Presentación

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domingo, 28 de febrero de 2016

Tortillas duras y bolillos con crema


                                                                         If I had possession over the judgment day
                                                                        Lord, the little woman I’m lovin` wouldn’t
                                                                      Have no right to pray.
                                                                     Some other man got my woman
                                                                   And the lonesome blues got me. Robert Johnson


Cualquier cosa era mejor que verla morrearse con aquel sujeto, las fiestas no son fiestas cuando te restriegan en la cara que les importas un bledo. ¡Qué digo bledo! un reverendo pepino.
Cualquier lugar es mejor que quedarse en esa parranda y ver sus dadivosos labios conectarse con los del fulano. Es mejor estar orinado, vomitado y sin un peso en alguna calle. Es mejor estar tosiendo pedazos de pulmón y moribundo en alguna cama de hospital. Mucho mejor sería estar ciego y pedir limosna en el metro. Hasta un pinche enema es mejor que esta chingada situación, gustoso me iría a hacer uno, me cae de madre.  Todo esto es mejor que quedarse en esa fiesta, es verdaderamente insoportable. Que no me vengan con mamadas.
Por eso es que camino tan de madrugada, sin haberme puesto una peda como Dionisio manda. Pero que pérfida ménade...
En realidad no deseo la compañía de ninguna persona, ansío esta soledad que me vino tan de golpe, sin buscarla. Espontánea y mordaz.
Tan sencillo que es pararse en una tienda de abarrotes, comprar un vino no tan caro pero tampoco una baratija de esas que venden en cartones de tetra pack. Así se hace. El dependiente se ha llevado mis últimos cien morlacos, agreguemos en la promoción el trío de cigarros que le regateé para que baje más rico el vino.
Lo siguiente es tirarse en cualquier lado. En realidad no en cualquiera. No debo estar muy visible, no deseo que los policías se me encimen nada mas por andarme echando unos insignificantes y mansitos tragos.
Hay tan pocos sitios que se me antojan apropiados para beber vino, salvo un parque o el portón de un edificio. El ganador de la competencia es el portón.
Tan infalible como que este vino me aliviará y me emborrachará, es que Bietka ya está agasajándose en un baño con aquel perro afortunado. Son tan estúpidos, más bien ella. Ambos. A Bietka sólo le ven el sexo.
No es que yo no lo haga, no me doy baños de pureza, eso no lo tengo. Pero al menos le aprecio y no la quiero sólo para tenerla en la cama.
Y todo se va con el vino (mis pesares descarriados me dejan la cabeza gracias a unas uvas añejadas, que algún buen hombre se tomó la libertad de procesar. Merci, Don concha y toro), mis infructuosos intentos por salir del desempleo, el tener que llenarme el estómago de tortillas duras y bolillos con crema, mi hermana la Houdini de las clínicas de desintoxicación, mi único amigo que no regresa de la Amazonia y para completar la flor imperial de desgracias, esta insidiosa señorita que no me quito de la cabeza, tan noble que se ve...¡Ah pero cómo me da de apendicitis y migrañas y desveladas! Sería la perfección desalojarla del pensamiento, y que, de paso, se lleve todas las demás cosas que me quitan el sueño.
    
A la gente le gusta chingar, demuéstrales tu currículo de debilidades y harán gala de sus mejores trucos para llevarte al diablo.
Por eso prefiero la impasibilidad, brinda un guarecimiento digno de ser notado. Pero a la gente le gusta chingar.
Por ejemplo: Al jefecito de pacotilla que no me quiso dar trabajo nada más por el cabello largo, al cadenero que no me dejaba pasar a la cochina fiesta, a mi hermana que no se decide entre drogarse todo el tiempo o ya dejar el vicio de una buena vez y no se diga nada de la mujer en cuestión (Bietka). No se diga nada. A la gente le gusta chingar. A mí, a veces también.

