Pero es,
Eugenia, que yo no pretendo nada, que no busco nada, que nada pido; es, Eugenia,
que yo me contento con que me deje venir de cuando en cuando a bañar mi
espíritu en la mirada de esos ojos, a embriagarme en el vaho de su respiración.
Niebla, Miguel de
Unamuno.
Los
pasos de Augusto Pérez eran el eco de la incertidumbre. Su sombra fue la
imparcialidad que se tiene ante la vida. Pasos sin hallar camino, ser
indiferente al transcurrir la vida, así era el andar de aquel joven. Pareciera
que el conocerse a sí mismo se trata de una trivialidad. Pues conocer al joven
Augusto era asunto que solamente a él le correspondía hacerlo. Nadie más puede
conocerle mejor que él mismo. Pero ¡qué iluso, qué ingenuo es creer esto!
Conocerse a sí mismo no se trata de una trivialidad. El acceder a nosotros
mismos por nuestra propia cuenta es como caminar en penumbras. No podemos
conocernos a nosotros mismos sin la necesidad de reflejarnos en los ojos de
otra persona. La penumbra se disipa, la
niebla de la vida queda como un velo ante los ojos de Augusto al conocer a
Eugenia.
Los pasos dejaron de
ser ecos y encontraron finalmente su destino. Augusto descubrió que era sensible
encontrándose con el amor. Pero ello le alejó de sí mismo, dejándole un estrago
amargo que lo condujo al convencimiento de que él ya o era él. Los ojos de la otra persona pueden ser el espejo de
nuestra alma. En ese sentido, se sabe y se da cuenta de uno mismo a través del
reflejo que proyectan las acciones que se cometen respecto al amor. Es decir,
Augusto supo que estaba enamorado cuando se dio cuenta que su voluntad quedó sojuzgada ante los deseos de Eugenia.
No hubo más prueba de
amor que entregar la voluntad de uno mismo a alguien más. Despojarse de todo
ego para dejar de ser lo que se había sido. Augusto Pérez dejó de serlo para
entregarse a Eugenia con la finalidad de amarla, pero sin la necesidad de poseerla.
Pareciera que había perdido el juicio, pero no fue así. La imagen de Eugenia le
proyectó cuan sensible podía ser; le develó su voluntad; la fuerza de su amor y
la potencia de su existir. Tal vez de esto se trate la vida, de conocerse a uno
mismo a través del amor. Donde éste es la única afección noble que hay en
nuestros corazones. Aunque el reflejo devele lo más funesto o lo más virtuoso
que puede albergar el corazón. El amor de Augusto era libre del egoísmo,
carecía de necesidad de poseer a Eugenia, quizá por eso parecía loco, un amante
con locura.
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