Presentación

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jueves, 26 de mayo de 2016

Claro de Luna

Nocturne


Mis pasos me habían llevado hasta ahí, como si todo en mi vida hubiese estado encaminado a llevarme frente a aquella carretera serpenteante que se abría paso entre los robustos árboles. No tenía idea de en dónde estaba, había tomado un autobús en la Terminal del Norte sin prestar atención al destino, algunas horas después ahí estaba, caminando por inercia, arrastrado como un patético imán de vísceras y cuero. Moví mis pies hasta que las casas y las personas a las orillas de aquel camino (que me encararía con mi destino) fueron apareciendo más caprichosamente y de un momento a otro noté  que estaba solo entre aquellos árboles y risas de aves exóticas que sin duda, conocían mi historia.

Entre los arboles se dibujaba una sabana de neblina, era un día nublado, aunque eso no era relevante pues llevaba la vida entera viviendo las cosas entre tinieblas. Debía estar en algún lugar tropical pues, después de caminar sin parar y, cuando el Sol comenzaba a languidecer, noté que el aire empezó a volverse tan pesado y húmedo que casi me podía sentir masticándolo. La luz comenzó a escasear y decidí adentrarme en el Bosque buscando frescura. Caminé por largas horas, así, con la mente suspendida y los pies en automático. Había tanta variedad de vegetación que era fácil ofender al gusto sensible, la burla de las aves llegó a ser insoportable,  el calor amenazaba con extinguirme. Ignoré todo aquello pues mis pies parecían inmunes a todo lo que padecieran las otras partes que conformaban mi cuerpo. 

Seguí caminando, un recuerdo me destelló en los sesos: el funeral de mi madre. Tenía once años, estaba en el panteón, mocoso, tonto, sintiendome infinitamente triste y no amado. No sé si alguna vez creí en Dios, no lo sé, nunca le hablé y no estoy seguro de que él me hubiera contestado. Una rama en mi cara. Seguí caminando con los rasguños de pino en la mejilla. Otro recuerdo: la casa pobre, fría, miserable como mi pobre alma de niño herido... mis drogas, mi Soledad, mi sangre, mis tripas, mis lagrimas, mi oscuridad, mi confusión, mi hambre de pobre, la piedra que fumaba mi tío, mis poemas. Pasaban como luciérnagas en mi conciencia, pedazos de historia revoloteaban ante mis ojos, tal vez el clima los excitaba, tal vez era algo más. Yo me los intentaba sacudir con la mano, eso sí, sin dejar de caminar, mi corazón estaba en pausa, pero mis pies marchaban autómatas.

Desde niño me sentí asqueado por la humanidad, ignorado por ella. Y cómo alguien iba amarme si mis padres, de cuyas entrañas había nacido, no me amaban, me habían menospreciado como a cualquier baratija, me habían desechado y así, la vida me iba orillando más al precipicio, fueron días nublados. Aún recuerdo el crucial día en que cumplí cinco años. Ese día mis padres me dejaron en la casa de la abuela, prometieron que regresarían por mí, pasaron los días y mis padres no volvieron. Sí, a los cinco años mis padres me regalaron con la abuela. Ella lloró amargamente cuando recibió la cínica llamada de la mujer que me había parido anunciando que no volverían. "¡No lo puedes decir así, como si me lo estuvieras regalando!". La respuesta la imaginé cuando la abuela saltó los ojos cómicamente, soltó el teléfono y comenzó a llorar como nunca volvió a hacerlo. La abuela fue mi verdadera madre, al menos los años que me duró, por ella sentí lo más cercano al amor humano y ella en verdad se esforzaba por sacarme adelante: acogió mi corazón infantil-desgraciado y lo arropó, pero su tibieza era demasiado endeble para rescatarme, ahora lo entiendo. El día que ella murió algo que ya estaba oxidado en mí desde el día que nací, terminó de podrirse por completo. Las personas en el panteón no soportaron la peste y huyeron durante la ceremonia.