-Hermano, regálame un sorbo de tu vino- Se acerca diciendo un vagabundo. Hiede a orina y a locura.
--¡Esfúmate, lárgate de aquí! No te daré ni madres - A decir verdad, no me costaba nada darle un sorbo, invitarle un cigarro, entablar una amena conversación. Estoy seguro que tendría buenas historias que escuchar. Pero ando salido de las venas, ebulliciono en furor malsano.
Denuesto y maldigo este día, que ha tenido de bueno solamente el vino.
El vagabundo se va, empiezo a sentirme terrible por haberle tratado con la punta del pie, casi lo miré con asco. Se llevará una pésima y equivocada idea de mí, para lo que importa. ¡Ah, no! Las primeras impresiones son tan importantes...¡qué mundo tan descabellado!
Enciendo un cigarro y me pongo a tararear una canción que no logro nombrar, está en la punta de la lengua, pero está tan lejana esa punta, en un altiplano insondable. Qué Mauna Kea ni qué la chencha.

¡Ah, sí, sí!, la lengua. Que se le lengua la traba con el vino ya haciendo peripecias en el sistema, que le da risa lo que no es risible, que le deprime no poderse deprimir de nuevo, esa enigmática comodidad que brinda la zozobra. Que de repente hasta le dan ganas de drogarse de nuevo con su hermana, a pesar de estar limpito limpito desde que tuvo que dejar la universidad. Total, si se va a pudrir la primogénita, que se lleve el tren también al de en medio, que salve a la familia la menor del linaje.
Y que la noche se enfría, lo ensabana con su marquesa temblorina, sopla y resopla con tal de ver salir vapor de su boca, le divierte.
Y las rebabas de la hecatombe en su cabeza (se dice hecatombe por las neuronas que se refinó con el vino) y en el espíritu, disminuido por las penas que se hacían homogéneas junto con las cosas buenas de la vida, basadas en pequeñeces no tan nimias. Era la gloria llegar a casa, tirarse en el sillón y ponerse a leer un buen libro. O quizá también se cachondeaba con la gloria cuando se iba al monte, a ver lo pequeña que es la ciudad, imaginar todas las hormiguitas privadas en sus rutinas. Eso me hace sentir vivo, tristemente, no hay muchas cosas que me recuerden que respiro, a veces inhalar y exhalar se hacen por pura puta inercia.     

Ah sí, sí, pero los placeres breves de la vida, en eso estábamos. Que los cielos llueven a cántaros, pasarse horas reptando en camellones  (adoro el pasto de los camellones, es exquisito), echarse una cerveza en Las Nubes (que tiene la mejor terraza que he visto, una vista magnífica de la ciudad), andar de voluntario con los locos de greenpeace, acariciar las flores y oler el bosque y un no tan largo etcétera. En fin, varias cosas que se anteponen con jerarquía a las perfidias, a los vagabundos asesinos de la soledad, a las rentas sin pagar, a los amigos que ya los han de haber matado los candirús en la Amazonia, (Digo Amazonia en vez del país, porque no sé ni en qué parte del larguísimo Amazonas está Leonardo) esas cosas entrometidas y salvajes que le arruinan a uno el sabor a vino si se les convoca en exceso. Al menos ya bailaban muy poco en mi envinada conciencia, neuronas y malos pensamientos tumbados de un solo plomazo y, de paso, medicina al corazón (eso dicen). Eficacia. No es de sorprenderse la alta tasa de alcohólicos pululantes en la ciudad.
-Qué bueno sería encontrarse una botella sin fin- Pensé mientras veía desaparecer la última gota de vino. Incluso robar una botella me parecía buena idea, pero el remordimiento me vendría a joder la noche. Sería tan feliz de no tener conciencia o, en su defecto, ser un sinvergüenza. Lo que suceda primero, pues.
Dada la facilidad con que se encuentra una botella a la que no se le acabe el alcohol, uno termina decidiendo que es mejor pararle a la bebida, ir a casa a dormir.
Entonces te das cuenta de lo tarde que se pudo haber hecho, la comodidad de la calle somnolienta contagia de tranquilidad, haciendo posible que el tiempo se largue con relativa velocidad.
Y son pasadas ya las cuatro de la mañana.
Hay que buscar dónde dormir, porque las asentaderas ya se hartaron de estar posadas en el mismo lugar, la vista se cansó de ver las mismas cosas (fragmentos de parque, un auto de una marca irreconocible, un quiosco triste, dos botes de basura vacíos y un no tan largo etcétera).
Incluso el silencio empieza a ser desdeñable (mira nada más, hasta el silencio harta después de un rato, quien lo diría). El absurdo es quedarse ahí, viendo nada. Absurdo es irse a casa a pie, a pesar de que no es muy lejos (cuarenta minutos a mi ritmo). Y después darse cuenta que cualquier decisión que se tome sería absurda. Así, se apoya la moción de allanar una habitación de hotel, la menos absurda de las opciones (¿o la más absurda?).
Soy un neófito en el arte de las intromisiones en hoteles, casi me acobardo al estar en la entrada del hotel Cervantes, pero mister Johnson aparece en mi cabeza, maestro del delta. I got to keep on moving, blues falling down like hail. And the days keep remindin´ me there´s a hellhound on my trail.
Me da valentía recordar la música en la cabeza, el carpe diem de los años veinte. Saco mis llaves y desprendo una del llavero.

