Presentación

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domingo, 24 de abril de 2016

La Martucha

Para mi profesora de Filosofía Moderna, por hacer sus clases tan insufribles,
 que uno tiene que idear qué hacer para salvarse del aburrimiento
La oficina del hombrecillo reflejaba su mal gusto, fotografías de animales encerrados en un recuadro, con un espacio abajo en negro en el que palabras en helvética decían “Liderazgo”, “Responsabilidad”, coronaban la habitación de dieciocho por veinte. Era una oficina que olía a modorra, holgazanería y pretensión. Estar ahí era aburrido, los pingüinos de uno de los cuadros lucían a punto de morir de aburrimiento, las plantas lucían sedientas, las pinturas secas y olía a desodorante para auto. La silla del hombrecillo era demasiado cómoda para un jefe de publicidad y contenidos. Él recordaba haber leído una vez que la silla de líder nunca debe ser extremadamente cómoda, para que no olvide a quiénes se debe y que ser el jefe nunca debe ser fácil. La silla donde él estaba sentado era tan incómoda como dar la mano al padre de tu novia después de haberla masturbado; tan incómoda como asiento de Burger King, tan incómoda como ver la boleta de calificaciones después de un semestre de pleno springbreak; tan incómoda como cuando tu familia te pregunta en navidad qué estás estudiando, si ya te vas a casar. Alzó la nalga izquierda y luego la derecha, repitió hasta sentirse más cómodo. La corbata le apretaba el cogote, estaba mal anudada y para el ojo atento era perceptible una mancha de catsup que nunca se dignó a desaparecer. La mayoría de las cosas tenía la decencia - la buena costumbre - de desaparecer.
-       Su currículo es…impresionante. Sólo dígame: ¿quién es Martha Higareda?
-       Ah, es una actriz. Buena chica.
-       ¿Se acostó con ella?
-       Impresionante ¿cierto? – Dijo él mientras sus manos se convertían en pistolas apuntando al hombrecillo. Se le hinchó el pecho de orgullo y recordó a Martha, recordó el sabor íntimo que sólo algunos pocos muchos habrían probado. 
-       No sé por qué considera importante incluir eso en su currículo – dijo un extrañado hombrecillo. 
Él se levantó de aquella asquerosa silla y se dio una vuelta victoriasecretamente, desgraciado y torpe como era él.
-¿Qué está haciendo?
- ¿Me ha visto? ¿Acaso no le parece digno de encomio que alguien como yo se haya acostado con Martha Higareda?
- ¿Y eso de qué le sirve a mi empresa?- “Su empresa...esta no es tu empresa, cabrón. Que un pedazo de madera tallada tenga tu nombre en una oficina grande no quiere decir que seas el papá de los pollitos” pensó él mientras masticaba su respuesta:
- Si pude convencer a Martita de que me enseñara a la Martucha creo que puedo convencer a su clientela de que su producto totalmente innecesario es indispensable para la supervivencia y el buen vivir.
- …¿La emborrachaste?
- Pensé que dijo que no era importante incluir eso en el currículo. Pero no fue necesario emborrachar a nadie – Alzó de nuevo la nalga izquierda y la volvió a posar en aquel asiento de mierda.
-Está bien, pasemos a lo siguiente: ¿cómo le llamaría a una crema para hemorroides?
- Baba de Houdini – Dijo sin chistar y sin ambages; con la seguridad arrendada del hombre inseguro pero desempleado desde hace más de cuatro meses, con rentas atrasadas por pagar, que se escabulle día a día de los tentáculos de su casera.
- ¿Pero qué clase de nombre es Baba de Houdini?- espetó el hombrecillo.
- Es el nuevo nombre de una marca de crema hemorroidal
-Ahh un tipo “listo”. Mejor prosigamos. ¿Cómo le llamaría a nuestra app para traducir poemas?
- ¿Tienen algo así? Válgame. Le pondría Delirio de Creso – guiñó el ojo con un iris socarrón y una expresión casi burlona.
-Usted debe estar bromeando – dijo el hombrecillo incrédulo, había que ver lo que uno tiene que soportar cuando abre vacantes de trabajo- Quizá no encajaría en el departamento de publicidad, veamos sus habilidades de escritura.
- Ahh mi currículo habla bastante al respecto por sí mismo.
-Creo que escribir guiones de películas pornográficas y escribir un libro de poemas intitulado “Oda a las almorranas” no es suficiente ni lo califica “ipso facto” para el trabajo – concluyó el hombrecillo mientras él pensaba cuánto tiempo llevaba el hombrecillo queriendo usar satisfactoriamente la palabra “ipso facto” (querido diario, hoy pude usar la palabra ipso facto) - Quisiera que me escribiera una pequeña historia con las siguientes palabras: -  dijo el hombrecillo- “mercenario, utopía, inteligencia, cabeza, pelear, estocada, liderazgo, responsabilidad, experimentado, ordenar, necedad, sexo, estado, vocación”
- ¿Se le acaban de ocurrir esas palabras apenas ahora o en todas las entrevistas usa las mismas palabras? – Dijo él, sherlockholmescamente.
- Preferiría no contestar eso – evadió el hombrecillo, mientras alzaba su nalga izquierda de aquel asiento acojinado.