Los pies me punzaban y estaba muy seguro de que esa tibieza pegajosa que sentía en los pies era mi propia sangre, llevaba todo el día caminando y ahora la noche estaba sobre mí. Había tropezado un sinfin de veces, sin duda estaba a punto de desmayarme, sin embargo no intentaba parar, no me interesaba parar. Esa dulce mezcla de aromas, combinación entre nochosfera y lubricidad del bosque, realmente era excitante. Debía estar muy adentrado en el Bosque cuando llegué a un claro. Aquel lugar tenía todas las características que probablemente la gente común llamaría "hermosas" y la gente más pueril llamaría "sublimes", pero  para mí era un lugar de un gris más tenue que el resto del mundo. Caminé hasta el centro de aquel espacio natural circundado de árboles desdeñosos, sobrios y robustos. Me tumbé en la hierba que olía a tierra y polen remojados. El sonido de los grillos, del viento danzando con los arboles y una amalgama de sonidos nocturnos compusieron una melodía que escurría melancolía. Tirado ahí, con la majestuosa Luna mirándome, me sentí tranquilo, ignoraba si mis pies sentían dolor, sólo sabía que mi corazón encontraba tranquilidad en ese lugar. En ese momento no sabía el porqué pero, para los desgraciados como yo, ilusiones así se saborean delicadamente. Cerré los ojos y dejé que la Luna me viera en ese momento tan intimo, tan pudoroso, donde me encontraba por vez primera tranquilo. Los insectos danzaban por todas partes, parecía que intentaban animarme o sacrificarme, los árboles tétricos miraban el espectáculo.

Cerré los ojos y vi aquellas escenas de mi vida como quien mira un anuncio de cerveza: interesado pero siempre superficialmente. El niño de once años quedó completamente sólo en una casa pobre con un tío ausente que apenas y recordaba que el niño tragaba, antes no se murió de hambre por la caridad de las vecinas !Pobre infeliz! Por suerte o desgracia, el tío al que por necesidad psicológica llamaba "padre" murió dos años después. Todos miraban al pobre niño al que sus padres no habían querido y que ahora quedaba en calidad de huérfano ¡pero qué mala suerte! Ese niño vio siempre cientos de miradas de lástima pero nunca una de amor. Todas estás imágenes las veía en blanco y negro como una película de cine mudo adaptada por Tim Burton. Es triste ver cuan estratosféricamente es superada la ficción por la realidad. El Bosque seguía en su ritual. Aquel niño tenía un único amigo en el mundo, también caridad del destino o algo así. Vivió en su casa, una linda casa de esas que tienen loseta en el piso, las paredes eran blancas y la decoración de buen gusto, nada que ver con las paredes rosa mexicano de su casa y las decenas de imágenes religiosas que las tapizaban y que durante su dolor sólo estuvieron para estar mirándolo morbosamente.  Vivió en aquella linda casa con aquella familia que suponía que aquello los hacía muy buenas personas ¿qué hay más noble que recoger a un huérfano? La vida ahí fue cómoda pero, llevaba tada su existencia sintiendo que no encajaba, y le resultaba difícil perder los hábitos, no podía sentirse feliz. El día que el huérfano consiguió trabajo se sintió optimista, quería sentirse útil y demostrar a aquella familia tan noble que él podía ser agradecido y acomedido. Compró cervezas para festejar con su amigo, él le hacía sentir algo cálido en las entrañas,  es alentador una estrella fugaz en la noche fría. Al llegar a la casa linda y ajena le recibió una patrulla en la calle, justo frente a la casa que le servía de refugio, el rostro compungido de la madre de su amigo, el padre de éste llorando junto a un cuerpo cubierto por una sábana blanca, todo ese dolor tan familiar lo hicieron darse la vuelta y ya no querer más, encender el modo automático, ese que lo había llevado hasta aquel claro a confesarse frente a la Luna. Se detuvo la proyección.

