Coloquios en Carmenta
Efraín, Anastasia y Lucilio
—Tarde llegas, querida Anastasia, pensé que pasaría solo
esta noche rumiando aquellas palabras que dijiste, muy confiada, ayer con
nuestros demás amigos: “felices pueden ser hasta el más idiota como el más
docto”. Te ruego que, por nuestra amistad, no seas tan lacónica en tu hablar y
me ayudes, antes de caer en tus encantos, a comprender eso de que cualquiera
puede llegar a ser feliz.
—Efraín,
amado mío, nada más honorable hay en cumplir tus palabras. No hay mayor gozo
que, reunidos aquí en Carmenta, nos deleitemos cruzando palabras con nuestros
amigos. ¿No prefieres esperar a los demás para continuar con nuestra charla de
anoche?
—Muy
considerada. Pero no importa, sirve que acortamos el tiempo de espera, pues,
¿habrá algún problema en repetir discursos toda la noche?
—Si
de repetir se tratara, bastaría con escribir un solo libro y aprendérselo de memoria
para que se transmitiese de generación en generación. Lo que haría de la
escritura y el habla en general un gracioso paisaje de un único color.
—Ya
lo veo. ¿Acaso insinúas que habrás de cambiar de opinión? Es decir, ¿no es
verdad que cualquiera puede llegar a ser feliz?
—Y
así terminaremos cumpliendo tus deseos. Y sucede que hoy me hallo animosa.
Incluso deseo abrazarte y besarte las mejillas. Cuelga mi abrigo y sentémonos al
lado de la chimenea. Y bien, querido Efraín, si no mal recuerdo, jamás dije que
cualquiera pudiera ser feliz, sino que, con un poco de ayuda, hasta el más
idiota como el más docto podrían llegar a ser felices. Es decir, todos los
hombres tienen, por igual, el mismo derecho a ser felices.
—Pero
eso no resulta del todo simple y, por favor, no me mires de esa forma, pues no
me parece tan claro lo que dices. Por ejemplo, ¿acaso los locos y aquellos que
carecen de algún sentido, sean ciegos o sordos, también pueden llegar a ser
felices? Lo digo simplemente porque, ¿no es el cielo una belleza de la que
gozamos los hombres cuando alzamos el rostro, sea de día, sea de noche? Muchos
dicen que bastaría una noche estrellada bajo el cielo para sentirse satisfechos
con esta vida, con lo cual dicen haber alcanzado la felicidad. De modo que los
ciegos jamás llegarían a ser felices.
—Ay,
querido, como si la felicidad estuviese sujeta al margen de los sentidos. Eso no
es verdad, pues de ser así, sólo los nacidos bajo una estrella tendrían acceso
a eso que llamamos felicidad. La felicidad no se alcanza con los ojos, ni con
las manos ni con los oídos, ni con la nariz o la lengua, sino llevando el alma
con su creador. Si no, las bestias serían las únicas creaturas felices bajo el
cielo, haciendo de la vida del hombre un entreacto cómico de su existencia.
—Anastasia,
¿entonces qué significa el sentimiento que deja en cada uno de nosotros un
atardecer lleno de todos sus colores?, ¿No fuiste tú, acaso, la que me dijo que
vio cómo dos jóvenes amantes bautizaban los colores del cielo?, ¿No fue en
ellos donde creíste ver una felicidad lozana?
—Y
no me retracto de aquella vez. Lo que ahora digo es que, si la felicidad
estuviese al mando de nuestros sentidos, entonces habrá quienes serán desdichados
toda su vida. Pero en cuanto atañe a los locos, nada podemos decir de ellos si son
o no felices, pues la falta de razón nubla su juicio y percepción.
—De
modo que a mayor juicio y percepción mayor la posibilidad de dar con la
felicidad.
—Tampoco,
porque si del ejercicio dependiera aquel estado, las escuelas y museos serían
el país de los lotófagos.
—Pero
la totalidad del hombre no está dispersa como las estrellas del cielo, sino
bajo una unión sumamente esculpida. Es decir, todo hombre que se jacte de ser
feliz tiene sentidos.
—Eso
es verdad, Efraín, pero hay quienes, rebosantes de razón y sentidos, nunca han
sido felices y difícilmente llegarían a serlo. Tal es el caso de quienes
atentan contra la vida poniéndole fin o viven sin la justicia en sus corazones.
—¿Y
será que dichas gentes, como dices, jamás sabrán lo que significa ser feliz?,
¿Jamás quisieron ser felices?
—Quizá
lo desearon, pero durante la búsqueda perdieron el camino. De no ser así, no
existiría el perdón, ni entre los hombres ni con el Creador.
—Pero
has dicho que tanto los idiotas como los doctos llegarían a ser felices, mas
nunca que todo hombre, con un poco de ayuda, llegaría a ser feliz. Porque los
asesinos y asaltantes no son doctos ni mucho menos idiotas.
—Accedo
a tu corrección, pues la felicidad no tiene que ocultársele a quien la busca.
—Entonces
el problema no es si con ayuda o sin ella lograremos ser felices, sino por qué
buscamos aquello que llamamos felicidad, si es verdad que hubo hombres felices
en el mundo. Además, no parece que los hombres quieran ser felices consigo mismos,
es decir, que difícilmente la vida del ermitaño sea un modelo de felicidad. Y
esto lo digo porque cuando decimos “los hombres buscan la felicidad”, parece que
estamos hablando de una comunidad y no de cada hombre de manera aislada. Pero
he aquí que Lucilio ha llegado para favorecer mis palabras, o quizá las tuyas.
—Disculpen
mi atraso, amigos míos, prometo jamás llegar tan de noche… Pero vean quién está
aquí, la bella Anastasia. Lo siento Efraín, debo ser franco y decirte que será
muy difícil que llames mi atención mientras me encuentre a un lado de tan bella
figura. Es más, no puedo ser partícipe de su conversación como la tarde le
sucede a la mañana. Lo siento, tendremos que comenzar de nuevo sin importar el punto donde os habéis quedado.
Aurelius
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