Presentación

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domingo, 23 de abril de 2017

El día de los sírfidos




Abrió las puertas y lo abandonó el frío. El calor era un alivio confortante. Lo recibieron libros, cientos, millares. La librería olía a café. Al fondo visible, a la izquierda, un pequeño, casi improvisado, Starbucks se postraba pretencioso. Al menos el café olía muy bien, pensó él, mientras sus ojos recorrían el lugar. Al lado de la entrada, la zona de cajas, a la derecha, los regalos y tarjetas de felicitaciones. Al fondo a la derecha estaba el final de la fila, un suplicio sin final aparente. Caminó hacia la fila, observando los libros lo menos posible: ser aficionado a la lectura, pobre y estar en la librería más grande de la ciudad es como ser un niño con caries en una dulcería. La buscó, pero ella todavía no llegaba, no estaba formada, ni viendo libros con la curiosidad que la caracterizaba. Resolvió esperar formado, después de todo, sería un lindo gesto guardarle un lugar. Él había escuchado que sólo se autografiarían doscientos libros, y fácilmente había más de la mitad de esas personas en la fila, una oruga multicolor que se extendía hasta el piso de arriba, naciendo en la entrada del auditorio de la librería. Lo que hace por ella. Él que detesta a la gente, el barullo, la mala literatura, que el mundo le recuerde lo pobre que es, formado en una fila para recibir la firma del peor escritor famoso del país. Todo por verla un rato. Se buscó en las bolsas del abrigo: dos cucharas, tres paletas: ambas con la finalidad de hacerlo olvidar que ha dejado de fumar; monedas, su credencial y su celular: no llevaba audífonos. La bossa nova fría y apresurada seguiría siendo lo que escuchara. Eso y el murmullo de la gente. No quería escucharlos, comprometido a su prejuicio de que la gente es idiota. Cada oportunidad que tenían las personas, le reafirmaban esa idea enclavada en su cabeza.
Procuró distraerse con los libros más inmediatos a su lugar en la fila, esperando ansioso el verla llegar. Yordi Rosado había sacado un nuevo libro: quióbole con este pendejo, ya tiene como tres libros y yo no puedo ni recibir un méndigo like en mis entradas de blog- pensó para los adentros que lo tenían absorto, recorriendo libros con los ojos, refunfuñando en su mente, celoso del acuciante éxito de la literatura de Sanborns. Cualquiera puede escribir, pero no cualquiera debería escribir. No al menos si se tiene un fin deshonesto para hacerlo: buscar la adulación, creer que se sabe algo sin dejar lugar a duda, escribir para quejarse del mundo. Le parecía que hoy día era más una moda que una convicción el decir que se es escritor. Que la basura que pulula las páginas del mundo eran historias vanas y propositivamente enredadas, maquinadas en la mesa de un Starbucks, quizá hasta el punto de la ridiculez y escribir en una máquina de escribir, más preocupados en la apariencia que en el contenido, deseando ser visto como un escritor refinado tomando un café asqueroso en una tienda pretenciosa, creyéndose hijos de Bukowski o Haruki Murakami. Parodiando escritores, embriagándose hasta la inconsciencia porque pues eso es lo que hacía Hemingway, escribiendo mientras trotas por la calle, porque pues así hacen los escritores japoneses chingones: en fin, jactándose de un talento ficticio a la menor provocación. Que lo que uno escriba le guste a nuestra mamá, no quiere decir que valga la pena que los demás nos lean, totalmente inconscientes del hecho de que ser escritor, es algo que no se puede auto proclamar, que el hacerlo inmediatamente nos descalifica como tal. Y le daban tirria los estantes y estantes de libros de autores como esos, la horda de Carlos Cuauhtemocs Sánchez, Paulos Coehleños, Susanne Collinses, Alejandros Jodorowskys y Dan Browns región cuatro, con sus fotos en sepia o blanco y negro adornando la solapa de sus libros, en una pose pseudo intelectual: sosteniendo la Divina Comedia como si fuera un gato, cruzados de piernas o con la mano en la barbilla: el peor error de quien escribe es asumir que tiene algo que decir, que la gente debe leerlo. Eso impide el diálogo desde antes de que se pueda gestar. Estaba harto de escucharlo, de adelante y atrás le llegaban las pláticas huecas, de terminologías oscuras y truculentas, el afán patético de reafirmarse a través del conocimiento que pretendían poseer. Era tan triste para él pensar que esa era la escena “intelectual”: el creerse ser intelectual. La pose por encima de la honestidad. Un mundo en el que no importa lo que realmente seas, sino lo que proyectas: el imperio del efecto Facebook, de la identidad suspendida, de esencia subsumida bajo la forma. Hojeó un libro de poemas del estante: versos huecos, de lugares comunes y arritmia atronadora: a leguas se notaba que el autor escribía pensando en la reacción de la gente más que en realmente contar algo, expresar lo que siente: no quería provocar, sino apantallar. Cerrar el libro es más fácil que cerrar los oídos. Tres personas delante de él hay un hombre que marea a una joven con su interpretación de la influencia Borgiana en la literatura del autor por el que esperan formados, al tiempo que se jacta de haber tomado un curso carísimo para entender a Borges impartido por Guillermo Fogwill, de haber ido a Lepanto para ver dónde perdió un brazo Cervantes: una retahíla sosa de todas las experiencias que, a sus ojos, lo volvían culto y educado. Ahora le contaba a la joven que estuvo presente en la conferencia de Slavoj Zizek donde habló de la condición humana a partir de los retretes del mundo, que en su visita a Irlanda pagó un tour carísimo para que le dieran el recorrido del Ulises de Joyce. El tipo era insoportable, él lo sabía, la joven lo sabía – lo denotaban sus ojos hastiados, asqueados, ojos de mirilla de pistola, presta a disparar- la gente decente de la fila lo sabía: todos menos aquel hombre imbuido en sus fantasías pseudo intelectuales, en sus anécdotas, quizá incluso ficticias, que se habían convertido en la justificación, en la vela izada de una vida sin dirección y sin puerto.
-Usté es un pendejo- dijo la joven, finalmente llegando a su límite. La cortesía no tiene lugar cuando se lidia con la estupidez y pedantería – No tiene ni idea de lo que está hablando y sólo quiere apantallar. Me da asco, pinche viejo pendejo.
La expresión de genuina indignación. La negación a aceptar una verdad evidente. El hombre pedante ofendido, pues sólo buscaba una plática profunda con alguna persona. Un mártir de nuestro tiempo, el hombre que desea dilucidar un asunto, pero encuentra siempre negativas, cerrazones, apatía. Pero no sabe que él la provoca, ni siquiera se ha percatado de que su interés no es el conocimiento, sino el re-conocimiento. Y por eso se siente como la víctima aquí. No entiende las miradas réprobas que le llegan de atrás y adelante, los ojos de fuchi, las muecas de indignación, el silencio enjuiciador que sobresale por encima de la maldita bossa nova que nunca va a parar.
-Señorita, me ofende. Yo sólo quería platicarle, hacer amena nuestra espera. Pensé que usted sería distinta, que sabría apreciar la literatura y que podría disfrutar de mis vastas experiencias de tantos años empapado en literatura.
- ¿Empapado en literatura?  Usté tiene empapada de mierda la cabeza. ¿Quién se cree que es? Es sólo un hombrecillo solo, patético y pedante. No quiero seguir hablando con usted, me ha hecho tan pesada la espera que ya estoy hasta la madre de estar formada.
- Lejos estaba en mis pretensiones el incomodarla, señorita. Sólo pensé que le gustaría platicar sobre el autor que vamos a conocer, ese gran escritor heredero directo de las plumas de Shakespeare y Cervantes.
- ¿Lejos estaba en mis pretensiones el incomodarla? Hable bien, no sea mamón. Esto es la vida real, no una obra de teatro del siglo XVI. Ya no me hable más, tengo un gas pimienta en mi mochila y no dudaré en usarlo. Aléjese de mí, asqueroso.