Cuando abrí los ojos no soporté la mirada de la Luna, intenté evitarla cobardemente. Sin incorporarme, volteé el rostro y aguardé varios minutos esperando que mirara hacía otro lado, pero podía sentir su brillo exactamente arriba de mí. Nunca nadie había mostrado tanta perseverancia por mí. Mi corazón comenzó a inundarse y se desparramó, lagrimas invisibles y heladas purgaron mi alma y curaron mis pies heridos. La Luna me arrullaba y escuchaba mis lamentos, me succionó el veneno sin alterar mi alma naturalmente turbia. Sentí como se me iba trepando de a poco la tranquilidad, sonreí y miré agradecido al Bosque. Por fin me animé a darle la cara a la Luna que aguardaba pacientemente en toda su gloria, desnuda exhibiéndose sólo para mí. Nos miramos larga y profundamente, ella no me miraba con lastima, sólo me contemplaba como si yo fuera una flor nocturna. Con cada inhalación de mi pecho sentía como se hinchaba la Luna paulatinamente. Los insectos y las encinas seguían haciendo su ritual crepuscular a mi lado. Y yo, a cada segundo podía sentir como mi vista adquiría los características del tacto. Sentía la textura de los cráteres lunares, podía degustar ese tétrico brillo lunar: sabía a leche de almendras. Me sentía lamiendo amorosamente los lunares de la Luna y ella coqueta se admiraba.

Dejé de sentir la hierba bajo mi cuerpo, seguía obsesionado mirando a la Luna. La melodía del Bosque iba menguando en un susurro que iba impregnándose en mi cabeza y de un modo imperceptible la melodía estaba dentro de mí, tatuada en mi cerebro. Lentamente, con ritmo de ola fui elevándome, no sé exactamente cómo ni cuánto tiempo, pero ya no padecía en la Tierra. Cuando llegué a la otra cara de la Luna ella me besó y me susurró en el alma: "Bienvenido" Lloré pequeños diamantes, lloré de sentirme tan  amado, no puedo creer cuánto tiempo pasé deambulando, perdiéndome de toda esta plenitud que ahora me embarga. Cuando volteo a la Tierra me rió al recordar las vicisitudes que allí acontecieron. Viví ahí siempre como un extranjero, siempre como una sombra moribunda que pasea por las noche para disimular su oscuridad, caminado siempre entre hombres que no saben nada de la muerte. Los hombres se repiten constantemente que van a morir, que todos lo hacen, pero no hay nada a lo que le teman más, desean enardecidamente que ese día esté a mil años luz.

No me alcanza el lenguaje del Universo para describir cuan hermoso es aquí arriba. Es indescriptible cuanto siento ahora, porque siento, no en el limitado modo humano. Puedo sentir respirando al Sol, siento mi devenir sincronizado con las galaxias. Y, en lo más profundo de mi ser hay una melodía que sabe a polvo lunar y luminiscencia, siempre constante, siempre triste y cercana. Ahora vivo en la otra cara de la Luna, donde vivimos una cantidad limitada de los que algún día fueron hombres. Aquí están todos los hombres que han nacido para morir. Hablo de aquellos que maman de la muerte, esos que llevan la marca en el alma, de aquellos que, a diferencia de la mayoría de hombres,  no tienen esperanzas, como los otros que están siempre creyendo que la vida les alcanza, se horrorizan si ven a un niño morir y lamentan "le faltaba tanto por vivir". Nosotros nos reímos de aquellos !Pobres! No importa la edad o las metas, la muerte no es cruel, sólo es. Cada mañana no es el comienzo de un día más de vida, es un día menos de vida. Para aquellos que desde que nacemos ya entendemos eso, la Luna, melancólica, maternal, nos guarda un lugar. Nosotros, los que realmente sentimos cada suspiro del "Voy a morir" de nosotros es el Reino de los cielos: seres oscuros "decadentes", "los malditos", "pesimistas"... nosotros los que vivimos en la otra cara de la Luna somos los que le conferimos la melancolía a su espectro y ella a cambio, en su beso nos convidó luz.



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