Presentación

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domingo, 26 de febrero de 2017

Impromptu en la ciudad



Hoy las calles me han deprimido. A donde sea que voltease, la miseria embargaba la vida de la gente. Decenas, quizá cientos de personas son asaltadas a diario. A tu lado en el metro podría ir un loco dialogando con alguna de sus varias personalidades. Se necesitan vender varios bubulubus para sobrevivir un día, para hacerte tu propia cajita feliz se deben hurgar montones de botes de basura, para sacar la papa se deben hacer muchísimas ilusiones al ritmo de Natural Blues de Moby; muchos mariguanoles separan de unos tacos a muchos hijos. Casi me siento culpable de sentirme feliz. De sentirme colorido en medio del gris. La vida, vivir, parece sencillo y sobre todo hermoso cuando tu mano pende al ritmo del andar de la mujer que quieres. Y es tan bello sentir tanto, sobre todo rodeados de esta tierra que se empeña en amedrentar a las personas. Amo la metáfora de los besos en medio de incendios. La ciudad arde. La gente no se abate pero no se inmuta, se entregan a sus rutinas profesando una esperanza inaudita. Las cosas irán a mejor, se prometen. Ya no habrá vacío, idealizan. Estaríamos mejor con López Obrador, sentencian. Veo sus problemas y quisiera poder desaparecerlos para siempre. Pero parece no estar en los hombres el prevenir problemas, sino el crearlos. Olvidar por un momento que el mundo es una pintura que se cae a pedazos es glorioso. Y cierta radiante y particular sonrisa me inyecta ese dulce olvido. De vez en vez un hombre asesinando la comedia en pos de una moneda me recuerda de dónde vengo, de una jungla hambrienta donde los perros llevan escopetas. Palabras, palabras por todos lados, hombres ansiando ser escuchados. La ciudad derrama música e historias por doquier. Y al ritmo de las teclas sonando es que me doy cuenta que esta melancolía repentina y pasajera es de impotencia, de no poder ayudarles, de creer no ser capaz de contar sus historias, de lo poco que me importa no tener muebles y vivir entre puñados de ropa sucialimpia y all bran, de no poder comprarme los libros que se me antojen, de no poder comprarle todo lo que hace brillar sus ojos kawai. La ciudad -la carne, no el cemento- me inspira muchas cosas, temores y palabras, pensamientos que van y vienen, que revolean mientras el metro avanza y la frente se me llena de sudor. No se puede hacer gran cosa en una lata de sardinas. Hace calor, sus brazos me arrullan y vuelve el confort. Si puedo sentir algo como esto, el mundo no puede ser tan malo. La pasión ha creado el mundo que piso a diario; la belleza de un amanecer sólo es por la oscuridad que la antecede. No nos quebremos tanto la cabeza. La mente es experta en solucionar los problemas que ha creado. Me entrego al calor de su abrazo y la dulzura de sus besos. Vayamos por tacos. Pide los que quieras, hermosa, con once pesos llego a mi casa. Compraré muebles tarde o temprano. No te vayas. Es tarde y me da pendiente. Póngale otros cinco. Veamos si el comediante de la máscara rota consigue suficientes monedas, si el señor de los alebrijes se persigna antes de acabar la noche, si algún borracho no retiene la comida, averigüemos qué hay al fondo de la olla del consomé de los tacos de cabeza. No temamos a la cólera ni a la tifoidea ni a los aliens ni a la adultez ni a las becas ni a la pedantería humana ni a los chacas ni al dolor ni a los bolsillos vacíos ni al efecto invernadero, ni a los polos derretidos ni a Hegel ni al ridículo ni al polvo de construcción. Cada minuto que me siento vivo aprendo a morir.
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