Presentación

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domingo, 4 de diciembre de 2016

La primavera



 “¡Un oasis de horror en un desierto
de aburrimiento!” C. Baudelaire

El corazón le latía al ritmo del horror. Un tambor resonaba dentro del gran salón oscurecido. No podía dejar de ver. Se sentía contrariado, una serie de malas decisiones le habían llevado a aquel lugar. Esto era una aventura digna de ser contada, qué importa enumerar todas las acciones que llevaron sus pasos esta noche a este salón a media luz, una luz roja hemoglobina. Las paredes estaban rodeadas de candelabros antiguos, estaban cargados de velas. Las flamas se agitaban con el frenesí de un baile cadencioso y agitado. La pista de baile estaba improvisada por un círculo de personas al pie del altar. Estaban envueltos en túnicas largas y holgadas, cubrían su rostro en un azul marino. Algunos de los hombres llevaban una cadena a de púas en la cadera y en el cuello, máscaras de toros, con los cuernos retorcidos y afilados. Parecían tan reales. Un coro de voces acompañaba el baile de aquella mujer al centro del círculo. Los cantos parecían los rezos de una iglesia gótica, abarcaban varias tonalidades y por las voces tan agudas, se dio cuenta de que algunas de las personas en el círculo eran mujeres. Su canto parecía un lamento, el de los hombres parecía una especie de plegaria que se combinaba con las voces de las mujeres. Todo estaba tan oscuro. Sólo la mujer que bailaba vestía un color claro. Iba de blanco, en un vestido largo de seda que se balanceaba con sus movimientos; sus brazos desnudos, excepto por unas mascadas blancas rodeándolos. Iba descalza y cuando brincaba para girar en el aire, parecía que flotaba. Después caía al piso y envolvía el aire con sus manos en movimientos circulares, atraía los brazos a su pecho, abría las piernas, las cruzaba, giraba en el piso y se levantaba. La música se volvía más y más intensa. La música no hacía sino acrecentar la belleza de aquella mujer, el vestido no disimulaba sus largas piernas, ni el escote sus senos. El vestido bailaba con las contorsiones de su cuerpo. Parecía en trance. A media luz, era difícil percatarse de la luz en sus ojos o el sudor en su cuerpo, embelesado, era difícil tener una buena noción del tiempo. Pero seguramente aquella mujer llevaba mucho tiempo bailando, la luna ya estaba alta y entraba por el solar de aquel salón, conforme avanzaba la noche, había más luz. La luna se alzaba en el cielo para ver mejor el espectáculo, llamada por los cantos que resonaban en la noche. La retahíla de frases cantadas, sin aparente sentido, continuaba alargándose. Algunos clérigos tomaban por turnos a las mujeres del círculo. Gemidos se mezclaban con plegarias que se alzaban con el humo que surgía de un par de grandes hogueras a los lados del salón. Un olor que no reconocía se mezclaba con otro olor dulzón, con el sudor, el olor del sexo, el fervor, la devoción, hierbas. El olor de frutas quemadas empezaba a sobresalir, había grandes cestos llenos de ellas y algunas eran arrojadas a las hogueras, seguramente con el afán de impregnar con su olor el salón.
Jamás debió salir de casa. El prospecto de la llegada de la primavera incitaba sus ánimos, la ilusión de una noche de júbilo y desenfreno arremolinaba sus pensamientos. Tenía que trabajar mañana, pero eso poco importa cuando se tiene cierta disposición al desvelo. Quería salir de la rutina que el mundo le había impuesto. Estaba aburrido, era un tedio profundo, que cimbraba las pocas, casi nulas, certezas que había en su vida. Necesitaba salir. Su cuarto parecía ser inmune a las veleidades del tiempo, sus paredes lo digerían con la lentitud del metabolismo de una serpiente. Es terrible vivir en el Ouroboros. Necesitaba acallar el sinsentido de su vida, al menos por unas horas. Suspender todo juicio y emoción. No bastaba ir al lugar de siempre. Un estúpido y repentino afán empujó sus pasos a otros rumbos, la posibilidad de ir a cualquier lugar a sólo unos clicks de distancia, amén de una tarjeta de crédito previamente aprobada:
