Hace algún tiempo conocí a un pintor… no era, desde
luego, un pintor famoso ¿dónde podría yo haber conocido a tal persona? No soy
afortunado como otras personas; que se encuentran a tal escritor cuando van a
almorzar y a tal cantante cuando están en un café. Yo ni frecuento los lugares
que frecuentan los artistas, ni, menos aun, los busco. No, el pintor de quien
les hablo es, más bien, un pintor humilde… Bueno, humilde no es, acaso, un
adjetivo que en general corresponda a los pintores, no les es muy propio. No,
éste era un pintor más bien pobre que humilde. Así es, un pintor pobre que se
ganaba la vida, más que pintando, dando clases de pintura. El caso es que,
profesor y todo, el señor tenía bien marcadas sus ideas respecto del arte.
Él solía decir que no se era buen pintor si no se
dominaba cierta técnica, pero no podías adquirir la técnica si no seguías al
pie de la letra las indicaciones del maestro. Tendrías que ser muy riguroso
para lograrlo: acatar todas las órdenes, trabajar con esmero diario, pagar
siempre a tiempo tu cuota… ¡Alguien como yo no podría ser un pintor ni en un
millón de años! ¡Si lo que menos se me da es la disciplina! No hubiera seguido
el programa ni una semana… En fin, dejemos a un lado mis sueños truncados y
continuemos con lo que se decía de aquel maestro.
Algunas veces lo escuché dar consejos sobre cómo
lograr una obra más atractiva: usar ciertos temas, preferir ciertos juegos de
luces, encuadrar de cierta manera, cosa de profesionales sería pintar cosas que
la gente usualmente no cree que se puedan pintar, por ejemplo, cómo se ve el
agua en muchas de sus presentaciones posibles.
¿Cómo vas a asegurarte de que tus cuadros se puedan
vender? Ésa era una cuestión fundamental, y había muchas maneras de
responderla. Por supuesto que estos pintores no eran tan audaces como otros; de
ésos que sí llegan a ser famosos. No se atreverían a pintar cosas tan
descabelladas como eso de cuatro líneas rectas paralelas trazadas
horizontalmente a lápiz sobre un cuadro de papel blanco de un metro por uno
punto tres; pero yo creo que ambos compartían la idea de que el arte debe ser
vendible. Claro que esos otros grandes artistas seguramente requieren razones y
argumentos más elaborados sobre por qué un millonario debería comprar su obra,
o darles premios y reconocimientos. Ellos probablemente agregarían a la lista
de consejos: que tu obra debe transgredir algo —las convenciones tradicionales,
lo que anteriormente era “políticamente correcto”, lo que solía ser tabú—, dar la apariencia de condensar
una profundísima e inescrutable reflexión en torno a un tema, presentar una
denuncia en contra de todo lo que nos limita o nos somete en la sociedad, o poner en el escenario algo que a nadie se
le había ocurrido poner ahí, aun si se trata de algo que, de cualquier modo,
todo mundo está acostumbrado a ver en la vida cotidiana o, en fin, presentar
cualquier cosa que parezca radicalmente nueva.
Y en otras artes ocurren cosas similares, algunas
un tanto descaradas. Para nadie es un secreto, hoy en día, que la televisión
ofrece contenidos hechos a modo para vender, por eso todo el que trate de ser
intelectual empieza por criticar la tele. Respecto al cine sucede algo similar,
aunque las películas tal vez gozan más del beneficio de la duda que los
contenidos de T. V., a la hora de ser juzgados. Aun así, casi cualquiera tiene
idea de que Hollywood produce mucha basura pensada para atraer y retener a las
masas. Aunque tal vez no muchos lleguen a decir que el cine independiente,
paladín cultural de varios, quizá hace, en muchos casos, algo similar a lo de
Hollywood, sólo que en vez de preguntarse qué es lo que les gusta ver y oír a
las masas, se preguntan qué les gusta ver y oír a las masas de intelectuales. Y
también suceden cosas similares en la música, el teatro ¡y hasta en la
escultura! Pero donde es quizá más importante es en el terreno de la imprenta.
Es importante porque muchos productores de letras no sólo escriben para vender,
sino que al hacerlo llegan a escudarse en la idea de que las letras siempre son
sinónimo de alta cultura, como si uno
no pudiese escribir en un libro basura tan baja como la del peor programa de T.
V. Y así, para el ver de ellos, imprimir hasta los consejos de cama de
cualquier fulano es promover la cultura, construir un mejor futuro.
Pero el aliento que anima a todas estas
producciones es la idea de cultura como producto de venta, como industria.
Claro que se da en distintas escalas y en modos diversos, desde el pequeño
empresario pictórico, hasta el gigante editorial o cinematográfico. Pero el
lineamiento que prevalece es el de la obra que vende, que atrae las miradas y
que puede ser un fin en sí mismo para el público, aunque no lo haya sido para
el autor.
De este modo el poder del capital se sobrepone al
del ánimo creativo, cuestión que para muchos no cobra importancia. Por eso es
importante el llamado de atención al respecto de estos asuntos. Y no hay que
olvidar que, como muchos lo han señalado ya en el pasado, la industria cultural es uno de
los principales pilares ordenadores de la sociedad contemporánea… y de sus
fallas.
L. Pulpdam
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