjero– un nacionalismo
inusitado por causa de las candidaturas de tres compatriotas nuestros,
directamente, a las categorías de Mejor edición de sonido, Mejor cinematografía
y Mejor Director. Nos sentimos, o al menos eso se maneja en los principales
medios de comunicación, orgullosos de que estos ilustres hombres estén
contendiendo por tan preciado reconocimiento; y en algunos casos rechazamos tal
patriotismo al decir que cualquier logro que tenga alguien que comparta nuestra
nacionalidad no deben ser motivo de orgullo, al menos no nuestro, pues no hemos
hecho nada para que otros mexicanos triunfen: el reconocimiento es y debe ser
sólo para ellos, que son quienes se han esforzado. Desgraciadamente el
presentar un orgullo por los logros ajenos o descalificar la posibilidad de
enorgullecerse por los mismos nos lleva irremediablemente a no poder reconciliar
la vida política con los deseos personales. Terminamos por vivir mal de una u
otra manera, pues de un lado caemos en la soberbia de darle a cada quien el
beneficio de sus logros, y por el otro nos humillamos ante las capacidades de
otros hombres, dejando así al patriotismo en un mero reflejo de nuestras
convicciones más escuetas en vez de darle el justo valor a la tierra y a
nosotros mismos.
Decimos que los competidores
mexicanos por el Óscar son nuestro orgullo en medida que ponen en alto el
nombre de nuestro país, con su trabajo reflejan que en México nacen hombres
dignos de pasar a la historia mundial. Nos regocijamos con sus triunfos porque
éstos reflejan la labor del país como generador de talentos, como si la
posición geográfica determinara el genio de algunos hombres. Llevamos tatuada
en el pecho la bandera nacional, pues de esta manera queda claro que el país ha
progresado, que el país está al mismo nivel que las grandes potencias. Sin
embargo, hay quienes demeritan esta postura pues no creen, en primera, que los ganadores mexicanos lleven tal
patriotismo en sus venas al momento de ganar; otros dicen que pensar que en el ombligo de la luna se dio tal talento
es negar la carrera de estos actores (en su sentido más amplio) que se
perfeccionaron en el extranjero, etc.
Quien se aventura a pensar que los
logros son meramente personales deja de lado a la comunidad como fuerte
influencia del ser de cada uno de nosotros. Éste no es patriota ni puede serlo,
dado que ya ha admitido que cada quien va hacia adelante según sus propias
luces y talentos. No importa si uno es mexicano o tahitiano, lo que importa es
que sobresale. En este caso lo mejor que podemos hacer es olvidarnos del otro y
procurarnos a nosotros mismos. No tenemos nación y por ello no vale la pena
luchar por ella: luchamos por el otro porque en esa lucha veremos el fruto de
nuestros esfuerzos y capacidades; luchamos por nosotros mismos usando al ajeno
como medio. De un lado y del otro (presente párrafo y párrafo anterior) no
somos patriotas, pues sólo buscamos la satisfacción personal. Lo anterior
deriva en la falta de compromiso social, actividad política y preocupación por
el bien de todos, ya que en el primer caso lo que importa es reflejar el
progreso de nuestro país sin importar lo que esto signifique, y en el segundo
caso ni siquiera hay tal cosa como país.
Quizá la solución está propuesta, entre otras obras y
reflexiones, en las películas de “El Indio” Fernández –las cuales realizó con
la ayuda del excelentísimo fotógrafo (sí ya sé que es un pleonasmo) Gabriel
Figueroa, quien fue influenciado por el ruso Serguéi Eisenstein– donde el
hombre patriota lo es porque ama a su pueblo, porque ama a su país por más
lleno de bastardos, ladrones, despreciables y cobardes. El patriotismo
consiste, pues, en amar la tierra que nos vio nacer, porque al brotar ahí somos
parte de ella; en aprender a vivir para nuestra tierra como si de una madre se
tratara y no nada más en lo que pondera al país; el patriota ama, incluso, que
vaya mal, porque sabe que el país no está en las instituciones gubernamentales,
sino en el alma de cada uno de los que le componen y eso lo hace bello. De esta
manera el patriota hace todo porque su país sea cada vez mejor, por él, por sus
hermanos y por su tierra. El verdadero amor a la tierra niega la soberbia y la
humillación que acogemos como ciudadanos progresistas, pues lo que importa es
hacer todo por una vida mejor, y no el avance de nuestro gobierno, no porque
éste no sea importante, sino porque deriva del mismo amor a la tierra.
Talio
Maltratando a la musa
De la tierra y del árbol
con amor
En
cada una de las hojas que de ti se levantan
vemos
los sueños de los hombres que te pisan,
tan
diferentes entre sí: diferencian las almas,
y tan
similares: descubren que no hay razas.
En el
viento se impulsan para mirar más allá
de
los prados, los montes y las crudas barrancas,
posando
sus ojos sobre la hermosa ciudad
palpitando
gustosa en las esferas blancas.
Sus
recubrimientos grises no pueden ocultar
el amor
que profesan por su madre serena,
llevando
en sí mismas los rastros de esa tierra
que,
desde aquel árbol, su origen, sus vidas llena.
El árbol
y la tierra nos dieron al camino
instándonos
al vuelo como las verdes hojas
volviéndonos
por suerte en partículas rojas
que
tan enamoradas aceptan su destino.
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