Para ti, Jazz.
¡Qué tarde se le hacía! ¡Cuánto le carcomían las ansias! El
trabajo fue más soporífero que de costumbre. El prospecto de una buena noche a
la vuelta de la esquina ralentizaba las manecillas del reloj, pero al fin el
suplicio terminaba; ya sus pasos por fin iban de camino hacia afuera del gran
edificio donde estaba su cubículo, su pequeña y auto inducida prisión. La
corbata roja que usó todo el día ya estaba en su mochila, aquel botón que le
oprimía las palabras en la garganta, la respiración, ya estaba desabotonado;
atrás quedaba la cara apesadumbrada con la que todos los días pasaba las horas
laborales. El godinismo recalcitrante al que se había adscrito hace más de
cinco años por fin cedía. Ahora unas líneas se formaban a los lados de las
comisuras de su boca. Sonreía bastante mientras bajaba los escalones tan rápido
como podía; poco importaba el elevador descompuesto, tenía la certeza de que las
escaleras habrían de terminar. Imperaba la ansiedad. Nada es tan terrible
cuando se pueden convocar a la memoria bellos y recientes recuerdos. Y la risa
de ella era memorable, venía a su cabeza con la facilidad con la que uno se
desliza por la vida cuando se cree que todo marcha de maravilla. La idea de
volver a verla de nuevo, tras una eternidad de tres semanas, era suficiente
para maquillar las terribles veleidades de la cotidianidad y la existencia.
Ninguna rutina amedrentaba el ahínco con que encaminaba sus pasos por las
escaleras, bajaba los escalones con celeridad. La monotonía de las escaleras y
paredes blancas al fin dio paso a la sinfonía del cemento propulsado hacia los
cielos; decenas de edificios que daban la certeza de que estaba en el centro de
la ciudad, de que vivía en un lugar caótico reminiscente de las selvas,
inhóspito y hostil, pero donde la belleza se hallaba en los recovecos más
inusuales, donde la esperanza y los sueños se balanceaban en duermevela. Al
abrir la puerta del edificio le recibió el ruido de los claxons, el murmullo de
una ciudad que jamás duerme pero que tampoco está despierta, de la vida
sucediendo a un ritmo frenético impulsado por la inercia de la necesidad. Giró
a la izquierda, al encuentro de la parada del camión a unas calles de
distancia. Eludió transeúntes, puestos de comida, vendedores ambulantes; caminó
desprendiéndose de los pregones de decenas de productos que prometían un
instante de tranquilidad. Estaba a media hora del lugar, del bar que se
preciaba de la bohemia que se impregnaba y escurría por aquellas cuatro paredes
plagadas de afiches y obras de arte; a media hora de la cerveza y los licores fluyendo
por las barras y los sincopados de jueves a sábado. La noche perfecta para una
sesión de jazz en vivo, una buena plática al calor de las velas, en el fragor
de las luces bajas, las velas de una mesa, al amparo de una buena compañía. Ya
alzaba la mano siniestra para indicar al camión que subiría, pagó y se sentó al
fondo, olvidando los demonios de un día de rutina; salía del horror de su
trabajo para alojarse en el confort de un asiento acojinado, de los audífonos
en las orejas y la mente imaginando la velada con la antelación propia de los
hombres soñadores. Llegó al lugar demasiado pronto, hoy su trabajo estaba a
cinco canciones de distancia del placer. Imbuido en la música como estaba, casi
se pasa de la parada, se levantó a tiempo para llegar al lugar. Su distracción
y la desfachatez de los camioneros mexicanos que hacen parada en cualquier
lugar, lo dejaron justo frente al sitio. Era un lugar de ventanas amplias y
oscurecidas, envidiosas, que no dejaban ver hacia adentro, ayudaban a dar un
aire de exclusividad al sitio donde estaba al tiempo que ponía un velo de
irrealidad que separaba el bar de la vida que había de la puerta para afuera.
