“¡Un oasis de
horror en un desierto
de aburrimiento!” C. Baudelaire
El corazón le latía al ritmo del horror. Un tambor
resonaba dentro del gran salón oscurecido. No podía dejar de ver. Se sentía
contrariado, una serie de malas decisiones le habían llevado a aquel lugar.
Esto era una aventura digna de ser contada, qué importa enumerar todas las
acciones que llevaron sus pasos esta noche a este salón a media luz, una luz
roja hemoglobina. Las paredes estaban rodeadas de candelabros antiguos, estaban
cargados de velas. Las flamas se agitaban con el frenesí de un baile cadencioso
y agitado. La pista de baile estaba improvisada por un círculo de personas al
pie del altar. Estaban envueltos en túnicas largas y holgadas, cubrían su
rostro en un azul marino. Algunos de los hombres llevaban una cadena a de púas
en la cadera y en el cuello, máscaras de toros, con los cuernos retorcidos y
afilados. Parecían tan reales. Un coro de voces acompañaba el baile de aquella
mujer al centro del círculo. Los cantos parecían los rezos de una iglesia
gótica, abarcaban varias tonalidades y por las voces tan agudas, se dio cuenta
de que algunas de las personas en el círculo eran mujeres. Su canto parecía un
lamento, el de los hombres parecía una especie de plegaria que se combinaba con
las voces de las mujeres. Todo estaba tan oscuro. Sólo la mujer que bailaba
vestía un color claro. Iba de blanco, en un vestido largo de seda que se
balanceaba con sus movimientos; sus brazos desnudos, excepto por unas mascadas
blancas rodeándolos. Iba descalza y cuando brincaba para girar en el aire,
parecía que flotaba. Después caía al piso y envolvía el aire con sus manos en
movimientos circulares, atraía los brazos a su pecho, abría las piernas, las
cruzaba, giraba en el piso y se levantaba. La música se volvía más y más
intensa. La música no hacía sino acrecentar la belleza de aquella mujer, el
vestido no disimulaba sus largas piernas, ni el escote sus senos. El vestido
bailaba con las contorsiones de su cuerpo. Parecía en trance. A media luz, era
difícil percatarse de la luz en sus ojos o el sudor en su cuerpo, embelesado,
era difícil tener una buena noción del tiempo. Pero seguramente aquella mujer
llevaba mucho tiempo bailando, la luna ya estaba alta y entraba por el solar de
aquel salón, conforme avanzaba la noche, había más luz. La luna se alzaba en el
cielo para ver mejor el espectáculo, llamada por los cantos que resonaban en la
noche. La retahíla de frases cantadas, sin aparente sentido, continuaba
alargándose. Algunos clérigos tomaban por turnos a las mujeres del círculo.
Gemidos se mezclaban con plegarias que se alzaban con el humo que surgía de un
par de grandes hogueras a los lados del salón. Un olor que no reconocía se
mezclaba con otro olor dulzón, con el sudor, el olor del sexo, el fervor, la
devoción, hierbas. El olor de frutas quemadas empezaba a sobresalir, había grandes
cestos llenos de ellas y algunas eran arrojadas a las hogueras, seguramente con
el afán de impregnar con su olor el salón.
Jamás debió salir de casa. El prospecto de la llegada de
la primavera incitaba sus ánimos, la ilusión de una noche de júbilo y
desenfreno arremolinaba sus pensamientos. Tenía que trabajar mañana, pero eso
poco importa cuando se tiene cierta disposición al desvelo. Quería salir de la
rutina que el mundo le había impuesto. Estaba aburrido, era un tedio profundo,
que cimbraba las pocas, casi nulas, certezas que había en su vida. Necesitaba
salir. Su cuarto parecía ser inmune a las veleidades del tiempo, sus paredes lo
digerían con la lentitud del metabolismo de una serpiente. Es terrible vivir en
el Ouroboros. Necesitaba acallar el sinsentido de su vida, al menos por unas
horas. Suspender todo juicio y emoción. No bastaba ir al lugar de siempre. Un
estúpido y repentino afán empujó sus pasos a otros rumbos, la posibilidad de ir
a cualquier lugar a sólo unos clicks de distancia, amén de una tarjeta de
crédito previamente aprobada:
La mujer bailaba visiblemente extasiada. Sus manos
dibujaban caricias en su cuerpo. De vez en vez abría los ojos, suspendía su
trance para observar a los hombres y mujeres en sus vaivenes sudorosos. Era tan
bella que dolía no ser poeta. Una mujer hermosa es todo lo que nos separa de la
perdición. Lo único que motiva más los actos humanos que el aburrimiento es el
hacer estallar la sonrisa de una hermosa mujer. El prospecto del juego, del
misterio, de una escapada furtiva la hacían sonreír. Salir del bar por la puerta
trasera, subir a un taxi y besarse mientras los cuerpos desafían las leyes
axiomáticas de la materia: dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio, pero
nadie dijo que no podíamos intentarlo. Una mano intrépida e insolente se desliza
debajo de la falda; una mano tersa acaricia el cierre de un pantalón que se
mueve inquieto y entusiasmado. Su labial ahora está por todo su rostro y su
cuello. Recorren sus cuerpos con el escrutinio del amante y la pasión de la
libido encandilada. Ella acerca sus labios a su oído y dice la frase que
cambiaría el curso de su noche: ¿quieres ir conmigo a una fiesta?
