Presentación

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domingo, 19 de junio de 2016

Les étoiles filantes

               
                                                      Para una osa osa, cuya sonrisa hermosa y contagiosa propició este cuento
Se quitó las lagañas de los ojos. Su cuerpo desperezado se mostraba reticente a abandonar la cama. El calor de las cobijas era pegajoso y plácido, unos minutos más…era todo lo que quería. Pero las reglas eran claras, tenía una gran responsabilidad. Le gustaba su trabajo, le gustaba sentirse importante. Pero sobre todo le gustaba complacerlo a él, al gran Telos. Las buenas obras hacían sonreír al gran señor, la obediencia era la gratitud con el creador. Pensaba en las recompensas de Telos, en la gran maravilla paradisiaca que había creado para él, para su hermano y para aquellos seres tan extraños de allá abajo. Se levantó de la cama e hizo algunas flexiones; estaba apegado a su rutina, la cual empezaba con lagañas en las sábanas y calistenias al pie de la cama, seguida de preparar una bebida caliente y darse un baño rápido. Todavía tenía buen tiempo antes de tener que hacer su trabajo, ese empleo que era su vida y cuya importancia era sustancial para toda vida. Todavía era el turno de su hermano, seguro ya harto de trabajar, de dar vueltas, inquiriendo cuál es el sentido de todo ello; su hermano el de las preguntas, el inconforme, el lleno de peros, el que a veces le parecía tan similar a aquellos seres, las nuevas creaciones de Telos. Sin embargo lo quería, era su hermano y al final siempre hacía su trabajo, a regañadientes, pero lo hacía. Y quizá las preguntas no estuvieran de más. Él también a veces se hacía algunas preguntas, pero siempre las desechaba tan pronto como pudiera, pues sabía que cuestionar las cosas es algo que no le gustaba a Telos. No tenía ni una sola duda de su poder y omnisciencia, no quería hacerlo enfadar. Pero la verdad es que estaba lleno de dudas. A veces pensaba que no podía disfrutar del todo el emporio blanquecino y luminoso que había sido dispuesto para ellos. El paraíso se desbastó muy rápido para él. En el principio todo el tiempo se maravillaba viendo a las estrellas, viendo hacia arriba; ahora pasaba sus horas libres observando debajo de las nubes, hacia abajo, en el reino de aquellos que Telos llamaba “hombres”. Le parecían tan extraños, le extrañaba esa inflexión tan inusual que hacían sus bocas, como alzándose hacia las mejillas, a veces hasta acompañada por gesticulaciones sonorísimas. Él jamás había hecho algo así, pero parecía atractivo, pero no podía entender por qué lo hacían. Su hermano, siempre curioso e imaginativo, ya había descifrado el misterio de aquellas extrañas formas repentinas en las comisuras de los labios de los hombres. “Les pasa cuando su emoción es incontenible, hermano; cuando su gusto es tal que tiene que expresarse”. Él no era tan observador como su hermano. Quizá por eso Telos le había dado el primer turno, pues él era quien creaba la luz, donde la vigilancia eterna de los hombres era más fácil. Su hermano era quien traía la oscuridad. Luz y oscuridad estaban al alcance de sus brazos, lo único que tenían que hacer era ir a la Gran colina, donde estaban los engranajes que Telos llamó Día y Noche y girarlos hasta que su turno terminara. Claro, era un trabajo complicado y además les parecía era demandante, los engranajes pesaban y eran ruidosos, pero el espectáculo inefable de ver el amanecer o el atardecer eran dignos del paraíso y justificaban el suplicio del trabajo. A veces pensaba si los hombres, si aquellas criaturas podrían comprender la