Presentación

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sábado, 26 de marzo de 2016

Los tres regalos (Primera Parte)



Érase una vez, en algún lugar remoto, una pequeña familia derruida por una enfermedad contagiosa.  Sólo sobrevivían la madre y los dos hijos. Los demás fueron, ya no eran. Una estirpe humilde que murió entre gritos lastimeros, gente que vino al mundo entre gritos y se fue de él entre más gritos. No sólo ellos, miles murieron a granel, con la piel ennegrecida por un virus que no respetaba ni estratos ni humanos, ni reyes ni mendigos. La madre y sus hijos, una niña y un niño de cinco y cuatro años, respectivamente, tomaron lo que pudieron cargar de su casa -comida y mudas de ropa - y  huyeron de su pequeño pueblo en algún país de algún lugar en algún mundo. Ir de pie con dos niños pequeños era complicado, por lo que la madre, en medio del pandemonio de cadáveres y la confusión, robó una carroza impulsada por un caballo blanco y uno negro. Así anduvieron, huyendo de la muerte vestida de negro y  con cara de piojo hasta que los ladrillos rojos y los tejados de madera quedaron atrás. A lo lejos veían el humo blanco de las chimeneas mezclándose con el humo negro de las fosas comunes y con el ruido de las ruedas chocando con la terracería del camino. Anduvieron por un buen tiempo - cargados de comida e incertidumbre - hasta que el camino se convirtió en un prado muy vasto y el clima se enfrió conforme la noche los empezó a cubrir. A lo lejos se escuchaba el canto de los lobos, danzando con la luna. El camino olía a hierba fresca y a roble,  la noche se pintaba de luces a lo largo de los prados en ambas orillas del camino: todo recubierto de cientos de luciérnagas entregadas a sus entomológicos asuntos. La niña estaba atenta al camino, su madre taciturna dirigía a los caballos, el niño dormía incómodamente, tiritando cada vez con más insistencia. La niña abrazó a su hermano. Así se fue buena parte de la noche, hasta que la peripecia vino en forma de colmillos, orejas puntiagudas, hocicos alargados y un pelaje grisáceo. Ágiles, hijos de la noche, amigos de las sombras,  vinieron los lobos, una pequeña jauría pero hambrienta que atemorizó a los caballos. La madre tiró con más fuerza de los caballos, que no necesitaban motivación para acelerar el paso; las mordidas que los lobos les lanzaban bastaban como aliciente. La carroza estaba inestable, la velocidad y  pequeñas rocas del camino  la hacían dar pequeños brincos que despertaron al niño que unió sus gritos a los de su hermana. La madre ya no podía controlar la carroza, los lobos desviaron del camino a los caballos que por esto se adentraron en la espesura del terreno, cada vez más accidentado. El bosque los recibió con una sinfonía de ramajes que daban latigazos a la carroza. Una fina línea de sangre corría y goteaba por la mejilla de la madre. Algún lobo brincó de entre unos matorrales y aterrizó en el asiento de la carroza. La madre soltó las riendas y se interpuso entre el lobo y sus hijos, olía a miedo. El bosque dio paso a un gran barranco, los caballos galopando furiosos hacia el precipicio, el lobo enseñó los colmillos mientras sus hermanos seguían lanzando mordidas a los caballos, entonces la madre golpeó la nariz del lobo y lo empujó de una patada, el lobo reculó lo suficiente para que la madre pudiera intentar liberar la carroza de los caballos. Los equinos no parecían darse cuenta del precipicio al que se acercaban. La madre consiguió la empresa justo antes de llegar al vacío, pero los caballos refrenaban y viraban para eludir el precipicio. Los lobos se detuvieron, como si conocieran el vacío; sólo la carroza se precipitó al abismo. Unos gritos alargados y el sonido de colmillos desgarrando carne antecedieron a un gran impacto de agua y madera rompiéndose. La madre salió del agua en cuanto pudo y buscó a sus hijos. Primero encontró al niño bajo el agua, lo tomó en sus brazos, subió a la superficie y nadó para buscar a su hija. La niña, víctima de la corriente se aferraba a un pedazo grande de madera. La encontró porque gritaba. Llegó a ella y empujó por un buen tiempo  y cuanto le fue posible la madera hacia la orilla. Al llegar a la orilla acostó al niño y le besó, le sopló vida y apretó su pecho acompasadamente. Una vez el niño hubo escupido un borbotón de agua, la madre se desmayó.
Le despertó el rumor lejano de voces y el calor del fuego. Abrió lentamente los ojos y levantó la cabeza, todavía agotada. La vista nublada dio paso a la forma definida de sus hijos y de una pequeña anciana de sonrisa amplia y cabellos grises y muy largos. La niña hablaba con la anciana alrededor de una fogata y su hijo se le abalanzó en cuanto la vio despertar. El abrazo fue cálido y reconfortante. Habían sobrevivido. Sin embargo le incomodaba la anciana, se levantó y fue hacia ella.
-Me alegra encontrarlos y que usted esté bien, señora. ¿De dónde vienen? – dijo la anciana con las manos reposadas en el regazo y sentada en un tronco de árbol caído.
-Estoy bien, gracias. Venimos de un lugar al que ya no se puede regresar ¿Quién es usted? – inquirió la madre, desconfiada.
- Soy lo que ves y lo que hago de mí. Nada más y nada menos – confió la anciana mientras se paraba y se acercaba a la madre y le acariciaba la mejilla herida.
La madre se hizo para atrás y dijo algo así como  “Agradezco que haya visto por mis hijos mientras estaba indispuesta, pero ahora estoy aquí. Nos vamos”. La anciana no puso ninguna objeción, sólo recalcó lo feliz que era de verles ahí y les deseó buen viaje mientras se despedía de un beso en cada mejilla de los niños. La madre se puso en medio de sus hijos y puso una mano en el hombro de cada uno, dirigiéndolos hacia el bosque. Mientras la familia caminaba, dejando atrás a la anciana, ésta le gritó a la madre algo así como “¿A dónde van? ¡No hay salida! ¡no podrán salir!”  Los niños pudieron sentir cómo la mano posada en sus hombros se tensaba y apretaba un poco más…

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