-Así que son las mismas siempre…
- Limítese a hacer el ejercicio que le he pedido. Y procure ser breve, quiero ver cómo escribe, no que me haga una novela. Le daré cinco minutos. Iré por un café y regreso. Disculpe usted.
El hombrecillo salió dejando la estela de su olorosa loción: “hail hail Mr Don Hugo Boss” pensó él. Se tronó el cuello y los dedos de las manos a fin de relajarse, a fin de cumplir con un ritual imbécil que hacía siempre que se disponía a escribir, se rascó la nalga ceremoniosamente y empezó a pensar en las palabras que debía usar. No le gustaba escribir presionado, se sentía como un mono de esos cilindreros, de esos de los que se espera que hagan una gracia: “órale, chavo, haga su gracia, escriba algo bonito, algo terso e inspirador”, pensó. Tontos, como si la escritura se quedara en el mero embeleso, como si el escribir no fuera darse en la madre con uno mismo, como si escribir fuera hacer enchiladas. “Ya ni la chingan” pensó.
Pero el juego es el juego, el hambre el hambre y el desempleo el desempleo. El mundo te obliga a jugar, a pedir trabajo en saco y corbata, sofocado y acalorado, pluma en mano y rodeado por una oficina rezumante de mal gusto; por dios, que el hombrecillo tenía cuadros kitsch, piezas dignas del museo del mal arte. Una tragedia ver a alguien con dinero que no sabe cómo gastarlo. Suspiró profundamente mientras veía la cara compungida, como de pedo atorado, de una mujer en una pintura hecha a lo bruto, con brochazos arbitrarios y desidiosos. Exhaló. Volteó a ver de nuevo las palabras y empezó.
“Lo primero que sintió fue mucho calor, el fragor de la batalla no le dejaba ver el chorro rojizo que sudaba de sus hombros. Era el mejor mercenario pero incluso los mejores hombres sangran, viven alguna utopía de vez en cuando y deciden pelear por razones equivocadas, por causas muertas. Blandió su espada una vez más, sintiendo el peso en su mano siniestra hinchando con mayor presión su brazo. Ya no golpeaba con la misma fuerza que al inicio del combate, el pecho le dolía; un hombre corría hacía él, espada en mano, entonces el mercenario lanzó una estocada que perforó una armadura, cota, ropa y piel mientras el siseo del acero cortando el aire se extinguía para dar paso al lamento de un hombre muriendo. Así, tajo a tajo, estoque tras estoque, abrirse espacio: estaban rodeados por ambos flancos, habían caído en una trampa. Cubierta toda posible retirada por un grupo numeroso de arqueros. Necesitaban cabeza para salir, que brotara la inteligencia en una actividad tan pasional como el arte de la muerte por combate. Necesitaban liderazgo, hombres morían a raudales, era una danza sangrienta, una rapsoda en rojo, cantos de hombres muriendo colmaban el campo, el ruido del acero contra el acero, de la pena contra la pena sumían el valle; sólo el reordenar las filas los salvaría de la carnicería: lo necesitaban a él, el más experimentado de los mercenarios que quedaban con vida, de los que no había muerto en la vanguardia, era su responsabilidad guiarlos. Sólo su necedad a aceptar la muerte los mantendría vivos. Así que gritó órdenes: un tajo, dos tajos, una orden; otro tajo, un estoque, repetir la orden. Así hasta salir del atolladero. Cosas como reformen las líneas, formación de cobertura falange, salieron de su boca, pero esto no eran las malditas Termópilas y él no era ningún Leónidas. Le gustaba matar, era lo mejor que sabía hacer, era su vocación. No peleaba por la permanencia o la caída del estado, peleaba por sí mismo, porque le pagaban por hacer aquello para lo que nació. Las filas se reagruparon, ordenó retroceder hacia los árboles dentro del valle, donde los jinetes poco importarían, donde no podrían sacar tanta ventaja de ir a caballo y donde se podrían poner a buena distancia de los lanceros y donde los arqueros no podrían clavar sus besos de acero en sus hombres. Y cada que daba una orden, las tropas le obedecían. No importaba que no fuera el líder, intentaba no morir, que era más de lo que los demás estaban haciendo y por eso lo seguían. Así, lograron sobrevivir; poco importaba la retirada, la derrota. El verdadero triunfo era estar vivo. Estaba totalmente bañado en sudor, con las emociones batiendo su pecho, su corazón, con la felicidad que precede al miedo, con su entrepierna endurecida, su mente pensando en la otra guerra, la guerra entre sábanas, pensando en sexo”