magnificencia divina del alba y el crepúsculo. Estaban allá, tan abajo, pero el paraíso se extendía diario hacia ellos por un breve lapso, si es que lo sabían ver. Su vida estaba repleta de instantes en el paraíso con muchos tonos de grises alojados en medio. Sintió un poco de lástima por ellos; al observarlos por tanto tiempo, se daba cuenta que siempre se concentraban más en los instantes grises que en los momentos gloriosos, que vivían más temiendo lo gris que propiciando que aparecieran los momentos gratos: eludiendo más que persiguiendo. Se preguntó una vez más porqué Telos los alojaría en aquella tierra inhóspita y no con ellos, aquí arriba. Y desechó una vez más la pregunta, no quería ofender la perfección de Telos con dudas. Además, se hacía tarde y el día tenía que empezar a una hora en específico. No comprendía porqué, ni siquiera comprendía bien qué era eso de lo que Telos les había hablado, eso del tiempo: vicisitudes de la inmortalidad, quizá. Se vistió con la camisa blanca que siempre usaba, tomó su bebida caliente, comió algo antes de salir a trabajar. Desde su casa se veía el torso de la colina, también las grandes escaleras que llevaban a las ruedas del día y la noche; con la cima erigiéndose hacia el cielo, oculta del marco de la ventana, no podía ver a su hermano, pero sabía que ya estaría algo desesperado por acabar su turno. Y entonces salió hacia la colina. Abrió la puerta y el gran viento le llenó el rostro y el cuerpo entero, era una fuerte brisa fría y refrescante. Algo había en esa luz incansable que sólo podía describir como sublime. Siempre la mejor parte de su trabajo era el camino hacia las ruedas, la vista era magnífica una vez estando arriba. La Gran colina era enorme. El blanco inmaculado siempre le brindaba una calma, una paz impoluta que toda desazón borraba. Aquí todo era blanco, sólo al fondo -en los confines del paraíso - el verde imperaba: era el jardín de Telos. En el blanco, él y su hermano vivían apaciblemente, sin emociones ni contratiempos. Era fantástico, se decía; era hermoso, se convencía; era apacible, se recordaba. Sus andares hacia la colina fueron inusualmente intranquilos. Cada paso que daba, cada escalón, la sensación de que algo iba mal acrecentaba. Apuró sus pasos, subiendo los escalones en parejas, luego en tercias. Jadeando llegó a la cima de la Gran Colina, desde ella se veía la entrada al jardín de Telos y los grandes árboles frondosos que había tras sus muros. Su hermano estaba dando vueltas a la rueda de la noche; ambos sudaban. Su hermano vestía una playera negra que el sudor pegaba a su cuerpo. Cuando lo escuchó llegar le saludó fríamente, con el desdén de un hombre que no tiene interés en lo que hace: “Saludos, hermano”, dijo mientras se limpiaba el sudor con una mano y empujaba la gran rueda con la otra. “Que Telos te bendiga este día, hermano” respondió el otro devotamente, mientras se acercaba a la rueda que creaba el día. “Pues dudo que eso suceda, no veo porqué habría de ser así si eventualmente tengo que venir de nuevo a girar esta rueda” se quejó mientras giraba una última vez esa rueda que originaba la noche. De un tiempo para acá se había vuelto insoportable su trabajo, cada vuelta de la rueda le aquejaban más y más dudas sobre la naturaleza de su existencia. Había nacido para algo más que solamente girar una llave y rendirle pleitesía a Dios ¿cierto?, pensaba que un Dios realmente digno de alabanza querría que sus creaciones fueran lo mejor dentro de sus posibilidades, que vivieran la vida al máximo de su potencial. Girar una rueda no tenía sentido. El único consuelo que le apaciguaba es que