Presentación

Presentación

miércoles, 21 de octubre de 2015

Paradoja del corrector ortográfico

Caso A: Se nos hace tarde, necesitamos entregar un texto y tenemos límite de tiempo. Apresuradamente, tratamos de hilar las ideas y de lograr que éstas lleguen a cerrarse, de modo que podamos sonreír triunfantes con nuestro cometido cumplido justo a tiempo. Con el último punto colocado en su lugar, damos un respiro y oprimimos, mediante el ratón del ordenador, el botón que dice “Revisar ortografía y gramática”. Surge el cuadro de diálogo de la aplicación y nos muestra una serie de errores: palabras incompletas, un acento mal puesto, algún conjunto ininteligible de letras que representan una palabra que no llegó a ser plasmada y que nos toma un par de segundos identificar. Damos clic en el botón “Cambiar”, damos clic en el botón “Cambiar”, reescribimos una palabra y damos otro clic en el botón “Cambiar”. Finalizó la corrección ortográfica y gramatical. Ya sólo queda entregar el producto de nuestra labor y seremos libres.
Caso B: “Nuevo mensaje de X”. Una emocionante declaración asoma en nuestra pantalla y apenas encontramos tiempo para responder el mensaje y hacer que X conozca nuestra reacción. A medio camino nos topamos con otro nuevo mensaje y otro más. La conversación se mueve con rapidez y si no nos apresuramos no alcanzaremos a expresar todo lo que nos chorrea del corazón y de la mente ante la información recibida, ante las verdades reveladas, ¡ante las emociones vividas! Hacemos que nuestros dedos se esfuercen hasta el agotamiento; no hay tiempo para atinar a las teclas correctas o, en tal caso, a las figuras correctas en la pantalla táctil. En tal momento, nos agrada pensar que para cuando pulsemos el botón “enviar”, en la pantalla se habrán corregido, como por sí solas, las palabras que hayan sido mal tecleadas en primera instancia.
Caso C: Las palabras de ese admirable señor se deslizan demasiado rápido por entre sus labios. ¿No le dolerán ya las mejillas de tanto mover la mandíbula? Pero eso no importa, nosotros tenemos la consigna de recoger y plasmar todas y cada una de sus palabras y, como él apenas se detiene cada tanto para respirar, nosotros apenas respiramos también. Teclear, teclear, teclear, no es extraño que, de vez en cuando algunas palabras salgan partidas por la mitad o con una vocal que no va… ¡Imagínense cómo habrá sido esto en la época de las máquinas de escribir! Allí sí que era valiosa la habilidad de golpear cientos de teclas por cada minuto y sin equivocar una sola de esas teclas. Diez páginas y, en ellas, casi sesenta palabras subrayadas en rojo. Y ya hay que pasar a lo siguiente, así que una vez más el botón “Revisar ortografía y gramática”…
Caso D: Se nos viene la publicación del libro y la transcripción del manuscrito aún no está lista. Se requiere tiempo para darle el formato adecuado y terminar la maquetación, así que debemos trabajar a marchas forzadas. Apenas nos percatamos de las palabras que trasladamos a la versión final de la publicación, por suerte tenemos un procesador de textos que distingue las palabras mal escritas.
Caso E: El calor ya no se aguanta en la oficina, pero por detenernos un momento y sostener una breve charla junto al garrafón de agua, a la vez que remojamos los labios e hidratamos la garganta, el insoportable supervisor nos echa el ojo. Viéndonos volver a nuestro asiento, se aproxima y nos planta firmemente la mano sobre el hombro, dirigiendo la mirada a nuestra pantalla de ordenador, como asegurándose de que todo avanza adecuadamente, sin ver realmente lo que aparece en esa pantalla. Nuestros dedos se mueven frenéticamente sobre el teclado hasta que el condenado decide marcharse. Ha sido medio minuto de tecleo prácticamente descontrolado. Pero con un breve vistazo comprobamos que no hay en la pantalla palabras subrayadas en rojo y continuamos con la redacción del informe.
En cada ocasión escribimos, en cada ocasión dejamos en manos de la tecnología la importante tarea de buscar los errores de ortografía en los que hayamos podido incurrir. Realmente es algo que no nos parece tan importante. Pero el profesor de la facultad encontrará otros cinco errores de ortografía y enunciados mal construidos; X se percatará de que escribiste “haber” en vez de “a ver” y publicará una indirecta en Facebook; aquel admirable señor no estará complacido al ver que aparecen decenas de palabras erróneas en la transcripción de su autobiografía; la editorial será la comidilla de los lectores que, al ir leyendo, se encuentren con que las faltas de ortografía y los “errores de dedo” han opacado la calidad narrativa de Cervantes; y el nuevo jefe de la división de mercadotecnia no sabrá qué quiso decir el empleado que —escribiendo una “t” en lugar de una “r”— ha plasmado en su informe que “este mes nos ha traído un gran teto a la división de mercadotecnia”. El corrector ortográfico de nuestros dispositivos nos traiciona.
Y sin embargo, la mayor de sus traiciones —y de sus peligros— es otra. El corrector ortográfico nos hace pensar que es innecesario tener en mente las normas de la ortografía y la gramática. Algunos hasta podrían llegar a pensar que es innecesario aprender alguna vez esas normas. Pues, al fin y al cabo, el corrector debería encargarse de hacer que nuestros textos sean impecables, después de todo, ésa es su función. Incluso podemos imaginar algún profesor de primaria que opine que no hay por qué fatigarse haciendo que los niños aprendan esos aspectos del escribir. Y aun la gente que comparte a menudo publicaciones sobre la buena ortografía en las redes sociales, muchas veces no conoce más normas que las que el corrector ortográfico le hace saber con frecuencia.
Pero el corrector ortográfico de los ordenadores y demás dispositivos electrónicos tiene muchas deficiencias y limitaciones. Ya por el simple hecho de ser una aplicación electrónica que se basa en un conjunto de algoritmos programados, no es capaz de juzgar, lo cual le imposibilita la aplicación correcta de varias de las normas, sobre todo en casos complicados. Además de que no es capaz de identificar el sentido de un texto ni el de un enunciado, de modo que no es capaz de percatarse cuando una norma o palabra está siendo usada en un caso al que no corresponde. Hay normas que se le escapan, hay ambigüedades que no puede reconocer, hay discrepancias textuales que le son imperceptibles, no puede distinguir las acepciones de cada palabra y las intencionalidades le pasan de noche.
Y nosotros, acostumbrados a no corregir sino lo que nos hace ver la aplicación del ordenador, vamos parcializando nuestro conocimiento del idioma. Se nos atrofia el lenguaje. Y, como tenemos ya una aplicación más avanzada, que corrige los errores sin que lo notemos siquiera, no sabemos ni qué palabras escribimos bien y qué palabras escribimos mal. Así, las herramientas pensadas para mejorar nuestro uso del lenguaje nos vuelven ajenos a nuestra propia lengua.


Pulpdam

No hay comentarios:

Publicar un comentario