  El hotel Cervantes carece del glamour de los hoteles adinerados, es mas bien un hotel sin renombre, supongo. No es muy grande, tiene tres pisos, una fachada que avergonzaría a los holiday inn y demás hoteles de lujo.
Para mi fortuna, la entrada está despejada, es obvio que no se esperan clientela a tan profunda hora de la noche. Actúo rápido, brincando la barra del lobby y tomando la llave cuarenta y uno. Cambié a la dentada del hotel por la dentada de la puerta de casa de Bietka, que ya no tiene uso para mí.  
Con un par de movimientos me desembarazo de los zapatos para anular el sonido de mis pasos en las escaleras.
Observo unos segundos la imitación de porquería de Apolo y Dafne de Gian Lorenzo Bernini. Me enorgullezco de haber podido reconocer la escultura. 
Ya que las escaleras dan justa visión de la espalda de Apolo, casi noto únicamente a la Dafne árbol, que rechaza al pobre Apolo. Sentí miedo al recordar la historia.
Dudo mucho que las cosas estén premeditadas, sin libre albedrío, pero encontrarse un hotel con una escultura (más pirata que Barbanegra) asemejando de manera tan graciosa (diría sardónica) lo que me pasaba, me decía que algo turbio tenía que ver el destino con mi llegada al hotelucho. No es nada para asombrarse en exceso, porque las increíbles coincidencias también existen.
El chiste es que subo muy veloz las escaleras, seguro de mis silenciados pasos, busco la habitación con tácticas de espionaje, pegándome a las paredes y escudriñando el terreno antes de avanzar y hacerme visible.
La monotonía estaba presente en cada puerta, cortadas del mismo hígado, del mismo color crema oxidado. Una retocadita atraería más clientes al negocio.
Doy con el cuarto robado, no fue tan difícil, estaba en el segundo piso, casi al fondo. En la entrada había un helecho moribundo, que clamaba por agua, pobre.
Abrí la puerta con la discreción propia de los que allanan hoteles, me sentí aliviado al rodearme de la oscuridad de un cuarto recién abierto. Cerré con llave y prendí la luz, en realidad sólo era para ver qué tan agradable era la habitación, el sueño me vencía, no al grado de cerrarme los párpados unos instantes pero la cabeza me pesaba mucho. El alcohol la aligeraría, me arrepentí de no haber robado el vino, estúpida moral.
No había gran cosa en el lugar, un par de cuadros de paisajes impresionistas que no eran del todo buenos(o yo los mal miraba), un tocador limpio de cualquier objeto, un espejo que me mostraba demacrado y algo sucio, con ojitos de perro somnoliento con moquillo.
Y qué decir del baño, era muy bonito. Bonito porque era casi del tamaño de mi pieza, el lugar que llamo guarida. Descargué la vejiga y acompañé el suceso con un par de suspiros llenos de satisfacción.
Ahora pasemos a la cama, tan cómoda, incitaba al sueño o al sexo. No teniendo pareja, decantarse por la primera opción.
Me quité la playera y metí todo el cuerpo, salvo una pierna, en las sábanas, que olían a lavanda y a noches abrigadoras.
No supe más del mundo, cerrar los ojos y no abrirlos de nuevo fue algo muy sencillo, me sonreí por el crimen perpetrado y por el vino y eché a dormir.


