La vida marina
A
más de uno de nosotros le dará por creer que un poeta parece divino, ser
híbrido cuya lengua parece extraña a pesar de ser la misma. Nos gusta pensar
que los elementos relacionados con él apuntan a una luz, una claridad
misteriosa de sus propios sentimientos, música en sus palabras que estallan y
duermen en nuestra propia sangre. Pocos creen, de primera vista, que la
hipótesis de lo divino acompaña es hija del establo de la fama, de la palabra
rozada, trastocada, manoseada con el blasón del elogio, nunca leída, entendida
o escuchada. Si algo nos resulta difícil comprender es el desconcierto de ese
mito que compartimos llamado el poeta, que es mito de la poesía, oculta entre
la cursilería, la solemnidad y la aristocracia.
Alfonso
Reyes llama Desconcierto del poeta al
encuentro un tanto irrisorio del poeta, ser marino, con la tierra y la
multitud. ¿Cómo no ver en ese choque la constante seducción del pensamiento
romántico entre la poesía como imaginación creativa, como profundidad de la
palabra y el mundo terrenal, insufrible para él por dar aire para unos pulmones
que se atragantan con él? El surgimiento del poeta viene de abajo; no realiza
un descenso, sino, valga la repetición, un surgimiento. No es un ángel, no es
un iluminado, no un tocado por el rayo. Es un surgido de sus mares y, antes de
eso, una criatura marina, que intenta nadar en el espacio y no puede, porque el
aire no es su elemento natural. Este surgimiento no sólo demuestra que no puede
andar en el aire, sino que surge todavía ciego por una fosforescencia en los
ojos. La palabra es exacta: lo fosforescente no es luminoso, ni brillante. De
hecho, lo fosforescente no permite ver al hombre común. La fosforescencia, por
ello, lo ciega: como si la luz que requería en las aguas estuviera apagándose.
Surge atónito como un pez que tiene que renunciar al agua.
¿Cuáles
son esos mares de los que surge, y por qué escoge Reyes hacer del poeta una
criatura marina? La actividad poética, el ser del poeta debe ser entendido a
raíz de esa elección Alfonsina, que también parece una reminiscencia del
surgimiento de Venus. La diosa, no obstante, no sufre un desconcierto tal por
el encuentro entre dos elementos distintos. Parece aquí que todo el ser del
poeta está hecho principalmente para la vida en sus mares, pues no soporta la
presencia de la multitud y las coronas de laurel. Sus mares lo dejan entender,
nadar en lo profundo; las guirnaldas de la multitud que lo ensordece se vuelven
cadenas, como si el premio, la elevación estuvieran hechas de una esclavitud en
la fama por la que es mejor volver a la libertad marina. La imagen, que
dispendia belleza, enseña cómo la apoteosis de los hombres por medio de la
palabra es lo más amargo para quien intenta entender; la guirnalda, corona de
los vencedores y los grandes, se convierte para él en cadenas que ya nada dejan
entender. No surgió de sus mares el poeta desconcertado para ser premiado: lo
que para otros es imagen de la libertad en el reconocimiento, es esclavitud
severa en la falta de claridad que genera el amor propio. El brillo del poeta
es marino, fosforescente como el de sus ojos.
La
sirena, ese ser terrible nacido para extraviar, burlado sólo por la audacia, es
puesto aquí en feliz amorío con este ser marino. Lo que para unos es canto que
extravía, imagen de la seducción, aquí aparece como una casta unión entre
criaturas semejantes. El poeta pide a su mujer regresar a esas grutas color de
ámbar y al mar color de vino para no ser visto, al tiempo que desea que se le
arranquen esas coronas que son ya trenzas, adornos para domeñar el cabello que
hieren la cabeza con su impertinencia, que sirven a la vanidad, pero no a la
comodidad de la parte en que se asienta el pensamiento. La vuelta a esas grutas
y al mar parece una huida de los hombres de la multitud, pero no es una huida
del mundo entero. ¿Es ese final, que encierra el desconcierto entero del poeta,
una enseñanza de lo vano del mundo de los terrenos, o una invitación a seguir a
ese ser en su huida? Parece una pregunta vana que no entiende el poema sobre el
desconcierto, pero se puede sopesar mejor si uno comienza a desear ese lugar al
que quiere huir. No tornemos el desconcierto en la romántica decepción. El
surgimiento del poeta acaba en un regreso que nos hace desear ese mar en que al
amanecer burbujea el pez, para entender ese deseo violento de arrancarse la
trenza de laurel y dejarle entre la arena, antes volver. Ese deseo permite ver
que la seducción es la del mundo, no la del poeta enamorado de la sirena, que
desea entender en medio del abismo profundo que es el mar.
Tacitus
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