Un hombre vigilaba la puerta, amen de cobrar un peaje para poder iniciar la
aventura del jazz. Pagó el cover mientras observaba una vez más la entrada del
sitio. El nombre del lugar en grandes letras psicodélicas en azul neón titilaba
en la oscuridad de la noche: New Orleans Cat Zoot
Entró refunfuñando por el alto cover que tuvo que pagar, la
última vez que había estado ahí, el lugar había sido mucho más barato, pero su
enfado duró poco, lo devolvió a la tranquilidad el hecho de que ya estaba en el
lugar pactado para el encuentro y el ver a los miembros del grupo que tocaba
hoy colocando sus instrumentos, preparando todo. Recorrió el lugar con la
vista, con los ojos que se acostumbraban a la escasa luz que, combinada con el
humo de cigarro, le daban un matiz etéreo delicioso al local: pero ella no
estaba. Todavía no llegaba, pero no pasaba nada. Alzó su mano siniestra, a fin
de encontrarse con la hora que colgaba de su muñeca: era temprano, apenas eran
cuarto para las diez. Había llegado temprano, quedaron de verse a las diez
dentro de lugar. “Yo te busco adentro” dijo ella aquel otro día, cuando
hablaron por un teléfono magnánimo y dadivoso que rompía la distancia que se
había interpuesto entre ellos. Así que buscó una mesa que estuviera visible
desde la entrada, quería ser observado, que ella lo notara apenas pasara por la
puerta. Todas las mesas eran iguales, madera lijada y barnizada con letreros
encima de ellas que invitaban al hambre o a la sed, mesas rodeadas por asientos
de cojines negros, uno que otro barril que fungía de mesa para los hombres
solitarios que se daban cita seguido en el lugar. Porque un bar de jazz es un
lugar inusual para una cita; usualmente el refugio del jazz, de la música del
sentimiento, es una experiencia que se vive sola, en la confidencialidad de uno
mismo. Sólo se habían citado ahí porque ya había la confianza que surge tras
varios (des)encuentros que los habían unido sin que ellos lo supieran. Y
entonces, por primera vez, después de mucho tiempo, se sentó en una de las
mesas para ser acompañado por algo más que un tarro de cerveza o un vaso de
whiskey. Siempre iba solo, pero por primera vez alguien entraría a acompañarlo
al recinto donde sus ojos constantemente se empeñaban en mostrar sus emociones
con agua o luz. Ella no lo sabía, pero el que la invitara a este lugar, era una
manera de decirle te quiero, una manera que trascendía las palabras, que
ampliaba el significado del querer, que era más genuina que las vacuas palabras
a las que dotamos de significados que se pierden entre nuestra boca y el oído de
los receptores. Pidió una cerveza cuando un hombre muy bien vestido lo
interpeló y preguntó qué quería. Del gran aparato de sonido que había en el
lugar, salía un disco que reconoció al instante, era el Birth of the cool del inigualable Miles Davis. No se sentía como un
hijo de dios, pero la melodía
ciertamente lo acercaba al paraíso que se prometía, que venía con algo de
retraso, si su reloj estaba en lo correcto. Movía su pie derecho al ritmo que
su boca se besaba con el tarro. Para cualquier ajeno le habría resultado
evidente que esperaba a alguien, pues constantemente su mirada recorría cada
rincón del bar, esperando encontrarla. El tiempo pasaba, como siempre lo hace,
con el desdén que tiene por los humanos que lo crearon. Pidió un vaso de agua,
a fin de no beber demasiado, eso sería hasta que estuviera con ella. Vigilaba
la puerta, aquella hija de puta le engañó varias veces en un transcurso de
media hora: entraba mucha gente, pero ninguna persona era ella. El lugar se
llenó de parejas, de grupos de amigos, de hombres solitarios, de seguidores del
creole, del bebop, de fervientes amantes de la música que el terrible mundo se
ha empeñado en convertir en el signo máximo de la pretensión, de los hombres
que han dejado atrás los prejuicios y las maquinaciones de su mente para sólo
sentir a través de los metales de un clarinete, de una trompeta, un sax alto
tenor y sus fieles compañeros con teclas, platillos y cuerdas. Ya eran las diez
y media y el concierto empezó. Era tan hermoso, era una canción perfecta para
empezar una gran noche. Round midnight
tributaba tanto a su creador como al hombre que la hubo de hacer famosa. Él
escuchó por primera vez esa canción en un disco de Chet Baker, su jazzista
favorito, el hombre de la voz melancólica, el hombre que siguió haciendo música
incluso después de que la envidia le tiró los dientes en una trifulca en un
bar; lo cierto es que la canción la creó Thelonious Monk. Sus pesares
arremolinados en su pecho expectoraban la desazón de la impuntualidad, pero
poco a poco fue cayendo en los brazos del piano, de la batería que acompañaba
aquellas notas que promulgaban por los aires enrarecidos de cigarro que todo
estaba bien, que esta era la noche, que nada es tan terrible, que la vida es
una obra de arte digna de ser admirada. Se recargó en la mesa y apuró su vaso
de agua, qué más daba que todavía no llegara, habría de pedir alcohol, es una
falta de respeto escuchar semejantes notas con un vaso lleno de hielos y con un
líquido que no haga algo más que hidratar el cuerpo. Hizo la seña internacional
que se hace a los meseros cuando se desea algo de ellos. Chingue su madre,
pensó, “quiero whiskey, quiero un trago de Jim Bean” dijo cuando el mesero
estuvo a un paso de distancia. La palabra whiskey retumbó al tiempo que de nuevo
entraban todos los instrumentos para la última parte de la canción. Movía la
cabeza al ritmo de la pieza, disfrutando cada momento. Su trago llegó para
cuando los últimos compases estaban desfilando por sus ojos y sus oídos,
mientras su nariz se daba un festín con los olores variopintos que albergaba el
lugar. Después la banda se presentó, cosa que le pareció intrascendente, el
único pecado que encontraba en el jazz era la poca imaginación a la hora de
poner nombres, usualmente era el nombre de alguno de los integrantes más la
palabra cuarteto, quinteto, sexteto o trío, según la cantidad de integrantes.