Un beso interrumpió la escena para nuestro protagonista. Era un beso cariñoso, cálido, que reconoció al instante. Era ella. Radiante y fresca como rocío. Sus ojos cafés reflejando su rostro emocionado por la escena que sucedía en la fila. Le daba lástima que ella se hubiera perdido el espectáculo, la caída de un Ícaro idiota que cree tocar el Sol cuando en realidad se está ahogando en agua salada. Ya habría tiempo de contarle todo, primero los abrazos, los besos, los te extrañé, los dónde estabas, los hacía un buen de tráfico y se me hizo tarde, los no importa me da gusto que ya estés aquí, los ya estaba harto de estar formado. Y de pronto, la espera era más llevadera. La bossa nova ya no sonaba tan monótona, incluso tenía cierta vitalidad. Pero era consciente de que su experiencia con las cosas era la misma, sólo su impresión cambiaba porque ahora estaba con ella. El resto del tiempo en la fila se les fue en platicar, como suspendidos, en medio de la pretensión de aquel lugar, de la intelectualidad rezumando por los estantes, de los carteles que incitaban a leer “Leer evitará que tus hijos digan: Fierro pariente” “Cuidado, leer puede provocar cultura” “Ayer me leíste y no podías parar y me leíste hasta el amanecer. Cuando desperté yo te quise leer y me dijiste que no leo bien” y demás florituras de la publicidad de las librerías de hoy día. Pero ahora ya le importaba menos, le seguía molestando, pero ya era más llevadera su estancia. La espera hubo de terminar, los pasos hubieron de ser dados hasta que llegaron al auditorio, donde les recibió un nocturno de Chopin, porque pues ¿porqué no? es Chopin y nada dice soy un escritor fino y renombrado como poner a Chopin a telonearte tu evento.   
Encontrar lugar fue difícil, sobre todo por el pésimo trabajo de los acomodadores de la librería, que en vez de agilizar, entorpecían el tránsito de la gente, la gran mayoría con sus libros nuevos de aquel autor tan reconocido. Las primeras filas fueron las primeras en llenarse, los celulares desenfundados, prestos a tomar fotos que irían a parar a alguna red social que atestiguara su buen gusto y su pasión por la cultura. El mundo lleva tanto preguntándose si se escucha la caída de un árbol si no hay nadie que la escuche, pues ahora, en el mundo posmoderno que arrecia allá afuera, el mundo se pregunta si ha ido a un evento cultural si no lo postea en una red social; este es el futuro de la escena intelectual: que no haya escena intelectual.
Aquel autor se tomó su tiempo. Llegó como todo un rockstar, en medio de aplausos, con su modelo de turno edecaneando su entrada como si fuera luchador entrando al ring. Hasta a Chopin parecía dolerle aquello, el piano entrecortado atestiguando una falla de sonido. La edecán toma su lugar en primera fila, el autor se sienta, donde enfrente le espera una coca cola y un cenicero donde irá a depositar los cigarros que ya está sacando de la bolsa de su abrigo. La ovación no cesa, los gritos de mujeres son una muestra de que “el universo conspira” para que los humanos sigamos siendo idiotas. Él se mantiene en su lugar, ajeno a aquel murmullo, pensando en que de esto sale una excelente idea para un cuento, porque, obviamente, él siempre tiene hilo de dónde cortar: de esta anécdota puede sacar hojas y hojas de una historia, porque pues todos sabemos que la extensión es igual a calidad. En esas ironías que pensaba se le iban los segundos casi eternos que le tomó a aquel hombre para saludar al público, mandar besos a sus fans y, por fin, sentarse para que diera inicio la firmadera de autógrafos. Y entonces, oh sorpresa. Pues que el tipo este trajo unos poemas inéditos y como regalo a su fiel base de seguidores, les leerá a continuación.
“Este lo escribí ayer en la madrugada”, dice orgulloso aquel hombre mientras apaga el pucho del primero de muchos cigarros que se ha de fumar esta tarde. Ella, su novia, al filo de su asiento, un poco apenada le confiesa a nuestro protagonista: no soy buena con la poesía: me gusta pero a ella no le gusto y no la entiendo. ¿Me puedes explicar lo que quiere decir con sus poemas? ¿cómo decirle que no? es tan adorable, es la luz de sus ojos, esa sonrisa tierna y cómplice que le instan a mover montañas y atrapar mariposas. Sí, cariño, lo que tú quieras. Suspende sus prejuicios, dispuesto a ser honesto y aceptar si los poemas son buenos. No cualquiera escribe buena poesía, sobre todo en un mundo sumergido en el cáncer llamado verso libre, que hace que casi cualquier cosa sea vista como un poema. Y versos libres fueron lo que leyó aquel hombre, eso sí, recitando con una voz tan masculinamente fingida, como si fuera el coro de una obra de teatro, como si estuviera poseído por el mismísimo Rimbaud y empieza:

Duermevela: noche oscura
Trajín indolente,
pústulas manos.  
Encallada soledad.
He aquí el esfuerzo desdeñado
de mi tortuosa ansiedad
que no halla respuesta
ni vacíos que llenar.
Ni muertes pequeñas
Ni grandes anhelos:
la noche es un orgasmo
que no termina de llegar.
Me deshago en palabras
Inútiles, estancadas.
Las palabras son
escopetas recortadas.
El poema acaba y aquel hombre termina de recitar con una cara de satisfacción palpable, con un orgullo henchido en una mirada soberbia: está esperando una reacción. Y la reacción llega. Una multitud lo ovaciona como si fuera un dios de la escritura. Las mujeres le gritan y los hombres aplauden. Mientras tanto, en medio del estruendo, la novia de nuestro protagonista le pone un dedo curioso en el hombro: no entendí el poema ¿qué quiere decir?
-Pues básicamente lo que dice es que está harto de estar solo, que masturbarse ya no lo alivia como antes, que tiene años, probablemente, sin tener sexo; que por más palabras bellas que le recite a las mujeres, ninguna lo quiere.
- ¿Eso dijo? Pero si lo que recitó se escuchaba tan profundo.
- Pues ese es el chiste, que no se note lo que en realidad dice. Así es como se las gastan este tipo de personas.
- Lo que pasa es que estás celoso de que tenga éxito.
- Me conoces tan bien. Sí me dan celos que él sea famoso, leído y yo no tengo ni perro que me ladre, mucho menos que me lea, pero no tengo celos de su talento, porque no tiene ninguno. Es más, el último verso se lo pirateó de una canción de Radiohead: “Words are sawn off shotguns” de la canción Jigsaw Falling Into Place.

