Cuentan que hubo uno señora
que se quedó sin marido
porque antes hubo perdido
la razón ordenadora.
Platicaba a toda hora
sobre su perfecto esposo,
lo cual era vergonzoso
para el esposo real.
Él se lo tomó tan mal
que se marchó presuroso.
La señora se decía
que su pobre esposo fiel
fue presa de Jezabel
que, envidiosa, le quería,
y doquiera la veía.
Era blanca, era morena,
era aburrida, era amena,
era todas las vecinas;
todas eran asesinas
de su relación más plena.
Sus hijos pronto notaron
que su madre no era ya
a quien llamaban mamá
y de ella se alejaron.
También sola la dejaron
porque, sin miedo a mentir,
¿quién se animaría a vivir
con quién no ve la verdad
entre sueño y realidad,
entre soñar y dormir?
Así el tiempo fue pasando
y ella no podía atinar
el son de su caminar,
no sabía cómo ni cuándo
marchaba o iba llegando.
A veces iba desnuda
reclamando por ayuda,
pero la gente se asusta
al ver lo que no le gusta;
una mujer de alma ruda.
Le daban medicamentos
para acomodar el mundo,
y segundo tras segundo,
ya ni rápidos ni lentos,
vivía mejores momentos.
Pero no eran duraderos
los efectos placenteros
de las mágicas tabletas,
al ingerirlas completas
su mente quedaba en ceros.
Poco a poco fue olvidada
en su pobre vecindario.
Todos la miraban diario
como quien mira la nada:
evitando la mirada.
Esa mujer ya no llora,
ya no ruge, ya no añora,
ya sólo anda por ahí
aparentando que sí
sabe que ella es la señora.
Glauco
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