Tras las presentaciones siguió otra pieza, esta vez mucho más movida que la
primera, era el sonido inconfundible inmortalizado por Miles Davis, el hombre “como
azul” y la canción justamente era una del disco Kind of blue: ¿Y qué? Qué importaba que el reloj siguiera su curso,
que ya fueran las once y ella ni sus luces. ¿Qué importaba que la impuntualidad
ya no sugiriera un improvisto sino un desinterés? Nada es tan terrible cuando
tienes un vaso de whiskey en la mano, un cigarro entre los dedos y está sonando
Miles Davis para alejar tu alma de su prisión corpórea. Así que se entregó a la
canción, como un amante lo hace en medio de sábanas desacomodadas, como lo hace
el escritor con su pluma, como el poeta cuando (des)dibuja la realidad. (Casi)
Todo era perfecto, pero de nuevo volvía a su mente ella, no podía dejar de
pensar en las terribles cosas que pudieron haber pasado, quería engañarse, ir
voluntarioso al encuentro de la esperanza de que alguna cosa había pasado que
justificara el hecho cada vez más palpable de que lo habían dejado plantado. Y
ciertamente era posible, ella era una mujer que había pasado por muchas
tragedias, nacida bajo un mal signo, una mujer azul, una mujer que él deseaba
procurar, protegerla de los males que acudían a ella cada tanto, a la que le
acariciaba el cabello cuando la abrazaba, ella la de los ojos que la
traicionaban, la que o bien lo besaba o bien lo hacía pedazos. Ella la de las
alas ligeras y el alma liviana, la de mente brillante a la que el amor le era
una quimera advenediza. El mayor error de los hombres como él, es el creer que
deben proteger, salvar a las mujeres como ellas. Pero lo cierto es que sólo uno
mismo puede salvarse del horror de sí mismo. Así como él, que no podía salvarse
de sí, pero estaba anteponiendo a alguien más a su propia tranquilidad de
espíritu. Era absurdo preocuparse cuando de Miles Davis se pasaba a Charles
Mingus y después a Bernie Miller. Y sin embargo lo hacía. Y para olvidarlo se
pidió más whiskey, atrás dejaba las preocupaciones pecuniarias propias del
final de la quincena a la vuelta de la esquina, qué carajos, ya se las apañaría
para sobrevivir el final de mes, primero que viva esta noche, no es bueno
pensar demasiado a futuro, como tampoco lo es pensar demasiado en el pasado.
Lo cierto es que la estaba pasando de maravilla. Y eso lo
hacía sentirse fatal. Siempre ha pensado que la felicidad le es algo impedido.
Y lo es. Simplemente por el hecho de que no cree que merezca ser feliz, pero la
culpa la tiene el mundo hijo de puta, que le pone siempre la miel en los
labios, sólo para arrancársela de un mordisco que lo deja ensangrentado con la
decepción propia de los hombres que sueñan demasiado, enceguecidos por sus
deseos fulgorosos. Así que cuando sonó You´re
my everything de Miles Davis, él sólo pudo apurar su trago hasta el final
mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Era un grupo muy bueno, cada
canción que tocaban lo hacían sentir sobremanera. Era lo que más amaba del
jazz, esa capacidad inaudita que tenía de provocarle tantas cosas. Si el jazz
fuera una mujer, todo sería más fácil. Pero no lo es, el jazz es el motor de
los hombres melancólicos, pero nunca, jamás será una mujer. De nuevo miró el
reloj, ya por puro compromiso imbécil con la esperanza, así como también miró
su celular, motivado por la misma idea, de que quizá había algún mensaje de
ella, pero lo cierto es que ella no le mandó ningún mensaje, la oscuridad del
celular bloqueado dio paso a la luz triste de una bandeja de entrada vacía. Nada
más triste esta noche para él, que la ausencia de sí mismo y, sobre todo, la de
ella. La tristeza de la noche planeada hecha añicos, de la certeza que lo peor
de su vida no es ese empleo que odia y necesita, sino el hecho de que él mismo
y su cabecita idiota se han empeñado en vivir en un castillo de cartas, en la
ilusoria creencia de que hay algo en su vida que lo puede salvar. Es curioso
cómo se empeña tanto en ser un héroe para alguien, pero lo cierto es que nadie
necesita más ser salvado que él.