Telos mismo había ido a encomendarles aquella misión, no habría podido seguir la orden a ciegas, sin tener una certeza que diera fuerza a la fe que en aquel entonces tenía. Y su hermano no supo qué decirle, sólo el silencio respondió a las quejas que propinaba un poco a su hermano, un poco a él mismo y otro tanto a Telos. Antes de que la espesura del silencio los dejara demasiado sombríos, resolvió restaurar la plática, ya era demasiado sufrir el trabajo en el silencio, imbuido en los pensamientos, como para ahora, el único instante en el que podía interactuar con alguien, lo arruinara por sus imprecaciones contra la fe. A pesar de que eran dos, su trabajo irremediablemente los separaba. Estaban solos. “Vi unos hombres que estaban haciendo unos ruidos hermosos” dijo, recordando algo que le llamó la atención en su turno, esperando que ello detonara de nuevo la plática. “¿Qué clase de ruidos hermosos? No entiendo, no sabía que había sonidos bellos”  respondió extrañado su hermano, mientras se colocaba en su rueda y comenzaba a girarla. “Yo tampoco lo sabía, hasta que los escuché. Jamás los había visto antes, estaba observando sitios nuevos y los encontré. Era…no sé cómo describirlo, todos tocaban herramientas hechas de madera y cuerdas, de ellas salían los sonidos más melodiosos que he escuchado. Sentí mucha dicha, hermano. Esos hombres, son interesantísimos” Sentía cómo se abría poco a poco, cómo sus emociones cedían a su hermano, estaba deseoso de contar sus impresiones, pero también sabía que su hermano estaba cegado por su fe, que jamás apreciaría a aquellas criaturas como él. Se amaban, pero jamás podrían comprenderse entre ellos. “Pues sí tú lo dices. A mí me parece que son unas criaturas viles. En mi turno, incontables veces los he visto hacer cosas que no me atrevo si quiera a mencionar. Hermano, tienen una afición temible por la sangre. La violencia y la maldad son su sello. Su naturaleza es maligna” profirió aquel, con la playera blanca empezando a llenarse de gotas de sudor por el gran esfuerzo que implicaba mover la rueda del día. “Eso dices tú, hermano. Pero no los debes haber visto como yo; los he visto amarse llenos de sudor, los he visto devorarse los labios, sedientos del otro; los he visto llenarse de caricias y he visto el brillo de sus ojos cuando se miran entre ellos: son capaces de amar” dijo él con la convicción del hombre que ha pasado la mitad de su vida anhelando una existencia como la que tenían aquellos hombres de allá abajo. ¿De qué le servía el paraíso si estaba en una miserable  e infinita soledad? Su convicción era irreductible, sabía que lo que realmente quería era una vida humana y lo que ella implicaba. Y estaba dispuesto a cualquier cosa por conseguirla. Cualquier cosa. “Si es cierto lo que dices, puede que sea esa misma facultad suya de amar, de entregarse de lleno a las pasiones, lo que provoca esa violencia con la que se tratan los unos a los otros. El amor no purifica su alma de su naturaleza malévola, acaso la provoca” No podía soportarlo más, su hermano jamás le apoyaría; sentía el enojo coloreando su rostro, moviendo su boca “¡Pues yo voy a averiguarlo!” dijo finiquitando la plática y encaminó sus pasos a las escaleras, colina abajo. Sus palabras lo condenaban. Su plan estaba al descubierto. Debió haber pensado más, ser menos emotivo, pero era demasiado tarde para lamentos. Además estaba exhausto, el trabajo era realmente difícil y agotador, al acabar el turno lo único que querían era descansar. Definitivamente no era un trabajo para una sola persona. Por eso Telos sabiamente los había creado a los dos. Y eso era terrible…no