La mujer bailaba visiblemente extasiada. Sus manos dibujaban caricias en su cuerpo. De vez en vez abría los ojos, suspendía su trance para observar a los hombres y mujeres en sus vaivenes sudorosos. Era tan bella que dolía no ser poeta. Una mujer hermosa es todo lo que nos separa de la perdición. Lo único que motiva más los actos humanos que el aburrimiento es el hacer estallar la sonrisa de una hermosa mujer. El prospecto del juego, del misterio, de una escapada furtiva la hacían sonreír. Salir del bar por la puerta trasera, subir a un taxi y besarse mientras los cuerpos desafían las leyes axiomáticas de la materia: dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio, pero nadie dijo que no podíamos intentarlo. Una mano intrépida e insolente se desliza debajo de la falda; una mano tersa acaricia el cierre de un pantalón que se mueve inquieto y entusiasmado. Su labial ahora está por todo su rostro y su cuello. Recorren sus cuerpos con el escrutinio del amante y la pasión de la libido encandilada. Ella acerca sus labios a su oído y dice la frase que cambiaría el curso de su noche: ¿quieres ir conmigo a una fiesta?
Y ahí está. Se ha puesto de nuevo ese labial rojo que tan bien le sienta, el vestido blanco acentúa su figura y se mueve con increíble estética. Al verla bailar, en trance, casi piensa que aquellos tórridos minutos que le dejaron miel en los labios valen la penuria de estar encadenado a una losa de piedra. Quisiera quitar el casi, pero su instinto le muestra la insensatez de pensar semejante ridiculez. Su nula suerte con las mujeres le ciega ante la evidencia de que sólo ha sido utilizado. En muy pocos contextos una mujer que te quiere te amarra con cadenas. Y cuando eso sucede, te dan una palabra secreta que brinda la posibilidad de parar el acto. Y esto no es una actuación, no hay telón por ningún lado, no hay directores ni actores, sólo humanos haciendo lo que les place. Se entregan al arrobo de sus deseos en la búsqueda de un orgasmo duradero. Una parte de él siente una tenebrosa envidia. Él no puede hacer nada, es un mero espectador de lujo, no es parte del espectáculo que no puede alcanzar a comprender. Nunca ha sido parte de nada y este día no es la excepción. Espera la primavera, pero esta no le trae nada nuevo bajo el Sol.
Entonces reconoció el olor que le faltaba. En medio del frenesí su visión vislumbró huesos entre las llamas. Las mandíbulas abiertas eran fieles testigos de una muerte dolorosa. Debió haberse desmayado, no recuerda haber visto ningún cuerpo convertirse en cenizas ardientes. Intentó despertar. No pudo hacerlo. Ya estaba despierto. Esto es a lo que llamas realidad, esto a lo que tan valientemente le intentas dotar de sentido. Esto es un ritual. Inmerecido espectador de lujo. No se suponía que estuviera aquí…quizá por eso no puede dejar de mirar. Ahora que sabía de dónde provenía el olor, no podía dejar de notarlo en el aire. Los contoneos de aquella mujer parecían llevarle el aroma a la nariz. Tan cerca y tan lejos. Vaya manera de recibir la primavera. Vaya anécdota de bar. Imposible contarle a los nietos esta historia de su vida. No podría hablarlo con nadie. Este tipo de cosas no tendrían que estar sucediendo en estas épocas. El ritmo de la música se ralentiza súbitamente. Sólo quedan los tambores como repiqueteos que resuenan en el vacío, en la luz de la noche blanquecina. La luna recorre con su luz a la mujer que se acerca. Su vestido blanco danza con sus pasos gráciles, con su andar que tan etéreamente asemeja al flotar. Se ha acercado lo suficiente como para hundirse en el color de sus ojos. Sus miradas se encuentran y los tambores se sincronizan con los latidos de su corazón. La mujer le besa los labios, ligeramente, sólo para provocar. Una silueta roja deja un camino de besos a lo largo de su cuello. A lo lejos un clérigo recita unas palabras en algún idioma extraño. La mujer hunde sus uñas en su espalda al tiempo que le vuelve a besar. Sus labios responden casi involuntariamente, su cuerpo responde, la piel se eriza, la sangre se va del cerebro para alojarse en otro lugar. Ella le arranca la camisa, le quita el pantalón, la música crece en intensidad. Quién sabe cómo se ha podido dar cuenta de que los clérigos ya no están dentro de las mujeres del círculo, todos lo(s) observan. Los ojos de la mujer también están fijos en él, lo besa con los labios abiertos. El corte de su vestido presagia sus largas piernas, sus manos descubren el presagio que se vuelve realidad. La ropa interior se apura hacia el piso, ella se acerca más. Su pierna izquierda hace gala