Estaba casi azul,
en un ánimo sentimental. La emoción (de la expectativa) se fue. Vez tras vez, el mundo le mostraba que él no podía conseguir lo que
quería. Sólo esperaba una bella noche con ella. Y ahí estaba, cada vez más
sumido en una mesa de su lugar favorito en el mundo, escuchando aquellas piezas
que lo llenaban de sentimiento, pero el setlist lo ponía melancólico, sonaba Time after Time y sus pensamientos lo
traicionaban a cada nota. Era un imbécil
por quererla. Quería perderse con
ella, pero estaba perdido solo, arriba de un tren azul. A la deriva en una ciudad que si algo ha visto pasar,
son hombres de sueños despedazados como hojas
de otoño, hombres nacidos para ser
azules.
Entonces empezó a sonar But
not for me, una canción que le hizo pensar –una vez más- que quizá existía
algo que pasaba de la casualidad a una cosa mucho más intensa e inefable: era
su canción favorita, original de George Gershwin, pero inmortalizada por Chet
Baker. Y entonces…su celular vibró al fondo de su bolsillo. Lo sacó raudo y vio
el mensaje que estaba en la pantalla. Era ella. Although
I can´t dismiss, the memory of her kiss, I guess she´s not for me. Leyó el mensaje cuando la primera parte del verso daba paso
a la hermosa trompeta que ponía todo de vuelta en su lugar. “Lo siento, quería
verte, pero la verdad es que no puedo más con esto…lo mejor es que ya no nos
veamos más…” Lo peor eran las comillas…Siempre le han reventado las comillas,
las odia con una tirria impresionante, son lo más difícil de interpretar,
todavía más que las palabras mismas. Leyó el mensaje una vez más, como si eso
pudiera cambiar el contenido. “No te vayas, por favor” dijo en voz alta,
imperceptible para todos gracias a la música estridente. Y lo leyó una vez más,
en un afán masoquista, como buscando instaurar una tregua entre lo terrible del
mensaje y lo mal que ahora se sentía, casi culpable de estar disfrutando el
solo de piano de su canción favorita. Para cuando acabó la canción, pidió la
cuenta, pagó y dejó una generosa propina. El concierto continuaba, eran las
doce de la noche, pero él ya no estaba en vena para ninguna clase de jazz,
además de que ya estaba bastante ebrio. Fue toda una travesía llegar hasta la
puerta del bar y salir. Le recibió el ruido de una ciudad totalmente
indiferente a sus sentimientos, pero ya le había pasado, había leído aquel
mensaje de alguien a quien no le importaban tampoco, así que era algo a lo que
ya estaba acostumbrado. El aire disipó un poco el whiskey que le bailaba en la
cabeza. Se fue tarareando su canción favorita, como quien rehúye de sus
pensamientos con una canción, para no tener que enfrentarse a su mente malvada
que gusta de convocar nuestros más oscuros demonios.
Lo más sensato era pedir un taxi, en esa aplicación tan
famosa, pero lo cierto es que quería caminar a casa. Perderse entre las calles
por un rato, una vez más entregado a la esperanza de que el caminar ayudaría a
extirpar la extrañeza que sentía dentro de sí. No era tan malo, no necesitaba
de nadie más que de sí mismo. Sin embargo algo en el fondo de su pecho faltaba,
sentía un vacío tremendo. Caminar no lo llenaría jamás, pero a lo mejor
ayudaría a que lo olvidara por un rato. La ciudad de México es sumamente
hermosa por las noches. La oscuridad parece ocultar sus desperfectos y resaltar
la belleza intrínseca de su arquitectura. Recorrió la avenida que lo llevaba en
dirección a su casa. Había llovido mientras estaba en el bar, las calles
mostraban los resabios de un gran aguacero, algunos charcos grotescos se
acumulaban en las tapadas coladeras de esta ciudad, unos micro lagos de
porquerías que se niegan a desaparecer, eran tan similares a su ser que le
causó mucha gracia y empezó a reír solo, como ríen los hombres melancólicos
cuando no queda otra cosa que hacer más que reír en la desgracia. Se preguntó
cuántos hombres condenados a ser ejecutados se habrían reído antes de que la
espada o la guillotina bajara, cuántos habrían recibido la muerte con los brazos
abiertos y cuántos se habrían aferrado a la vida entre ruegos de rodillas
dobladas o lágrimas desesperadas. Él seguramente reiría, pensó.
Su casa estaba a una hora caminando del bar, más o menos.
Llevaba como media hora caminando cuando escuchó el sonido inconfundible del
terror alojado en un grito. Sus sentidos se agudizaron. Al principio confundió
el origen del sonido, pensando que venía del otro lado de la avenida, pero lo
cierto es que venía de su lado, de una calle oscura de un complejo de apartamentos
avejentados, de esos con escaleras de emergencia que dan hacia un callejón. Y
ahí los vio. Eran un hombre y una mujer que discutían. Se asomó desde la
esquina de la calle, al resguardo de la pared de un edificio. Por la discusión
infirió que se conocían, que eran una pareja de novios discutiendo
acaloradamente. Ella estaba contra la pared y el hombre, un tipo alto y tosco
estaba frente a ella, amenazante, intentaba convencerla de que se fuera con él,
que ya no fuera necia. Improperios llovían al igual que los te amos más vacíos
que había escuchado. Entonces el tipo alto y tosco la golpeó en el vientre,
después un sopapo pleno en la cara. Fue demasiado para él. Él que siempre quiso
ser un héroe, salvar a una mujer azul del horror ilusorio de su existencia. Y
ahí estaba su oportunidad. La mujer que le importaba no quería ser salvada, no
lo quería a él tampoco. Pero su necesidad estúpida de querer salvar a alguien
en una creencia idiota de que salvando a alguien quizá se pueda salvar a él, le
hizo moverse en grandes zancadas hacia aquel hombre y decir “¡Déjala en paz,
cabrón!” tenía miedo, pero el whiskey y la desazón le daban el valor que
enfatizaba sus palabras. No hubo discusión alguna, pasaron directo a los
golpes. Él llevó la peor parte, no sabía pelear, sólo sabía que quería
salvarla; en cambio el tipo alto y tosco evidenciaba con sus golpes que había
peleado en más de una ocasión. Sin embargo él peleaba con una valentía
increíble, pudo contra atacar algunas ocasiones al tiempo que también recibía
golpes. Toda la pelea fue acompañada de los gritos de la chica que gritaba “¡Ya
déjalo, no le pegues!” En un instante en que el tipo se descuidó, él, con la
cara ensangrentada pudo propinar un golpe directo a la quijada del tipo tosco
que al impacto fue a encontrarse con el piso. Se sentía tan bien, la había
salvado. Y entonces ella le dijo “no le pegues, déjalo” ¡Qué sorpresa! Pensaba que
ella quería que no le pegaran a él, al hombre que había venido de entre las
sombras de la ciudad a salvarla, pero ella no quería que le pegaran al hombre
que le había pegado…México es una ciudad absurda. La vida es absurda. Vivir es
absurdo. En ello pensaba mientras sintió algo entrando una y dos veces dentro
de él y empezó a sentir calor en la parte baja de la espalda, un calor líquido
que rápidamente se extendía por su cuerpo y adormecía sus piernas y su torso.
Las rodillas se le doblaron y fue a dar al piso, boca abajo. Vio al tipo tosco sosteniendo
una navaja muy grande y ensangrentada entre las manos. El tipo tosco le dijo a
aquella mujer que se iba, que se fuera a la mierda y la dejó ahí al lado de él.
Ella le dijo al tipo tosco “No te vayas, por favor” y corrió a alcanzarlo
profiriendo unos te amos que resonaron en aquel callejón. Y él, con la vista
nublada y un dolor cada vez más fuerte en el cuerpo, se desangraba en aquella
noche que pensó sería mágica. La realidad una vez más le mostraba los dientes
afilados y ese desprecio que tiene por los sueños de los hombres. Se arrastró
un poco hacia la avenida, con la cabeza alzada pudo ver a la chica corriendo
hasta que el edificio de la esquina ya no lo dejó verla más. Y gritó, tan
fuerte como pudo “No te vayas, por favor”. Sólo el viento y esa mole de cemento
llamada ciudad de México escucharon su plegaria. Los ojos le pesaban y entonces
los cerró…y ya no los volvió a abrir.
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