Se abre otra vez el mundo
Sin cielo, ¡oh
cielo!, estoy,
pues estoy
aprendiendo
tu nombre,
todavía.
(Sky, J. R. Jiménez)
Algo que siempre me ha maravillado, al
grado de creer, cuando niño, que era comparable con un acto de magia, es la
variedad de idiomas que hay en el mundo. Me explicaré mejor. La bastedad de
lenguas con que se puede encontrar un viajero, un lingüista o un simple lector
es ya fascinante, pero más fascinante es el hecho de que entre todas estas
formas de comprender el mundo, pueda haber –y que de hecho haya– posibilidad de
entablar una conversación. ¿Cómo le hace el extranjero para hablar la lengua
del lugar? ¿Qué tiene que ocurrir en su mente o alma o cerebro para que
comience a ejecutar cual concertista los acuerdos gramaticales, ortográficos,
sintácticos y hasta rítmicos? Vayamos despacio. Si el lenguaje nos posibilita
conocer el mundo, sus límites, y dentro del mundo nosotros, ¿entonces cada
lengua nos acerca más a la experiencia del mundo, de la vida?, o por el
contrario, para saber de la vida, del mundo, ¿nos alcanza nuestra propia lengua
materna?
La respuesta es sencilla, dirán
muchos: debido a que nuestra lengua o cualquier otra no es enteramente pura por
derivar del griego, el latín, el árabe, o por compartir raíces con muchos otros
modos de hablar, es claro que se debe de tener alguna idea de cómo están
compuestas las palabras, -dando a entender con esto último, que hay que saber
cómo se fueron formulando los pensamientos y sentimientos que llevaron a
pronunciar tal fonema y no otro al referirse a tal o cual cosa, situación,
sentimiento, etc. Rastrear las palabras es una de las más nobles tareas, pues el
que lo haga ha de tener un oído muy fino, así como una inteligencia
excepcional, ya que ha de dar cuenta de cómo se fue generando la palabra, más
difícil aún, tiene que buscarla no en su cuna, sino en algún otro lugar en el
que por el uso parezca más cercana a este término que al de su origen, por eso
el oído fino, pues ha de reconocer los rasgos oriundos de la errante palabra.
Pero esto último es, quizá, para el
hombre que tiene un hambre más voraz de conocimiento. Para el hombre común.
aprender el idioma extranjero es más que nada la posibilidad de no tener
malentendidos, la palabra es un compromiso, miento, es la posibilidad de hacer
compromisos, de hablar bien, pero para lograr esto se debe de tener en cuenta
que el mundo se abre una vez más ante nuestros ojos. Quizá el deseo de no ser
engañado es la fuerza que mayormente impulsa al extranjero a aprender el
idioma. Saber que las cosas están bien, que los tratos marchan en orden, que el
mundo no es amenazante. Las palabras bien empleadas,
clarifican nuestra experiencia. Una posible respuesta de qué pasa en el alma
del extranjero es que no quiere vivir engañado, mal, como un ignorante del
mundo inmediato que se le presenta, que es el mundo en que están todos. El extranjero, quizá, desea saber que incluso bajo otras murallas hay cielo.
Javel
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