Hace unos días, aburrida en medio del
denso tránsito de la tarde, me he enterado de que eso de malentender lo oído y
recomponerlo dándole un sentido distinto tiene un nombre: mondegreen. Nombre singular, pues nace justo de aquello a lo que
nombra: un malentendido sonoro.
Resulta que, cuando era niña, la madre de la escritora estadounidense
Sylvia Wright solía leerle un libro de versos antiguos. Sus favoritos eran
aquellos que cantaban el asesinato de un conde, muerto al lado de su amada Lady
Mondegreen. Mas la pequeña, seguramente tan inexperta en inglés antiguo como
deseosa de una muerte más dulce para el pobre conde, malentendió el triste
final de la historia, que reza originalmente: They have slain the Earl o'Moray / and laid him on the green. Al parecer
se negó siempre a aceptar la versión en la que conde era asesinado y dejado
sobre el pasto sin compañía alguna.
Es casi seguro que a todos nos ha ocurrido este curioso fenómeno —del
cual, por cierto, no he hallado un nombre en español—. Puede ocurrir sin darnos
cuenta, como en el caso de la pequeña Sylvia; o bien, ante un discurso obscuro
al que intentamos darle sentido malogradamente. Así, es posible que se presente
en el habla corriente, pero es mucho más frecuente al escuchar o cantar una canción,
lo que produce los más variados e incluso divertidos equívocos.
Recuerdo que, de niña, desarrollé una extraña obsesión por saber qué
decía exactamente la letra de algunas canciones, lo cual era complicado
especialmente cuando se trataba de letras en inglés: pegaba la oreja lo más
posible a la bocina esperando sacar de la maraña de melodiosos ruidos, palabras
que significaran algo para mí. Al fracasar en dichos intentos, comencé a
escuchar canciones en español y me frustraba no entender tampoco. Pasaba horas
regresando la cinta para volver a escuchar e intentar hilvanar una frase que
tuviera sentido.
No sé si todos se afanen en cuestiones tan fútiles, pero sí creo
vislumbrar en los llamados —ahora
sabemos— mondegreens, un ejemplo de
cómo intentamos siempre darle sentido a las cosas, de que no podemos vivir en
lo absurdo; por frívolo que éste parezca. Sin duda, la neurolingüística, o
algún engendro parecido, tendrá sus vastas explicaciones sobre cómo nuestro
cerebro es capaz de procesar sonidos y de infundirles un significado; pero me
parece que eso de dar sentido es cosa de hombres, no de señales
electromagnéticas.
Es natural al hombre tratar de darle sentido al mundo. Su mirada, su
pensamiento, su ser todo apunta siempre a algo y siempre —o casi siempre— intenta comprenderlo.
Nombrar es un primer acercamiento. Hay, claro, quienes intentan comprender
cosas más nobles que otros, y dan por ende con nombres más dignos. Pero las
palabras, el discurso, siempre iluminan algo. Esto de los malentendidos
sonoros, me parece, es una modesta muestra de esto.
No solemos callar pese a no entender (aun cuando no nos demos
cuenta), por eso llenamos siempre el
ruido con palabras. Enmudecemos sólo ante lo innombrable. Ante lo que no parece
tener sentido. Y aun así, tarareamos.
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