Presentación

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lunes, 29 de febrero de 2016

¡Qué viva México!



Ante la reciente entrega de los premios Óscar se ha generado en nuestro país –soy, y somos, de México, para los que nos siguen desde el extranjero– un nacionalismo inusitado por causa de las candidaturas de tres compatriotas nuestros, directamente, a las categorías de Mejor edición de sonido, Mejor cinematografía y Mejor Director. Nos sentimos, o al menos eso se maneja en los principales medios de comunicación, orgullosos de que estos ilustres hombres estén contendiendo por tan preciado reconocimiento; y en algunos casos rechazamos tal patriotismo al decir que cualquier logro que tenga alguien que comparta nuestra nacionalidad no deben ser motivo de orgullo, al menos no nuestro, pues no hemos hecho nada para que otros mexicanos triunfen: el reconocimiento es y debe ser sólo para ellos, que son quienes se han esforzado. Desgraciadamente el presentar un orgullo por los logros ajenos o descalificar la posibilidad de enorgullecerse por los mismos nos lleva irremediablemente a no poder reconciliar la vida política con los deseos personales. Terminamos por vivir mal de una u otra manera, pues de un lado caemos en la soberbia de darle a cada quien el beneficio de sus logros, y por el otro nos humillamos ante las capacidades de otros hombres, dejando así al patriotismo en un mero reflejo de nuestras convicciones más escuetas en vez de darle el justo valor a la tierra y a nosotros mismos.
            Decimos que los competidores mexicanos por el Óscar son nuestro orgullo en medida que ponen en alto el nombre de nuestro país, con su trabajo reflejan que en México nacen hombres dignos de pasar a la historia mundial. Nos regocijamos con sus triunfos porque éstos reflejan la labor del país como generador de talentos, como si la posición geográfica determinara el genio de algunos hombres. Llevamos tatuada en el pecho la bandera nacional, pues de esta manera queda claro que el país ha progresado, que el país está al mismo nivel que las grandes potencias. Sin embargo, hay quienes demeritan esta postura pues no creen, en primera, que  los ganadores mexicanos lleven tal patriotismo en sus venas al momento de ganar; otros dicen que pensar que en el ombligo de la luna se dio tal talento es negar la carrera de estos actores (en su sentido más amplio) que se perfeccionaron en el extranjero, etc.
            Quien se aventura a pensar que los logros son meramente personales deja de lado a la comunidad como fuerte influencia del ser de cada uno de nosotros. Éste no es patriota ni puede serlo, dado que ya ha admitido que cada quien va hacia adelante según sus propias luces y talentos. No importa si uno es mexicano o tahitiano, lo que importa es que sobresale. En este caso lo mejor que podemos hacer es olvidarnos del otro y procurarnos a nosotros mismos. No tenemos nación y por ello no vale la pena luchar por ella: luchamos por el otro porque en esa lucha veremos el fruto de nuestros esfuerzos y capacidades; luchamos por nosotros mismos usando al ajeno como medio. De un lado y del otro (presente párrafo y párrafo anterior) no somos patriotas, pues sólo buscamos la satisfacción personal. Lo anterior deriva en la falta de compromiso social, actividad política y preocupación por el bien de todos, ya que en el primer caso lo que importa es reflejar el progreso de nuestro país sin importar lo que esto signifique, y en el segundo caso ni siquiera hay tal cosa como país.
Quizá la solución está propuesta, entre otras obras y reflexiones, en las películas de “El Indio” Fernández –las cuales realizó con la ayuda del excelentísimo fotógrafo (sí ya sé que es un pleonasmo) Gabriel Figueroa, quien fue influenciado por el ruso Serguéi Eisenstein– donde el hombre patriota lo es porque ama a su pueblo, porque ama a su país por más lleno de bastardos, ladrones, despreciables y cobardes. El patriotismo consiste, pues, en amar la tierra que nos vio nacer, porque al brotar ahí somos parte de ella; en aprender a vivir para nuestra tierra como si de una madre se tratara y no nada más en lo que pondera al país; el patriota ama, incluso, que vaya mal, porque sabe que el país no está en las instituciones gubernamentales, sino en el alma de cada uno de los que le componen y eso lo hace bello. De esta manera el patriota hace todo porque su país sea cada vez mejor, por él, por sus hermanos y por su tierra. El verdadero amor a la tierra niega la soberbia y la humillación que acogemos como ciudadanos progresistas, pues lo que importa es hacer todo por una vida mejor, y no el avance de nuestro gobierno, no porque éste no sea importante, sino porque deriva del mismo amor a la tierra.


Talio

Maltratando a la musa

De la tierra y del árbol 
         con amor 

En cada una de las hojas que de ti se levantan
vemos los sueños de los hombres que te pisan,
tan diferentes entre sí: diferencian las almas,
y tan similares: descubren que no hay razas.

En el viento se impulsan para mirar más allá
de los prados, los montes y las crudas barrancas,
posando sus ojos sobre la hermosa ciudad
palpitando gustosa en las esferas blancas.

Sus recubrimientos grises no pueden ocultar
el amor que profesan por su madre serena,
llevando en sí mismas los rastros de esa tierra
que, desde aquel árbol, su origen, sus vidas llena.

El árbol y la tierra nos dieron al camino
instándonos al vuelo como las verdes hojas
volviéndonos por suerte en partículas rojas
que tan enamoradas aceptan su destino.


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