Y ahí está. Se ha puesto de nuevo ese labial rojo que tan
bien le sienta, el vestido blanco acentúa su figura y se mueve con increíble
estética. Al verla bailar, en trance, casi piensa que aquellos tórridos minutos
que le dejaron miel en los labios valen la penuria de estar encadenado a una
losa de piedra. Quisiera quitar el casi, pero su instinto le muestra la
insensatez de pensar semejante ridiculez. Su nula suerte con las mujeres le
ciega ante la evidencia de que sólo ha sido utilizado. En muy pocos contextos
una mujer que te quiere te amarra con cadenas. Y cuando eso sucede, te dan una
palabra secreta que brinda la posibilidad de parar el acto. Y esto no es una
actuación, no hay telón por ningún lado, no hay directores ni actores, sólo
humanos haciendo lo que les place. Se entregan al arrobo de sus deseos en la
búsqueda de un orgasmo duradero. Una parte de él siente una tenebrosa envidia.
Él no puede hacer nada, es un mero espectador de lujo, no es parte del
espectáculo que no puede alcanzar a comprender. Nunca ha sido parte de nada y
este día no es la excepción. Espera la primavera, pero esta no le trae nada
nuevo bajo el Sol.
Entonces reconoció el olor que le faltaba. En medio del
frenesí su visión vislumbró huesos entre las llamas. Las mandíbulas abiertas
eran fieles testigos de una muerte dolorosa. Debió haberse desmayado, no
recuerda haber visto ningún cuerpo convertirse en cenizas ardientes. Intentó
despertar. No pudo hacerlo. Ya estaba despierto. Esto es a lo que llamas
realidad, esto a lo que tan valientemente le intentas dotar de sentido. Esto es
un ritual. Inmerecido espectador de lujo. No se suponía que estuviera aquí…quizá
por eso no puede dejar de mirar. Ahora que sabía de dónde provenía el olor, no
podía dejar de notarlo en el aire. Los contoneos de aquella mujer parecían
llevarle el aroma a la nariz. Tan cerca y tan lejos. Vaya manera de recibir la
primavera. Vaya anécdota de bar. Imposible contarle a los nietos esta historia
de su vida. No podría hablarlo con nadie. Este tipo de cosas no tendrían que
estar sucediendo en estas épocas. El ritmo de la música se ralentiza
súbitamente. Sólo quedan los tambores como repiqueteos que resuenan en el
vacío, en la luz de la noche blanquecina. La luna recorre con su luz a la mujer
que se acerca. Su vestido blanco danza con sus pasos gráciles, con su andar que
tan etéreamente asemeja al flotar. Se ha acercado lo suficiente como para
hundirse en el color de sus ojos. Sus miradas se encuentran y los tambores se
sincronizan con los latidos de su corazón. La mujer le besa los labios,
ligeramente, sólo para provocar. Una silueta roja deja un camino de besos a lo
largo de su cuello. A lo lejos un clérigo recita unas palabras en algún idioma
extraño. La mujer hunde sus uñas en su espalda al tiempo que le vuelve a besar.
Sus labios responden casi involuntariamente, su cuerpo responde, la piel se
eriza, la sangre se va del cerebro para alojarse en otro lugar. Ella le arranca
la camisa, le quita el pantalón, la música crece en intensidad. Quién sabe cómo
se ha podido dar cuenta de que los clérigos ya no están dentro de las mujeres
del círculo, todos lo(s) observan. Los ojos de la mujer también están fijos en
él, lo besa con los labios abiertos. El corte de su vestido presagia sus largas
piernas, sus manos descubren el presagio que se vuelve realidad. La ropa
interior se apura hacia el piso, ella se acerca más. Su pierna izquierda hace
gala de su elasticidad al llegar al hombro del hombre encadenado, con la otra
mano ella lo toma entre sus manos y la guía adentro de ella. Los rezos se
reanudan, la música continua su marcha frenética. Él jadea y ella grita, él
grita y ella jadea, el vestido pende en el aire. Sus labios se encuentran, las
miradas se rozan y luego al revés. Ella se acerca tanto como le es posible y le
dice al oído ¿disfrutas la fiesta?, él está ahí y al mismo tiempo en otro lado
y no puede ni responder, pero definitivamente disfruta de la fiesta. El tiempo
se detiene por un instante, toda noción de sí desaparece en un segundo eterno. Se
siente tan vivo. Ella baja la pierna y le besa de nuevo. Se aleja y no voltea
más a verlo. La oscuridad la cubre mientras camina al centro del círculo. Una
vez en medio, resplandece a la luz de la luna que se cuela por la cúpula del
salón. Se acuesta en el piso y reanuda sus contoneos vertiginosos. Él no
entiende nada pero el delicioso letargo que le embarga socava toda
incertidumbre.
La música se detiene nuevamente. Ella deja de bailar y se
queda con las piernas abiertas hacia el cielo. Los tambores resuenan
lentamente: tum…tum…tum…Un clérigo con una máscara de un cráneo de un animal
con cuernos entra en escena, lleva una lanza más grande que él en su mano
derecha. Camina golpeando el piso con la lanza al tiempo que los tambores
retumban en eco por el salón: llega al centro del círculo abriéndose paso entre
la multitud. La mujer le observa pero nunca se levanta ni baja las piernas. Aquel
clérigo dice alguna cosa que él no comprende y el sonido de un mecanismo se
dispara: la mujer se empieza ver más lejos, más abajo, el peso de su cuerpo le
lastima conforme la losa de piedra va ascendiendo por el salón. Una vez que ha
subido lo suficiente, la losa se acerca al centro del círculo y ahora ve a aquella
mujer desde arriba. La secreción que produce su cuerpo extasiado gotea del
techo y cae en la mujer que yace abajo desnuda. El círculo de hombres y mujeres
comienza a rezar. Nada tiene sentido. Ya no está aletargado y su curiosidad le
carcome: le habla a la mujer y ella voltea. El clérigo la reprende y ella dice
unas palabras que él sí ha podido reconocer: “Sí, papá”. Ahora está más
confundido, o este es un rito de algún culto secreto o esta debe ser la fiesta
de quince años más extraña a la que alguna vez ha ido. Insiste. Le habla de
nuevo. No hay respuesta, ni una mirada. Nada. Es terco. Insiste nuevamente. Y
luego otra vez. Los rezos no paran pero la música ahora es lenta. Ella se harta
y lo voltea a ver: “las vasijas sacrificiales no debemos hablarnos”.
En el fondo lo sabía, pero ahora tenía sentido. Todo
estaba planeado desde el bar. Ella sabía todo desde el principio, claro está ¿Porqué
él? Sólo quería una cerveza y sus malestares paliar. Pero no sabe que la
primavera sólo nace de la violencia con la que perece el invierno, que para
sacar al mundo del yugo del invierno y renazcan las plantas se requiere de un
sacrificio. Así ha sido desde hace tantos siglos. Sólo la muerte trae la vida y
viceversa. Los rezos terminan y el clérigo alza su lanza hacia la losa y dibuja
una línea roja en el torso del hombre encadenado. Una lluvia roja baña a la
mujer de vestido blanco que se torna rojo. Ella y él exclaman gritos de dolor.
Él está muriendo, la vida se le escapa en un hilo carmín: el vientre de ella se
dilata, el vestido se entalla hasta casi estallar. El círculo enardece en
júbilo y estupor. De adentro de ella unas garras se abren paso hacia afuera.
Pronto los últimos alientos del hombre encadenado y los gritos de la mujer
pariendo son opacados por el rugido de algo que no suena humano. Una figura
oscura recibe los rayos de la luna y se yergue en el centro del círculo.
Algunos clérigos azotan sus rodillas en el piso y exclaman una plegaria, otros
apuran al piso a la mujer más próxima y reanudan sus embates tras descubrirles
las piernas cubiertas por las túnicas. La figura oscura se difumina lentamente
y con ella el prospecto de una buena cosecha y el renacer de las plantas está
garantizado. El hombre encadenado voltea a ver a la mujer que yace exhausta
allá abajo, totalmente cubierta de sangre. Sus miradas se encuentran y sus ojos
se cierran en un último aliento. La primavera ha nacido.
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