Debería haber un día de la discriminación. Y es que a la acción de
discriminar estamos atados toda la vida. Discriminamos entre las buenas paletas
de hielo y las que sólo pintan la lengua; discriminamos entre las muchachas
dignas de llevar de paseo por la alameda y las que es mejor mantener en el
anonimato de las borracheras; discriminamos entre lo que vale la pena saber y
lo que no, entre las imágenes que vale la pena construir y las que no, entre los
buenos decires y los chafas, entre las mejores reflexiones y las peores; y así
pasamos la vida discriminando entre todo cuanto hay –no cabe duda que cuando la
discriminación sea más tomada “en serio” habrá marchas de feos, zurdos, gente
que se corta las uñas a mordidas y hasta de niños delgados que son
discriminados. Esta acción la llevamos a cabo de manera tan sencilla que no
tenemos el menor reparo en si la hacemos bien o no. El caso es que discriminar,
más allá de la cotidianeidad, es sumamente difícil pues nunca sabemos del todo
qué es lo que queremos.
Para entender en qué consiste
discriminar, más allá de la maldad de las empresas multinacionales que no
admiten tatuados, ni de las leyes que protegen a los tatuados, habría que ver
primero en qué consiste, pues de no hacerlo seguiremos pensando que el sistema
es un grosero porque nos hace a un lado por gordos. Siempre que se discrimina
es porque se tiene una idea de bien. Las chicas antreras que califican a los
chicos a la entrada del establecimiento más nice
de cualquier barrio, discriminan a los guapos de los feos pues andan buscando
un bien, cualquiera que sea (y quién sabe si lo sea), para sí mismas (ya sea a
la vista o para encamarse un día más con un desconocido). Las empresas
discriminan buscando la buena apariencia y funcionamiento de sí mismas: por eso
las chaparritas no pueden ser aeromozas. Claro es, entonces, que la
discriminación siempre se hace en miras de lo mejor, el problema viene cuando
se trata de discriminar entre lo mejor y lo peor, entre lo que es
verdaderamente bueno y lo que sólo nos aparece como conveniente.
Buscar el bien es algo que no
cualquiera hace, y es que la comodidad y la soberbia –iba a decir orgullo, pero en estos días de Pascua
suena mejor soberbia– nos impiden tal
búsqueda, pues si somos comodinos creemos alcanzar rápidamente el bien, y si
somos soberbios, creemos que, aunque no lo alcanzamos rápidamente, tenemos el
mejor modo para llegar hasta él; en cierto sentido ser cómodo es ser soberbio
–como el Cómodo de Gladiator¸ de
Ridley Scott. Así discriminar, en las manos del humilde, que discrimina no para
demeritar sino para conocer, se vuelve una acción digna del buen hombre; en
manos del soberbio se vuelve uno más de sus brazos en el engañoso abrazo de la
perfección.
Ahora bien, al discriminar tenemos
la bendición o maldición de nuestros gustos, aspiraciones, tendencias, etc.
Esto quiere decir que indudablemente nunca separaremos por el deseo del bien, sino por alguna otra razón.
También quiere decir que el que busca separar tiene la responsabilidad de
educarse, y esto de nuevo trae consigo el separar. De esta forma discriminar se
vuelve una rueda de hámster en la que cada día nos subimos y cada día nos
bajamos, para que al siguiente se olvide el camino recorrido, que no existe
físicamente, y volvamos a empezar. No es
lo mismo alguien que discrimina jitomates en la recaudería más cercana sabiendo
cuáles debe escoger, que alguien que en el separarlos aprende cuáles son los
buenos y cuáles los malos. Discriminar es aprendizaje, nunca conocimiento.
Quizá por eso se tilda de malignas a las grandes corporaciones, pues
discriminan sin deseo de aprender, o quizá por eso deberíamos discriminar tatuados,
pues se separaron a sí mismos sin deseo de conocimiento. –Analyse, quizá por
eso no hay diálogo entre nosotros, porque discriminamos más de lo que deseamos
saber. Entonces, pues, la separación es sólo una capa más de tierra en el camino
del buen hombre.
¿Tendrá razón Sócrates al separarse
de los que sí saben? Sépalo Dios. Lo que sí hace falta es un día en el que celebremos, discriminando, claro está, que podemos discriminar.
Talio
Maltratando a la musa
Presencia nocturna
En la noche,
mientras busco dormir:
¡qué suave
es el áspero tirol de la pared
cuando me
recuerda el beso que me diste ayer!
Deseo
tenerte siempre junto a mí.
Las sábanas
transpiran tu aroma:
nunca sentí ,tan
cerca, la selva en mi cama
como al
recordarte, sucia y salvaje dama.
Deseo
compartirte lo que se asoma.
El aire, al
pasar, se hace más denso:
diría que es
cuando se me hace presente aquel
brillante,
cobrizo y bello color de tu piel.
Deseo que a
tu cama llegue mi beso.
El sueño
continúa en la inconsciencia:
entre uno de
tus poros, al fin, he caído,
quedando, en
la realidad, desprotegido.
Deseo esta
nueva noche tu presencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario