Había un niño que miraba
tras la ventana un jardín
natural lleno de rosas
con pétalos de satín.
También vio tras la ventana
a la niña más hermosa.
Sólo podía imaginarse
regalándole una rosa.
Diario, tras de los cristales,
esperaba a que por fin
aquella niña pasara
de nuevo frente al jardín.
Un buen día la vio a lo lejos
y fue a arrancar una flor,
para, con todo respeto,
poder declarar su amor.
Esa flor le abrió la puerta
para que una procesión
de flores para esa niña
llegara a su corazón.
Después de tantos racimos
la niña se hizo mujer,
se hizo todo un hombre el niño
y se pudieron querer.
La boda fue en el jardín
y de flores careció,
pues después de tantos años
el niño a todas mató.
Y aunque causaron encanto
en esa niña mujer,
también le causaron pena
por ese pueril querer.
Ella no tenía consciencia
del amor mutilador.
No sabía que lo que mata
puede ser también amor.
Sin embargo, se dio cuenta
de que aquello recibido
propició que en su cariño
se fraguara un estallido.
El jardín tomó su forma
por gracia del fuego aquel.
Con la última de las rosas
renovó el jardín con él.
Ella le dice "te amo"
y él le dice "te quiero".
Ella mira en la ventana
con amor al jardinero.
Glauco
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