podía dejarlo. Nunca podría girar ambas ruedas él solo. Pero su necedad y su fe eran imbatibles. Esta breve plática como la de hoy llevaba mucho repitiéndose, es difícil saber el tiempo, pues a los inmortales el tiempo es algo que no les interesa, pero lo cierto es que sabía que la única manera de lograr su objetivo –ser y vivir como un hombre-, era convencer a su hermano de que se fueran juntos… era eso o tendría que matarlo, y definitivamente no quería tener que hacer lo último, pues era realmente complicado matar a alguien inmortal. Lo primero era tener que escabullirse al jardín de Telos, después cortar uno de los frutos de un árbol viejo que estaba al centro del jardín. Lo sabía con certeza, lo había visto en un sueño en el que le fue revelado que la única manera de ser un hombre era comiendo el fruto y descender por el árbol hasta el mundo de los hombres. El fruto del árbol concedía la mortalidad, sabía que tendría que matar a su hermano porque podría verlo cuando intentara escapar. Era un plan osado, además tenía que hacer que su hermano comiera la fruta y sin sospechar. Era una tarea muy difícil, pero sin duda menos tortuosa que una eternidad creando la noche para los hombres. Lo que sea con tal de vivir una vida mortal. Los hombres vivían realmente poco, sólo eran pestañeos en el devenir del universo, pero su vida estaba repleta de tantas cosas que lo fascinaban; cada noche, cada giro de rueda estaba más y más embelesado con la vida de los hombres, cambiaría dichoso su eternidad en el paraíso por una vida humana  y mortal. Los hombres eran fugaces, como las estrellas en el cielo de Telos, pero sus mentes estaban llenas de los recuerdos de esa vida. Y en cambio él, lo único que recordaba era una rueda girando, sueños, su hermano y cada tantos milenios algún mensaje de Telos, que nunca salía de su jardín y no gustaba de ser visitado. Quería recuerdos, quería todo lo que ellos tenían, quería que la muerte diera sentido a lo que viviera: ¿al final qué nos queda? Solamente los recuerdos que creamos, lo que conocimos, todo aquello que nos hizo lo que somos. Para cuando llegó a su casa, ya no cabía duda en su cabeza: sería un humano, costara lo que costara. Quería ser una estrella fugaz.  

     Nunca había sentido miedo…hasta ahora. Tampoco había entendido a su hermano…hasta ahora. Sentía una gran emoción dentro de él. Sin duda era por culpa de aquella fruta tan deliciosa que ambos comieron antes del conflicto. Debajo del temor, del horror, se alojaba algo que no sabía distinguir, nunca lo había sentido, pero hacia palpitar su pecho y le erizaba todo el cuerpo. Sintió algo húmedo cayendo de sus ojos. Era un líquido que fluía con la misma velocidad que la sangre que escurría por el piso de la casa. Las frutas estaban en el piso, salpicadas de sangre al lado de su hermano muerto, su hermano al que tanto amó, su hermano el de la cabeza hecha añicos, hundida dentro de sí misma. Era un espectáculo grotesco que no podía dejar de mirar. “Tú me hiciste hacerlo…tú me obligaste. Lo siento. Lo siento. Lo siento” Las palabras se cortaron en su boca, las rodillas se doblaron y se pintaron de rojo, la respiración se entrecortó, se mezcló con lamentos…hasta que de repente de dio cuenta...no estaban girando las ruedas. Y entonces, al igual que la sangre, corrió; corrió hasta la colina, de tres en tres escalones, con el corazón en la garganta para cuando llegó a la rueda y a la vista del mundo de los hombres. Lo que vio fue un caos. No había ni día ni noche. No había certeza posible. El Sol gobernaba un cielo oscuro. Así nació el Sol de medianoche, una suerte de tarde perpetua.  