A ese poema le siguieron varios, del mismo talante. Nuestro protagonista realizó las traducciones pertinentes. Para el final del recital, su novia ya lucía desencantada, ahora veía la realidad detrás de los poemas que ese hombre escribía: detrás de sus palabras oscurecidas no había nada, por eso utilizaba un lenguaje ennegrecido, para ocultar el vacío, la esterilidad de su poesía. Pero al menos al decir nada, decía mucho: es claro que conoces a alguien por lo que escribe, incluso cuando es deshonesto, pues su escrito te transmite la misma deshonestidad, la misma plasticidad de quien la escribe.
La lectura termina: acto seguido, la horda humana se abalanzó hacia aquel hombre que fuma cigarros sin parar, aquel hombre de mirada distraída, propia de quien ya no quiere estar en donde está, pero se debe a esta gente, sin ella, la farsa, el teatro se cae. Y entonces los empujones, los improperios, la ansiedad de tener una rúbrica en un libro. Poco a poco las personas pasan, algunas se toman fotos, un par de mujeres le roban un beso que al autor visiblemente le ha incomodado. Quiere mujeres, pero no cualquiera, aparentemente. Y por fin pasan ellos, su novia ya sin tanto entusiasmo como antes, le entrega el libro y le dice su nombre para la dedicatoria. Aquel hombre no es indiferente a la belleza evidente de su novia, pretende apantallarla con una dedicatoria “poética”. Ella recibe el libro y la mirada coqueta de un hombre entrado en años, ya con canas y que apesta a Marlboro. En algún otro momento, esa mirada le habría gustado, ahora sólo siente lástima e incomodidad. El autor lo nota, contrariado. No importa que cien mujeres le rindan pleitesía, lo que le importa es esa única mujer que le muestra tan abiertamente un desdén al que su literatura ha intentado distanciar de su persona. Intenta que no se vaya, pero es muy tarde, aquella mujer ya no está bajo el influjo de los encantos de su retórica. Se aleja y ambos se van. En un intento desesperado por recuperar el reconocimiento que siempre ha buscado, que le ha sido esquivo desde que era pequeño, se levanta, la coca cola se cae, el cenicero escupe ceniza y él choca con la mesa: “No te vayas ¿no te gustaron mis poemas?” –exclama, ya sin la altanería previa en la voz, con ojos compungidos y desesperados.
-No, no me gustaron- Profiere ella, seca y cortante.
Aquel hombre no está acostumbrado a que le digan ese tipo de cosas. El ser un escritor reconocido le ha habituado al elogio vacío, al aplauso sonoro. La gente no quiere que le digan la verdad, quieren que les digan lo que quieren escuchar. Y él no lo podía soportar.
- ¿¡Porqué no te gustaron!? Si son versos que me salieron del alma ¡como tocado por las musas!
- Eso no es cierto, sólo escribes extraño para que la gente crea que tienes profundidad. Eres mal poeta, pero eres peor persona.
- ¡Pero sólo escribo para vivir, para ser reconocido, para pagar mis antojos, para conquistar corazones!
Un silencio enorme se hizo en aquella sala…Un silencio de puntos suspensivos, un silencio atronador y revelador. Aquel hombre no era un escritor, era un cuenta historias sin profundidad, un jarrón vacío, un bosque sin árboles, un barco sin mástil, un orador mudo.
El resto de personas salieron, decepcionados. Este día representaba la caída del último gran ícono de la literatura en el país, un ídolo incendiado por el desdén de una mujer, por su propia vanidad y orgullo herido. Sus ventas no bajaron, pero su interés por escribir ya no fue el mismo. Aquel día en la librería, fue un día de revelación para él, descubrió que no era una avispa ni una abeja, sino un simple sírfido.     

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