Presentación

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domingo, 14 de agosto de 2016

El corazón de las tinieblas



                                                                               A Jorge Martín: ya termina la historia                
Cuando la lanzó, el Sol lo deslumbró. Tuvo que cerrar los ojos y no pudo ver dónde cayó la pelota. Helios, atento como siempre, supo inmediatamente dónde tenía que buscar y se lanzó por ella; algo había de hermoso en verlo galopar en el amplio espacio que supone el bosque, ambos se sentían libres en los brazos del bosque. Los paseos en el bosque son la mejor parte de su rutina, una actividad que ambos disfrutaban al máximo, quizá porque ambos necesitaban las salidas. Era un niño pequeño con un perro grande; era un niño temeroso con un perro valiente. Adolecer de confianza es truculento, pero no necesitaba más confianza, no mientras tuviera a Helios consigo.
La vida transcurre con una lentitud ensordecedora cuando vives en un pueblo en las faldas de una montaña. Pero vale la pena, sobre todo por las bellas caminatas matutinas y los paseos en bicicleta a lo largo de aquella montaña. De nada sirven las madres mascullando advertencias, ellas tan solícitas promulgando treguas, dejando salir a sus hijos por unas horas, con tal de que regresen temprano. Pero él es un niño solitario. Es el niño que se sienta sólo a la hora del recreo, el que escucha todo el tiempo y casi nunca dice nada; el que recuerda con precisión el ruido que hacen las cosas cuando se caen y nadie las está escuchando. Muchas veces no es que no tenga nada que decir, sino porque no quiere hablar sólo por tener que hacerlo. Es un niño peligrosamente obediente. Sumiso. Jamás se ha raspado una rodilla - a pesar de vivir cerca de un bosque - y desea ser astrónomo y no astronauta. Le gusta la ciencia, el futbol y es demasiado escéptico para su edad. Realmente le incomoda no obedecer las órdenes de su madre, pero no quería volver todavía.  Su único amigo es Helios, ese perro que ya ha alcanzado la pelota y que ahora sabe que el triunfo sabe a lodo y a hule. Sus grandes zancadas se convierten en pasos juguetones casi danzantes. El niño le grita y el perro acelera para llegar a él. Elude todos los árboles que les separan, el bosque está tan silencioso que se escucha el pasto cediendo al peso del perro. “Helios”, le grita el niño. “Bien hecho, Helios” resuena sobre las hojas que el otoño arranca a besos de los árboles. El viento le sopla en los pómulos y su gorra se aferra como puede a su frente, a sus cabellos. La pelota llega marinada en baba perruna; una cola agitándose, una sonrisa canina, sobrada de dientes y de lengua fuera le saludan.
Así se les va la tarde, entre risas y ladridos. Pero David tiene que volver. No quiere hacerlo, pero debe. Su madre le dijo que hay algo peor que la casa. Asegura que hay algo peor a sus adicciones a las pastillas para dormir. En el bosque hay cosa mala, dice ella. Así que ya le espera el lugar que llama casa, el lugar donde una sombra es el terror, el lugar donde una puerta abriéndose en la noche es el miedo puro. El bosque siempre ha sido más seguro para él…El silencio viene solo, no es pedido en medio de la noche… Shh…Despertarás a tu madre, escuchó en su cabeza, una vez más. Helios no se separa demasiado de él cuando están en el bosque. En el bosque nadie más le conoce. El olor a pino le abruma la nariz. Se siente tan vivo cuando una sensación lo abruma. Y eso funciona en dos sentidos. Realmente temía la noche. Mejor dicho, temía lo que venía con las noches. Prefiere el bosque a su casa, no se cree del todo que el bosque auspicie peligros, y menos como los que su madre sugiere. Sin embargo, el amparo del día duraba más bien poco. Su temor le impedía ver la hermosura de una puesta de Sol, su mente presta ya a pensar en los horrores que implicaba la noche, el olor a pino se ha ido y el recuerdo instaura de nuevo su dictadura olorosa a ron perforándole la espalda. Pero Helios no ha tenido suficiente. Ha vuelto una vez más con la pelota, su cola es un ir y venir desesperado que aterriza a David en su realidad aparente, rodeada de pinos y nieve. Es una tarde preciosa que se ve interrumpida inesperadamente. Es un eclipse inaudito que viene y violenta la puesta de Sol; un eclipse que, poco a poco, colma de negro el Sol. Un chirrido que en nada parecía animal resuena sobre la noche repentina, el sonido aumenta conforme el negro del Sol se hace más intenso. El negro entonces se separa, se convierte en unas sombras aladas de varios tamaños que salen disparadas rugiendo en estupor. Los chirridos aumentan, se tornan en risas malévolas y las sombras descienden. David tiene miedo. Helios no entiende nada y sonríe.
