Caso A: Se nos hace
tarde, necesitamos entregar un texto y tenemos límite de tiempo.
Apresuradamente, tratamos de hilar las ideas y de lograr que éstas lleguen a
cerrarse, de modo que podamos sonreír triunfantes con nuestro cometido cumplido
justo a tiempo. Con el último punto colocado en su lugar, damos un respiro y
oprimimos, mediante el ratón del ordenador, el botón que dice “Revisar
ortografía y gramática”. Surge el cuadro
de diálogo de la aplicación y nos muestra una serie de errores: palabras
incompletas, un acento mal puesto, algún conjunto ininteligible de letras que
representan una palabra que no llegó a ser plasmada y que nos toma un par de
segundos identificar. Damos clic en el botón “Cambiar”, damos clic en el botón
“Cambiar”, reescribimos una palabra y damos otro clic en el botón “Cambiar”.
Finalizó la corrección ortográfica y gramatical. Ya sólo queda entregar el
producto de nuestra labor y seremos libres.
Caso
B: “Nuevo mensaje de X”. Una emocionante declaración asoma en nuestra pantalla
y apenas encontramos tiempo para responder el mensaje y hacer que X conozca
nuestra reacción. A medio camino nos topamos con otro nuevo mensaje y otro más.
La conversación se mueve con rapidez y si no nos apresuramos no alcanzaremos a
expresar todo lo que nos chorrea del corazón y de la mente ante la información
recibida, ante las verdades reveladas, ¡ante las emociones vividas! Hacemos que
nuestros dedos se esfuercen hasta el agotamiento; no hay tiempo para atinar a
las teclas correctas o, en tal caso, a las figuras correctas en la pantalla
táctil. En tal momento, nos agrada pensar que para cuando pulsemos el botón
“enviar”, en la pantalla se habrán corregido, como por sí solas, las palabras
que hayan sido mal tecleadas en primera instancia.
Caso
C: Las palabras de ese admirable señor se deslizan demasiado rápido por entre
sus labios. ¿No le dolerán ya las mejillas de tanto mover la mandíbula? Pero
eso no importa, nosotros tenemos la consigna de recoger y plasmar todas y cada
una de sus palabras y, como él apenas se detiene cada tanto para respirar,
nosotros apenas respiramos también. Teclear, teclear, teclear, no es extraño
que, de vez en cuando algunas palabras salgan partidas por la mitad o con una
vocal que no va… ¡Imagínense cómo habrá sido esto en la época de las máquinas
de escribir! Allí sí que era valiosa la habilidad de golpear cientos de teclas
por cada minuto y sin equivocar una sola de esas teclas. Diez páginas y, en
ellas, casi sesenta palabras subrayadas en rojo. Y ya hay que pasar a lo
siguiente, así que una vez más el botón “Revisar ortografía y gramática”…
Caso
D: Se nos viene la publicación del libro y la transcripción del manuscrito aún
no está lista. Se requiere tiempo para darle el formato adecuado y terminar la
maquetación, así que debemos trabajar a marchas forzadas. Apenas nos percatamos
de las palabras que trasladamos a la versión final de la publicación, por
suerte tenemos un procesador de textos que distingue las palabras mal escritas.
Caso
E: El calor ya no se aguanta en la oficina, pero por detenernos un momento y
sostener una breve charla junto al garrafón de agua, a la vez que remojamos los
labios e hidratamos la garganta, el insoportable supervisor nos echa el ojo.
Viéndonos volver a nuestro asiento, se aproxima y nos planta firmemente la mano
sobre el hombro, dirigiendo la mirada a nuestra pantalla de ordenador, como
asegurándose de que todo avanza adecuadamente, sin ver realmente lo que aparece
en esa pantalla. Nuestros dedos se mueven frenéticamente sobre el teclado hasta
que el condenado decide marcharse. Ha sido medio minuto de tecleo prácticamente
descontrolado. Pero con un breve vistazo comprobamos que no hay en la pantalla
palabras subrayadas en rojo y continuamos con la redacción del informe.
En
cada ocasión escribimos, en cada ocasión dejamos en manos de la tecnología la
importante tarea de buscar los errores de ortografía en los que hayamos podido
incurrir. Realmente es algo que no nos parece tan importante. Pero el profesor
de la facultad encontrará otros cinco errores de ortografía y enunciados mal
construidos; X se percatará de que escribiste “haber” en vez de “a ver” y
publicará una indirecta en Facebook;
aquel admirable señor no estará complacido al ver que aparecen decenas de
palabras erróneas en la transcripción de su autobiografía; la editorial será la
comidilla de los lectores que, al ir leyendo, se encuentren con que las faltas
de ortografía y los “errores de dedo” han opacado la calidad narrativa de
Cervantes; y el nuevo jefe de la división de mercadotecnia no sabrá qué quiso
decir el empleado que —escribiendo una “t” en lugar de una “r”— ha plasmado en
su informe que “este mes nos ha traído un gran teto a la división de
mercadotecnia”. El corrector ortográfico de nuestros dispositivos nos
traiciona.
Y
sin embargo, la mayor de sus traiciones —y de sus peligros— es otra. El corrector
ortográfico nos hace pensar que es innecesario tener en mente las normas de la
ortografía y la gramática. Algunos hasta podrían llegar a pensar que es
innecesario aprender alguna vez esas normas. Pues, al fin y al cabo, el
corrector debería encargarse de hacer que nuestros textos sean impecables,
después de todo, ésa es su función. Incluso podemos imaginar algún profesor de
primaria que opine que no hay por qué fatigarse haciendo que los niños aprendan
esos aspectos del escribir. Y aun la gente que comparte a menudo publicaciones sobre
la buena ortografía en las redes sociales, muchas veces no conoce más normas
que las que el corrector ortográfico le hace saber con frecuencia.
Pero
el corrector ortográfico de los ordenadores y demás dispositivos electrónicos
tiene muchas deficiencias y limitaciones. Ya por el simple hecho de ser una
aplicación electrónica que se basa en un conjunto de algoritmos programados, no
es capaz de juzgar, lo cual le imposibilita la aplicación correcta de varias de
las normas, sobre todo en casos complicados. Además de que no es capaz de
identificar el sentido de un texto ni el de un enunciado, de modo que no es
capaz de percatarse cuando una norma o palabra está siendo usada en un caso al
que no corresponde. Hay normas que se le escapan, hay ambigüedades que no puede
reconocer, hay discrepancias textuales que le son imperceptibles, no puede
distinguir las acepciones de cada palabra y las intencionalidades le pasan de
noche.
Y
nosotros, acostumbrados a no corregir sino lo que nos hace ver la aplicación
del ordenador, vamos parcializando nuestro conocimiento del idioma. Se nos
atrofia el lenguaje. Y, como tenemos ya una aplicación más avanzada, que
corrige los errores sin que lo notemos siquiera, no sabemos ni qué palabras
escribimos bien y qué palabras escribimos mal. Así, las herramientas pensadas
para mejorar nuestro uso del lenguaje nos vuelven ajenos a nuestra propia
lengua.
Pulpdam
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