   Me despertó, rebosante en el abrupto, un tipo alto y moreno (algo monigote), de ojos desafiantes, dignos de alguien que solicita su paga por un servicio. El resto de su descripción carece de importancia para mí, no me tomé la libertad de verlo con detenimiento, me interesaba mas bien poco.
Vestía ropas tan formales que supuse era el gerente del hotel, lo corroboré más tarde.
-No te hagas el listo, no estás hospedado en este hotel, hazme el favor de pagar la cuota o tendré que llamar a la policía, que ellos arreglen el problema-De haber estado enteramente despierto me habría espantado con sus amenazas, pero la indiferencia de un recién despertado es algo grande.
-Creo que sabes que no tengo ni un peso, de lo contrario te habría pagado sin inconvenientes, es sólo que no tenía dónde pasar la noche.
-Eso es una de las miles de cosas que no me importan. Aquí lo que importa es el dinero que me estás robando.
-Debe haber una manera de solucionar pacíficamente este problema- Dije sin levantarme de la cama, sin salir del acaramelado estupor que me tenía entre sábanas.
-No, no la hay. Tienes que pagar o te aviento a la policía, cabrón.
-No hay necesidad, hombre. No ha sido gran cosa, segurito que si dialogamos un poco verás que llegamos a algún lado.
-¡Y una mierda, pendejo! ¡Lárgate ahora mismo, que te voy a romper la madre!- Un gerente educadísimo en el arte de la intimidación y con un lenguaje florido además.
-Espera, espera...

Me tomó de los brazos con mucha fuerza, me superaba en varios kilos de poder y por eso sentí el cuerpo saliendo de la cama, arrastrado violentamente del cuarto y jaloneado hasta por las escaleras. La cintura me rebotaba en los escalones, escribirlo no duele, vivirlo, sí.
Una vez a los pies de Apolo, me rendí, la fuerza del gerente no admitía desafíos válidos.
-¡Ya, ya! Gracias, el resto del camino lo puedo hacer solo.
-¡Pero vete ya!- Vaya que se hace enojar a un gerente cuando se allana su hotel.
Estaba por salir del edificio cuando se me ocurrió una pregunta absurda. Me animé a hacerla porque el mono tiene la mirada pesada, tanto que alguien lo nota cuando lo ve a uno de espaldas.
-Oye, sé que es algo estúpido preguntar, pero... ¿No me darías trabajo?
-Ja ja ja, vaya que es estúpido que lo preguntes. Es obvio que no te daría empleo.
-Era la respuesta evidente, casi ni me atrevía a preguntar. Pero es que llevo mucho sin trabajo y noté que casi no tienes personal.
-Eso es cierto- Concedió el gerentucho.
No supe qué decir, la plática estaba cerrada.
-Pero no por no tener casi personal le daré trabajo a un vagabundo como tú.
-Para nada, de vagabundo no tengo nada. De pobre, tengo todo.
Estaba por recurrir al chantaje. Decirle que iría con la policía después de golpearme un poco más y acusarlo de violentarme.
Pero algo similar al remordimiento se leía en sus ojos, quizá se arrepentía de tratarme con tal agresividad, a fin de cuentas, no había hecho ningún daño, ni me dio tiempo de robarme ceniceros, focos y shampoos. No hice el mal en su hotel.
-Está bien, te daré empleo. ¡Pero de conserje!
-Claro, no hay problema para mí.
-Pero tendrás que venir más tarde y traer tu solicitud y documentos en regla. Si una sola cosa falta...
-Está bien- Le interrumpí, era obvio a donde se dirigían sus palabras.

Le di las gracias y la mano. Me di asco al hacerlo. Pero un gesto tan insignificante como dejarle de dar las gracias me habría dado un aire ingrato y posiblemente le hiciera cambiar de opinión.

El día estaba radiante, noté al astro rey en todo su esplendor, en la potencia que tiene a eso de las doce de la tarde o la una.
Paré a desternillarme de la risa en la entrada del edificio donde me bebí aquel delicioso vino, apenas unas horas antes.
Quizás Bietka estuviera amaneciendo con un par de brazos rodeándole el pecho y un aliento perforándole la espalda o el cuello. Muy posiblemente mi hermana se moriría sin hacer la rehabilitación. A lo mejor Leonardo no se regresaría nunca de la Amazonia.
Pero ya tenía casi seguro un trabajo. Por fin podría pagar los meses de renta que adeudo y dejar de tragar tortillas duras y bolillos con crema. Ya era un buen avance. Me reí de nuevo, no me importaba tener que caminar bajo el sol (y sin playera) esos cuarenta minutos hasta mi casa.
Me vaticinaba un día de puta madre.


  




Tertulio Eustaquio













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