Zancadas desesperadas, ramas rotas, hojas pisoteadas; jadeos entrecortados, el pecho dilatado, el corazón en la mano. Con los brazos espanta los matorrales. Cada tanto sus manos revolean al viento, otras chocan con madera y otras veces chocan con las sombras que se acercan demasiado a David que corre como jamás ha corrido en su vida. Atrás de él los ladridos de Helios y los chirridos como de ardillas poseídas que hacían aquellas bestias. Corría tan rápido como podía en dirección al pueblo. No sabía cuánto podía aguantar. Resistió como pudo el morbo, pero tuvo que voltear atrás. Una flota de sombras sobrevolaba entre los árboles, Helios corriendo atrás de él, protegiendo su retaguardia heroicamente. El pelaje del perro ya mostraba los estragos propios de la piel cuando se le rasga con algo afilado, algo filoso como las garras de aquellas sombras que volaban con una sonrisa que destellaba lo único blanquecino que había en esas criaturas. Voltear sólo le llenó de más miedo. Pensó que todo estaba acabado. Una selección de imágenes de los más atroces tormentos de su vida cabalgó por su mente al ritmo de sus zancadas y del crepitar de su pecho que ya ardía cuando respiraba: los moretones en lugares invisibles, los apodos, el aroma a encierro de un casillero, el silencio de una banca en el recreo, los pasos accidentados que se acercan en la noche, la sombra que se proyecta sobre la luz debajo de la puerta, la perilla que gira dificultosamente, el peso de las sábanas por las mañanas, la sonrisa triste que le regresaban las niñas al verlo pasar. Y se preguntó por qué corría. En doce años lo más cercano que había estado a la noción felicidad fue cuando vio el final feliz de una película de Disney Pixar. El instinto no se pregunta ese tipo de cosas. Y por ello seguía corriendo, sin saber por qué. De repente tropezó, las sombras le rodearon y Helios llegó a su lado. El perro se irguió y gruñó en una postura defensiva, de cara hacia las sombras que llegaban donde David yacía en el piso. Sintió algunas ramas encajándose en la palma de sus manos mientras intentaba ponerse en pie. Las sombras rieron y se abalanzaron hacia el niño. El perro se interpuso entre dientes y piel, se defendió como pudo, pero eran muchas sombras y ya lo tenían sometido. El niño ya estaba en pie. Y con lágrimas en los ojos echó a correr mientras atrás de él los chillidos de Helios resonaban en sus oídos. Volteó hacia atrás una vez más. Vio cómo las sombras se replegaban al Sol, una de ellas llevaba a su perro. El eclipse murió cuando las sombras se perdieron en lo alto del cielo, al norte de la montaña.
Esa tuvo que ser la peor noche de su vida. No sólo no le creyeron lo que había pasado, sino que lo regañaron, insultaron y a nadie, salvo a él, parecía importarle el perro. Su plan era llegar a casa y tomar la linterna de su padre. Era una linterna bastante grande que se cargaba girando un mecanismo y si algo había de repeler, incluso matar las sombras, era una luz. Esa noche pidió a Dios un favor. Que la puerta no se abriera esta noche. Hoy no, pidió con las manos juntas y los ojos mirando al techo de su cuarto. Y Dios escuchó. Escuchó o estaba muy ocupado en otros asuntos como para fastidiarlo esta vez. La puerta se mantuvo cerrada, pero la noche de todos modos fue tortuosa. La noche se desangraba con una lentitud desesperante. Debieron pasar horas hasta que por fin escuchó el cuerpo de su padre desplomándose sobre el catre de su cuarto. Sus ronquidos se presentaron casi de inmediato para unirse al coro de su madre, forrada de pastillas para dormir. No la podía culpar, la realidad no se comparaba con los sueños de esa mujer. Y entonces se levantó. Abrió la puerta del cuarto de sus padres y alcanzó la caja de herramientas dentro del closet. Sacó la linterna, volvió a su cuarto, la guardó en la mochila que había preparado para su misión y abrió la ventana. Bajó por el árbol al que daba su ventana y llegó a la entrada de su casa. En el cobertizo estaba su bicicleta y fue por ella para lanzarse al corazón del bosque, al encuentro de las sombras, para rescatar a su perro.
