Presentación

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viernes, 15 de julio de 2016

Se abre otra vez el mundo

Se abre otra vez el mundo
Sin cielo, ¡oh cielo!, estoy,
pues estoy aprendiendo
tu nombre, todavía.
(Sky, J. R. Jiménez)
Algo que siempre me ha maravillado, al grado de creer, cuando niño, que era comparable con un acto de magia, es la variedad de idiomas que hay en el mundo. Me explicaré mejor. La bastedad de lenguas con que se puede encontrar un viajero, un lingüista o un simple lector es ya fascinante, pero más fascinante es el hecho de que entre todas estas formas de comprender el mundo, pueda haber –y que de hecho haya– posibilidad de entablar una conversación. ¿Cómo le hace el extranjero para hablar la lengua del lugar? ¿Qué tiene que ocurrir en su mente o alma o cerebro para que comience a ejecutar cual concertista los acuerdos gramaticales, ortográficos, sintácticos y hasta rítmicos? Vayamos despacio. Si el lenguaje nos posibilita conocer el mundo, sus límites, y dentro del mundo nosotros, ¿entonces cada lengua nos acerca más a la experiencia del mundo, de la vida?, o por el contrario, para saber de la vida, del mundo, ¿nos alcanza nuestra propia lengua materna?
La respuesta es sencilla, dirán muchos: debido a que nuestra lengua o cualquier otra no es enteramente pura por derivar del griego, el latín, el árabe, o por compartir raíces con muchos otros modos de hablar, es claro que se debe de tener alguna idea de cómo están compuestas las palabras, -dando a entender con esto último, que hay que saber cómo se fueron formulando los pensamientos y sentimientos que llevaron a pronunciar tal fonema y no otro al referirse a tal o cual cosa, situación, sentimiento, etc. Rastrear las palabras es una de las más nobles tareas, pues el que lo haga ha de tener un oído muy fino, así como una inteligencia excepcional, ya que ha de dar cuenta de cómo se fue generando la palabra, más difícil aún, tiene que buscarla no en su cuna, sino en algún otro lugar en el que por el uso parezca más cercana a este término que al de su origen, por eso el oído fino, pues ha de reconocer los rasgos oriundos de la errante palabra.
Pero esto último es, quizá, para el hombre que tiene un hambre más voraz de conocimiento. Para el hombre común. aprender el idioma extranjero es más que nada la posibilidad de no tener malentendidos, la palabra es un compromiso, miento, es la posibilidad de hacer compromisos, de hablar bien, pero para lograr esto se debe de tener en cuenta que el mundo se abre una vez más ante nuestros ojos. Quizá el deseo de no ser engañado es la fuerza que mayormente impulsa al extranjero a aprender el idioma. Saber que las cosas están bien, que los tratos marchan en orden, que el mundo no es amenazante. Las palabras bien empleadas, clarifican nuestra experiencia. Una posible respuesta de qué pasa en el alma del extranjero es que no quiere vivir engañado, mal, como un ignorante del mundo inmediato que se le presenta, que es el mundo en que están todos. El extranjero, quizá, desea saber que incluso bajo otras murallas hay cielo.


Javel

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