Releyó el texto. Lo leyó de nuevo. Entonces la revelación le golpeó: esta basura era lo que le gustaba hacer, le pareció que la historia daba para más, que sería una grosería con el pobrecito mercenario que su historia se quedara en una entrevista de trabajo nada más, pensó que quizá no obtener el empleo no sería tan terrible, que la sopa maruchan no sabe tan tan feo y que unas arterias tapadas bien valían la pena en pos del arte que menos mal se le daba pero le llenaba. Pensó que quizá era hora de por fin dedicarse a la novela que siempre decía que iba a escribir, de la que ya tenía la idea desde que era joven, que quizá era hora de hacer ese viaje por el país, conocer el mundo, escribir sobre la vida y no sobre lo que imaginaba que era la vida. Maldijo a Kerouac por incitarle a viajar, maldijo a Palahniuk por incitarle a escribir. Y sin embargo se sentía orgulloso de escribir algo medianamente interesante a partir de palabras al azar, incluso siendo para un hombrecillo de mal gusto y que se tenía en tan alta estima, a juzgar por todos los reconocimientos inundando la oficina. Entregado a sus pensamientos y devaneos guajiros, no escuchó la puerta abrirse. Un olor a café de ese que no es café llenó la habitación con su pestilencia amargada. La habitación olía a Hugo Boss, a café, a sudor y a incertidumbre. “Con que así es como huele el Godinismo” pensó para sus adentros. Nalga izquierda arriba, abajo; nalga derecha arriba, abajo.
-¿Ya terminó? –inquirió Monsieur Hugo Boss, mientras se sentaba y desabotonaba su saco.
- Por supuesto – Y le extendió la hoja con sus garabatos acerca de un mercenario peleando y sobreviviendo una batalla perdida.
El hombrecillo leyó con atención, alternaba la lectura con sorbos obscenos de café. Mientras el hombrecillo leía, él se daba más y más cuenta que no quería el trabajo, que en realidad no sabía qué hacía en esa oficina, que la esclavitud de jornadas laborales sólo le impediría hacer lo que en verdad le gustaba, lo que de verdad quería hacer. Envidió al mercenario, que hacía aquello para lo que nació. Deseó con fuerza no obtener el trabajo; pero se deslindaba del ejercicio pleno de su voluntad, se ponía a merced del mundo. Elegía no elegir. Encomendado al suceder del momento, se atendría a la decisión del mundo encarnado en un hombrecillo bien vestido pero que exudaba mal gusto. Pero qué iba a saber él que esto era como cuando uno tira un volado: decides en cuanto la moneda gira y gira en el aire, la vida pendiendo en el girar de un maldito pedazo de cobre. Se decide en el aire, nunca cuando cae. Y la moneda giraba mientras el hombrecillo seguía leyendo, con todo el mal gusto de ir rezando las palabras que iba leyendo, como leían los idiotas o los niños pequeños.
La decisión estaba tomada para cuando los labios pararon, para cuando el hombrecillo reacomodó su trasero en aquella silla acolchonada, mientras se aclaraba la garganta y decía:
-       Esto es…interesante.
-       ¿Le parece? Con las palabras que me dio eso es lo que pude hacer.
-       Sí, es muy curioso. Sin embargo todavía no veo bien claro cómo embonaría en nuestra empresa. Ciertamente no estoy convencido.
-       Creo que sería una excelente añadidura a la empresa –las palabras salieron de su boca; intentaba convencerlo, convencerse de que necesitaba el empleo (un harakiri para ir comiendo, por favor), convencerse a sí mismo de que necesitaba la distracción, de que lo que verdaderamente quería hacer no se podía hacer en un cubículo, pero su Pepe Grillo le decía que quizá también sirviera de experiencia para escribir. Siempre se pueden escribir cuentos gruñones sobre lo terrible que es el trabajo, decía el maldito grillo. Quería escribir, pero no escribir para agradar, vender o convencer. Quería escribir para vivir. Y sin embargo ahí estaba, perorando para obtener un empleo que no quería, para percibir un sueldo que necesitaba para comprar cosas que creía que quería. Kennedy Toole vivió debajo de las escaleras de la casa de su madre, Foster Wallace se dio un balazo melancólico, él bien podía vivir de bolillos con crema, tortillas tiesas, sopas maruchan y salir muy ocasionalmente ¿Pero sobre qué escribiría? ¿Sobre lo terrible que es el aumento en el precio del maíz, la luz, el agua y el gas? Y una mierda, sin experiencias no hay texto. Al final decidió decidir. Empezó a vestir sus palabras con el encaje, el negligé del terciopelo...
Consiguió el trabajo, pero al final obtuvo el empleo no por su pericia con las palabras, sino por haberse acostado con Martha Higareda:
-       Está bien, el puesto es suyo. Pero que conste que me tiene que contar cómo fue que conoció a Martita y pasarme su teléfono.

-       Claro que sí, jefe – Pensó él, mientras pensaba en los retardos que acumularía en el primer mes “Un par nada más, para que no crean que uno es huevón; cosa de llegar tarde el primer día y muy temprano todos los demás, para que nunca sepan qué esperar de mí” pensó. Y así inició su versión mexicana del sueño americano, sus lontananzas en un afán casi romántico por encontrar historias que contar, cosas que vivir, experiencias que detestar, denostar y denunciar. "Denunciar el sistema desde adentro" pensó. Salió de la oficina del hombrecillo, recordando la Martucha de Martha, recordando al mercenario, pensando que la misma entrevista de trabajo podría ser contada y apestando a Hugo Boss y Nescafé. 

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