El día y la noche se habían roto en astillas y se habían unido en uno para socavar sus fracturas. El beso era hermoso, pero los hombres no pueden gozar de lo eterno, sólo les es dado intuir el infinito, nunca conocerlo. Y así es que él supo que esto no podía seguir así, que ellos estaban abajo por algo y él arriba también. Entendió mejor. Lo comprendió mientras veía el mundo de los hombres, que empezaba a sentir los estragos del Sol de medianoche; demasiado impresionados con la belleza, no eran capaces de hacer otra cosa que contemplar el cielo. Se olvidaban de sus labores, de todo lo que los conformaba. El arrobo de la perfección infinita les cegaba. Sus ciudades ardían, sus navíos encallaban, sus carretas volcaban. Con razón estaban allá, donde el paraíso y el infinito les estaban vedados, donde la gloria de la eternidad era una búsqueda usualmente infructuosa y la felicidad era entregada a cuenta gotas. Y viendo hacia abajo presenció la condición de los hombres creados por Telos: están condenados a buscar el paraíso, deben buscarlo, mas nunca poseerlo. No hizo falta más. Fue suficiente. La rueda tenía que girar. Y sabía que quizá moriría en el intento, girar las ruedas era un trabajo muy duro para uno solo. Pero igual tenía que intentarlo, la furia de Telos motivaba cada paso y cada presión que aplicaba a la gran rueda que propiciaba el día. Sendas gotas de sudor colmaban su frente y caían al pasto de la Gran colina; conforme caían él pensaba en su hermano. Y giró y giró la rueda mientras pensaba en lo recién sucedido: ya había sido bastante extraño por sí mismo encontrarlo en su casa con una pequeña canasta con unas frutas cuando tendría que estar finalizando su turno. Se disponía a ir al trabajo cuando lo vio de pie en la puerta de la casa, con la canasta y la boca ligeramente imitando aquellos gestos extraños que hacían los hombres. Él, ingenuo y de fácil confianza, había aceptado la invitación, la fruta, el pretexto. Y la verdad es que el sabor de la fruta era lo más delicioso que había probado. Lo cierto también es que sí se vio tentado por su hermano, que realmente consideró la propuesta de ir al mundo de los hombres. Pero también cierto es que el amor que le profesaba a Telos era incomparable, ni siquiera al que sentía por su hermano. La decisión fue difícil, pero al final escogió a Dios. Los argumentos se calentaron, los ademanes se volvieron más prolongados y las voces se fortificaron. Eventualmente de los puños pasaron a golpearse con objetos, uno quería detener al otro de conseguir lo que querían. Uno quería ser para siempre y el otro sólo quería ser. Ambos peleaban para no morir. Y al final uno murió defendiéndose del otro. Murió con su camisa negra salpicada del carmín de la sangre, con la cabeza abollada de tanto ser estrellada con la pared de la casa.
El día ha terminado y se dirige hacia la otra rueda, la camisa blanca totalmente húmeda. Está sumamente fatigado, siente el peso de la mortalidad blandiendo al máximo en su corazón. Se abalanza como puede sobre la rueda que hace la noche, la rueda que debería girar su hermano, el hombre que mató, el hombre que intentó matarlo, el hombre que quería ser un hombre. La rueda giró, la noche llegó. Pero el esfuerzo era demasiado y al final, al cabo de un largo rato, se desplomó sobre la rueda y la inercia lo empujó hacia el piso. Le costaba respirar. El pecho le dolía y sentía algo subiendo por su cuerpo, cuando hubo llegado a su boca lo tuvo que expulsar mientras se ponía de lado: era más sangre. Ya había visto suficiente por hoy, había visto todo ese rojo emanando de su hermano y en su propio cuerpo aterido por los golpes. Dejó de poner atención a la sangre y se enfocó en el mundo de los hombres. Surgía de nuevo el Sol de medianoche. Al cabo de un tiempo, los hombres sucumbían a sus encantos, dejaron de hacer sus cosas y se entregaron a la contemplación una vez más. Los hermanos habían fracasado, su finalidad en la vida, había fracasado. Él lo supo en ese momento, mientras apoyaba su cabeza en el pasto y observaba hacia arriba. Un ruido constante e imparable se apoderó de él: se estaba riendo a carcajadas. Se dio cuenta que era la primera vez en un gran lapso de días que volteaba a ver hacia arriba y eso le causó mucha gracia. Sintió que moría. Sabía que moría. Se sintió feliz por poder conocer la risa y estos sentimientos que le abrumaban. Sus últimos pensamientos los dedicó a su hermano, le agradeció el regalo de poder saber lo que era ser mortal, ser humano, el poder disfrutar las cosas porque se van a terminar; le agradeció la posibilidad de ser feliz, de ser como aquellas estrellas que titilaban en el cielo ¡Qué bello era ser como una estrella fugaz! Murió con una sonrisa en los labios en aquella Gran colina, mientras los hombres continuaban con su agónica muerte contemplando la perfección…
…dentro del jardín de Telos, un Dios abrió los ojos y se levantó por primera vez en quién sabe cuántos milenios.    


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