Hoy las calles me han deprimido. A donde sea que voltease,
la miseria embargaba la vida de la gente. Decenas, quizá cientos de personas
son asaltadas a diario. A tu lado en el metro podría ir un loco dialogando con alguna
de sus varias personalidades. Se necesitan vender varios bubulubus para
sobrevivir un día, para hacerte tu propia cajita feliz se deben hurgar montones
de botes de basura, para sacar la papa se deben hacer muchísimas ilusiones al
ritmo de Natural Blues de Moby; muchos mariguanoles separan de unos tacos a
muchos hijos. Casi me siento culpable de sentirme feliz. De sentirme colorido
en medio del gris. La vida, vivir, parece sencillo y sobre todo hermoso cuando
tu mano pende al ritmo del andar de la mujer que quieres. Y es tan bello sentir
tanto, sobre todo rodeados de esta tierra que se empeña en amedrentar a las
personas. Amo la metáfora de los besos en medio de incendios. La ciudad arde. La
gente no se abate pero no se inmuta, se entregan a sus rutinas profesando una
esperanza inaudita. Las cosas irán a mejor, se prometen. Ya no habrá vacío, idealizan.
Estaríamos mejor con López Obrador, sentencian. Veo sus problemas y quisiera
poder desaparecerlos para siempre. Pero parece no estar en los hombres el prevenir
problemas, sino el crearlos. Olvidar por un momento que el mundo es una pintura
que se cae a pedazos es glorioso. Y cierta radiante y particular sonrisa me
inyecta ese dulce olvido. De vez en vez un hombre asesinando la comedia en pos
de una moneda me recuerda de dónde vengo, de una jungla hambrienta donde los
perros llevan escopetas. Palabras, palabras por todos lados, hombres ansiando
ser escuchados. La ciudad derrama música e historias por doquier. Y al ritmo de
las teclas sonando es que me doy cuenta que esta melancolía repentina y
pasajera es de impotencia, de no poder ayudarles, de creer no ser capaz de
contar sus historias, de lo poco que me importa no tener muebles y vivir entre
puñados de ropa sucialimpia y all bran, de no poder comprarme los libros que se
me antojen, de no poder comprarle todo lo que hace brillar sus ojos kawai. La
ciudad -la carne, no el cemento- me inspira muchas cosas, temores y palabras,
pensamientos que van y vienen, que revolean mientras el metro avanza y la
frente se me llena de sudor. No se puede hacer gran cosa en una lata de
sardinas. Hace calor, sus brazos me arrullan y vuelve el confort. Si puedo
sentir algo como esto, el mundo no puede ser tan malo. La pasión ha creado el
mundo que piso a diario; la belleza de un amanecer sólo es por la oscuridad que
la antecede. No nos quebremos tanto la cabeza. La mente es experta en
solucionar los problemas que ha creado. Me entrego al calor de su abrazo y la
dulzura de sus besos. Vayamos por tacos. Pide los que quieras, hermosa, con once
pesos llego a mi casa. Compraré muebles tarde o temprano. No te vayas. Es tarde
y me da pendiente. Póngale otros cinco. Veamos si el comediante de la máscara
rota consigue suficientes monedas, si el señor de los alebrijes se persigna
antes de acabar la noche, si algún borracho no retiene la comida, averigüemos
qué hay al fondo de la olla del consomé de los tacos de cabeza. No temamos a la
cólera ni a la tifoidea ni a los aliens ni a la adultez ni a las becas ni a la
pedantería humana ni a los chacas ni al dolor ni a los bolsillos vacíos ni al
efecto invernadero, ni a los polos derretidos ni a Hegel ni al ridículo ni al
polvo de construcción. Cada minuto que me siento vivo aprendo a morir.
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Qué bello, Tertulio!
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