Érase una vez, en algún lugar remoto, una pequeña familia
derruida por una enfermedad contagiosa.
Sólo sobrevivían la madre y los dos hijos. Los demás fueron, ya no eran.
Una estirpe humilde que murió entre gritos lastimeros, gente que vino al mundo
entre gritos y se fue de él entre más gritos. No sólo ellos, miles murieron a
granel, con la piel ennegrecida por un virus que no respetaba ni estratos ni
humanos, ni reyes ni mendigos. La madre y sus hijos, una niña y un niño de
cinco y cuatro años, respectivamente, tomaron lo que pudieron cargar de su casa
-comida y mudas de ropa - y huyeron de
su pequeño pueblo en algún país de algún lugar en algún mundo. Ir de pie con
dos niños pequeños era complicado, por lo que la madre, en medio del pandemonio
de cadáveres y la confusión, robó una carroza impulsada por un caballo blanco y
uno negro. Así anduvieron, huyendo de la muerte vestida de negro y con cara de piojo hasta que los ladrillos
rojos y los tejados de madera quedaron atrás. A lo lejos veían el humo blanco
de las chimeneas mezclándose con el humo negro de las fosas comunes y con el
ruido de las ruedas chocando con la terracería del camino. Anduvieron por un
buen tiempo - cargados de comida e incertidumbre - hasta que el camino se
convirtió en un prado muy vasto y el clima se enfrió conforme la noche los
empezó a cubrir. A lo lejos se escuchaba el canto de los lobos, danzando con la
luna. El camino olía a hierba fresca y a roble, la noche se pintaba de luces a lo largo de los
prados en ambas orillas del camino: todo recubierto de cientos de luciérnagas
entregadas a sus entomológicos asuntos. La niña estaba atenta al camino, su
madre taciturna dirigía a los caballos, el niño dormía incómodamente, tiritando
cada vez con más insistencia. La niña abrazó a su hermano. Así se fue buena
parte de la noche, hasta que la peripecia vino en forma de colmillos, orejas
puntiagudas, hocicos alargados y un pelaje grisáceo. Ágiles, hijos de la noche,
amigos de las sombras, vinieron los
lobos, una pequeña jauría pero hambrienta que atemorizó a los caballos. La
madre tiró con más fuerza de los caballos, que no necesitaban motivación para acelerar
el paso; las mordidas que los lobos les lanzaban bastaban como aliciente. La
carroza estaba inestable, la velocidad y pequeñas rocas del camino la hacían dar pequeños brincos que despertaron
al niño que unió sus gritos a los de su hermana. La madre ya no podía controlar
la carroza, los lobos desviaron del camino a los caballos que por esto se
adentraron en la espesura del terreno, cada vez más accidentado. El bosque los
recibió con una sinfonía de ramajes que daban latigazos a la carroza. Una fina
línea de sangre corría y goteaba por la mejilla de la madre. Algún lobo brincó
de entre unos matorrales y aterrizó en el asiento de la carroza. La madre soltó
las riendas y se interpuso entre el lobo y sus hijos, olía a miedo. El bosque
dio paso a un gran barranco, los caballos galopando furiosos hacia el
precipicio, el lobo enseñó los colmillos mientras sus hermanos seguían lanzando
mordidas a los caballos, entonces la madre golpeó la nariz del lobo y lo empujó
de una patada, el lobo reculó lo suficiente para que la madre pudiera intentar
liberar la carroza de los caballos. Los equinos no parecían darse cuenta del
precipicio al que se acercaban. La madre consiguió la empresa justo antes de
llegar al vacío, pero los caballos refrenaban y viraban para eludir el
precipicio. Los lobos se detuvieron, como si conocieran el vacío; sólo la
carroza se precipitó al abismo. Unos gritos alargados y el sonido de colmillos
desgarrando carne antecedieron a un gran impacto de agua y madera rompiéndose.
La madre salió del agua en cuanto pudo y buscó a sus hijos. Primero encontró al
niño bajo el agua, lo tomó en sus brazos, subió a la superficie y nadó para
buscar a su hija. La niña, víctima de la corriente se aferraba a un pedazo
grande de madera. La encontró porque gritaba. Llegó a ella y empujó por un buen
tiempo y cuanto le fue posible la madera
hacia la orilla. Al llegar a la orilla acostó al niño y le besó, le sopló vida
y apretó su pecho acompasadamente. Una vez el niño hubo escupido un borbotón de
agua, la madre se desmayó.
Le despertó el rumor lejano de voces y el calor del
fuego. Abrió lentamente los ojos y levantó la cabeza, todavía agotada. La vista
nublada dio paso a la forma definida de sus hijos y de una pequeña anciana de
sonrisa amplia y cabellos grises y muy largos. La niña hablaba con la anciana
alrededor de una fogata y su hijo se le abalanzó en cuanto la vio despertar. El
abrazo fue cálido y reconfortante. Habían sobrevivido. Sin embargo le
incomodaba la anciana, se levantó y fue hacia ella.
-Me alegra encontrarlos y que usted esté bien, señora.
¿De dónde vienen? – dijo la anciana con las manos reposadas en el regazo y
sentada en un tronco de árbol caído.
-Estoy bien, gracias. Venimos de un lugar al que ya no se
puede regresar ¿Quién es usted? – inquirió la madre, desconfiada.
- Soy lo que ves y lo que hago de mí. Nada más y nada
menos – confió la anciana mientras se paraba y se acercaba a la madre y le
acariciaba la mejilla herida.
La madre se hizo para atrás y dijo algo así como “Agradezco que haya visto por mis hijos
mientras estaba indispuesta, pero ahora estoy aquí. Nos vamos”. La anciana no
puso ninguna objeción, sólo recalcó lo feliz que era de verles ahí y les deseó
buen viaje mientras se despedía de un beso en cada mejilla de los niños. La
madre se puso en medio de sus hijos y puso una mano en el hombro de cada uno,
dirigiéndolos hacia el bosque. Mientras la familia caminaba, dejando atrás a la
anciana, ésta le gritó a la madre algo así como “¿A dónde van? ¡No hay salida! ¡no podrán salir!” Los niños pudieron sentir cómo la mano posada
en sus hombros se tensaba y apretaba un poco más…
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