de su elasticidad al llegar al hombro del hombre encadenado, con la otra mano ella lo toma entre sus manos y la guía adentro de ella. Los rezos se reanudan, la música continua su marcha frenética. Él jadea y ella grita, él grita y ella jadea, el vestido pende en el aire. Sus labios se encuentran, las miradas se rozan y luego al revés. Ella se acerca tanto como le es posible y le dice al oído ¿disfrutas la fiesta?, él está ahí y al mismo tiempo en otro lado y no puede ni responder, pero definitivamente disfruta de la fiesta. El tiempo se detiene por un instante, toda noción de sí desaparece en un segundo eterno. Se siente tan vivo. Ella baja la pierna y le besa de nuevo. Se aleja y no voltea más a verlo. La oscuridad la cubre mientras camina al centro del círculo. Una vez en medio, resplandece a la luz de la luna que se cuela por la cúpula del salón. Se acuesta en el piso y reanuda sus contoneos vertiginosos. Él no entiende nada pero el delicioso letargo que le embarga socava toda incertidumbre.
La música se detiene nuevamente. Ella deja de bailar y se queda con las piernas abiertas hacia el cielo. Los tambores resuenan lentamente: tum…tum…tum…Un clérigo con una máscara de un cráneo de un animal con cuernos entra en escena, lleva una lanza más grande que él en su mano derecha. Camina golpeando el piso con la lanza al tiempo que los tambores retumban en eco por el salón: llega al centro del círculo abriéndose paso entre la multitud. La mujer le observa pero nunca se levanta ni baja las piernas. Aquel clérigo dice alguna cosa que él no comprende y el sonido de un mecanismo se dispara: la mujer se empieza ver más lejos, más abajo, el peso de su cuerpo le lastima conforme la losa de piedra va ascendiendo por el salón. Una vez que ha subido lo suficiente, la losa se acerca al centro del círculo y ahora ve a aquella mujer desde arriba. La secreción que produce su cuerpo extasiado gotea del techo y cae en la mujer que yace abajo desnuda. El círculo de hombres y mujeres comienza a rezar. Nada tiene sentido. Ya no está aletargado y su curiosidad le carcome: le habla a la mujer y ella voltea. El clérigo la reprende y ella dice unas palabras que él sí ha podido reconocer: “Sí, papá”. Ahora está más confundido, o este es un rito de algún culto secreto o esta debe ser la fiesta de quince años más extraña a la que alguna vez ha ido. Insiste. Le habla de nuevo. No hay respuesta, ni una mirada. Nada. Es terco. Insiste nuevamente. Y luego otra vez. Los rezos no paran pero la música ahora es lenta. Ella se harta y lo voltea a ver: “las vasijas sacrificiales no debemos hablarnos”.
En el fondo lo sabía, pero ahora tenía sentido. Todo estaba planeado desde el bar. Ella sabía todo desde el principio, claro está ¿Porqué él? Sólo quería una cerveza y sus malestares paliar. Pero no sabe que la primavera sólo nace de la violencia con la que perece el invierno, que para sacar al mundo del yugo del invierno y renazcan las plantas se requiere de un sacrificio. Así ha sido desde hace tantos siglos. Sólo la muerte trae la vida y viceversa. Los rezos terminan y el clérigo alza su lanza hacia la losa y dibuja una línea roja en el torso del hombre encadenado. Una lluvia roja baña a la mujer de vestido blanco que se torna rojo. Ella y él exclaman gritos de dolor. Él está muriendo, la vida se le escapa en un hilo carmín: el vientre de ella se dilata, el vestido se entalla hasta casi estallar. El círculo enardece en júbilo y estupor. De adentro de ella unas garras se abren paso hacia afuera. Pronto los últimos alientos del hombre encadenado y los gritos de la mujer pariendo son opacados por el rugido de algo que no suena humano. Una figura oscura recibe los rayos de la luna y se yergue en el centro del círculo. Algunos clérigos azotan sus rodillas en el piso y exclaman una plegaria, otros apuran al piso a la mujer más próxima y reanudan sus embates tras descubrirles las piernas cubiertas por las túnicas. La figura oscura se difumina lentamente y con ella el prospecto de una buena cosecha y el renacer de las plantas está garantizado. El hombre encadenado voltea a ver a la mujer que yace exhausta allá abajo, totalmente cubierta de sangre. Sus miradas se encuentran y sus ojos se cierran en un último aliento. La primavera ha nacido.   
   

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