“Para la libertad
siento más corazones
que arenas en mi pecho…”
La
libertad es una entidad (así como Galactus) muy mentada desde hace miles de
años (así como Galactus en las historias que tratan sobre “Los Celestiales”).
Andamos con la libertad por aquí y por allá esclavizándola en nuestra boca para
armar un discurso que nos permita acercarnos más y más a decir que somos
libres, o que no lo somos y por eso nos hace tanta falta. Dice Petronio en el Satiricón que la libertad es de quien la
posee. Dicha frase está inscrita en las escenas orgiásticas que el comediógrafo
latino plasma en el primer capítulo, si puede llamársele así, de la mencionada
obra. Esto me ha puesto a pensar en la relación que el hombre tiene con la
libertad, pues en el caso de los personajes, promiscuos, poseen a la libertad
como si se tratara de “El Lelo” –sí el de Pulp
Fiction–, así nosotros, en la promiscuidad de nuestras muy sabidas vidas,
hacemos a la libertad nuestra esclava, contrariando su propia naturaleza;
tenemos por esclava a la libertad. De este modo, nuestras vidas, ya sean
conducidas por la libertad intrínseca a nosotros o por ese ideal inalcanzable
que deseamos, pierden un poco de su sentido, en medida que buscamos hacer de la
libertad un eslabón más de esa cadena que nos ata a nuestra insulsez.
En el primero de los dos casos más
generales, que es el de aquellos que defienden a capa y espada que los hombres
somos libres de hacer lo que queramos, no nos debe ser difícil ver que
finalmente no es libertad lo que tenemos, sino las ataduras de no poder ver más
allá de nuestra pobre mirada, y decimos “soy libre de hacer lo que quiera
mientras no afecte a terceros y respete el orden social”. Les digo ataduras,
porque nos atamos a la triste idea de que el respeto al derecho ajeno nos da
libertad, algo así como decir “me porto bien y a cambio soy libre”, pero no es
así, y no porque estemos atados al derecho ajeno, sino porque no nos hemos
preocupado por elegir libremente respetar al otro, es decir, no deseamos la
libertad del otro, sino la propia; y, desfachatadamente, si deseamos la libertad
del otro, debe ser como nosotros decimos que es. En el segundo de los dos casos
más generales, están los que ven la libertad como una conquista y se pasan la
vida haciendo mítines, ya sea en la avenida principal o en los andadores que
separan un renglón de otro. Éstos viven obligándose a sí mismos a buscar ser
libres, condenando a todo aquél que no tenga un minúsculo sentido de la
política y de lo importante que es ocuparse de ella, en el sentido de cambiarle
los pañales. Ninguno de los dos es libre, no porque lo diga yo, sino porque han
olvidado, en alguna medida, que sí la libertad es buena, nos hará buenos, y a
unos los vuelve promiscuos y a los otros soberbios; la promiscuidad (no vista
sólo sexualmente) lleva a la perversión del alma propia, la soberbia a la
perversión del alma ajena, y la perversión lleva al mal, lejos, muy lejos, de
la libertad.
Visto así, la relación que tenemos
con la libertad es como la de un pobre que alza poco a poco sus riquezas y
dice: “¡Con lo que me chocan los ricos y pensar que voy pa’ allá que vuelo!”[1];
la queremos pero no. No digo que todos andemos tras la libertad de estas dos
formas, pero sin duda en algún momento nos hemos enfrentado a este dilema con
esos grilletes puestos. Quizá la respuesta está en lo que dice Petronio
(parafraseado): la libertad está en el goce verdadero de toda actividad humana,
es decir, en vivir sin reparos, no como sus libertinos personajes, sino como
los responsables hombres de sí mismos. Siendo este el caso podríamos beber sin
temor a ser criticados por nuestra ebriedad o sin caer en lo que tanto hemos
rehusado, podríamos acercarnos a la reflexión sin la pretensión de que ésta sea
un parteaguas de la razón o sin miedo a no encontrar nada del otro lado de
nosotros, podríamos vivir con la vista al cielo y reír porque nuestras cadenas
nos sirven ahora para jugar al “Chile, mole, pozole”.
Talio
Maltratando
a la musa
La suerte y el destino
Un globo
voló muy, muy, lejos:
no sabía
a dónde iba.
Un
topo bajó muy, muy, hondo:
sí
sabía a dónde iba.
Un
hombre vivió y se murió:
a
dónde iba, sabía y no.
[1] El día de los Albañiles. Dir. Adolfo
Martínez Solares. Cast. Alfonso Zayas, Luis de Alba, Angélica Chaín. 1984.
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