Y es que aquel perro era la única luz en su vida. Lo encontró la única vez anterior que había desafiado las órdenes de sus padres, era un cachorro recién nacido, estaba abandonado en el patio de una antigua casa en medio del bosque. El perro estaba en una caja grande de cartón. La caja era de un producto que se llamaba Helios. A David le gustó la palabra y le pareció bello que ese fuera el nombre del perro. Pero lo cierto es que Helios era el nombre que tuvo alguna vez el dios de la luz para una antigua y maravillosa civilización. Y entonces, sin saberlo del todo, el niño fue a buscar la luz de su vida. Pedaleó con fuerza y subió por la montaña. Iba bien abrigado pero de todas formas el vapor de su aliento dejaba una estela casi imperceptible de su paso por aquella vereda. El aire y la noche rompían en su andar, el viento cortado cada vez un poco más con la vuelta de las ruedas. Iba contra tiempo. No sabía bien el porqué, pero sabía que la respuesta estaba al norte, en el centro del bosque.
Supo que estaba en el centro del bosque cuando vio las sombras en el camino. Circundaban a David, que no paraba de pedalear. Las sombras, aquellos cuerpos totalmente oscuros, lo persiguieron de nuevo. El niño huyó adentrándose más y más al bosque. Conforme avanzaba, sus miedos se hacían más presentes. Las sombras volaban más rápido, como alimentadas por sus miedos. Debieron pasar varios minutos hasta que llegó a la cima de un peñasco y vio, al centro, camino abajo, un puente de piedra muy largo suspendido entre una niebla eléctrica, un puente en cuyo centro estaba un torbellino negro con destellos púrpuras apuntando al cielo y del que salía el corazón de las tinieblas. Se escuchaba un latido, casi como un clamor. Un rugido tenebroso que venía de aquel sendero. Y David sabía que su perro estaba en la oscuridad. Salvarlo y enfrentarse a sí mismo eran las motivaciones que incitaban el pedaleo de David. Las sombras eran una amenaza inminente, soltando zarpazos y mordidas cada que tenían una buena oportunidad de hacerle daño. Una de ellas le dio alcance y le tiró una mordida más. David pudo esquivarla pero un corte sangrando en su brazo le hizo gritar y caer de la bicicleta. Rodó por la montaña y mientras lo hacía el sonido del corazón de las tinieblas se hacía más estruendoso. Cayendo escuchó su propia voz, su propio lamento, los dolores de su vida pasando raudos por su cabeza. Se llenó de raspones pero la caída no lo había matado. El puente de piedra ya estaba cerca y caminó hacia él. Sacó la linterna de la mochila, implorando porque la linterna no se hubiera dañado. Pero él es el héroe de esta historia: por supuesto que la linterna no estaba rota, funcionaba perfecto. Y entonces aceleró el paso por aquel puente. Y entonces salieron más sombras. Estas no tenían alas, eran bípedas, muchas y se lo estaban saboreando. Corrían hacia él y entonces apuntó su linterna. Era la hora de la verdad, de probar si la luz podía matar a aquellas sombras. Y sí. Mató muchas de ellas. Se extinguían en un grito desesperado lo suficientemente vivo como para saber que sufrían su muerte. Continuó avanzando por aquel corredor de piedra. Muchas sombras morían y él eludía como podía a las que sobrevivían los embates de la luz. Jamás se había sentido tan vivo, tan valiente. David era víctima de la adrenalina de la vida vivida intensamente. David era frenesí mezclado con temor. Y entonces lo escuchó. Aquel rugido que le heló la sangre y que atemorizó a las sombras. El torbellino propendiendo al cielo se cerró y una sombra enorme, fácilmente arriba de los cinco metros surgió en el puente de piedra. Las sombras, que ahora eran como hormigas, corrían despavoridas a resguardarse en la niebla bajo el puente, huían como cucarachas mirando calzado. Unos ojos amarillos que odiaban lo miraron fijamente. Algo había en aquella mirada que le resultaba familiar. Esa forma de mirar él la conocía, también cayó en cuenta que las risas malévolas le eran conocidas. La sombra se acercó a él y David apuntó su linterna, presto a iluminar. Justo en ese momento escuchó los ladridos inconfundibles de Helios. La sombra se detuvo. Silencio. Hubo un momento de silencio en aquel puente, los truenos se callaron, el viento cesó, sólo se escuchaban las patas de Helios pisando la piedra, acercándose a David.
No podía ser Helios. No daba crédito a lo que veía. Unas grandes costras putrefactas decoraban la piel del perro. Unos ojos rojos sin expresión alguna lo miraban fijamente. Tenía la piel incompleta, le faltaban pedazos de carne. Helios jamás le había gruñido. Helios jamás lo había visto de esa manera. David conoció el miedo de verdad y lo que es la resignación en el mismo momento. La sombra hizo una seña y Helios corrió hacia David, colmillos afilados y más alargados que antes apuntaban hacia el niño de las manos temblorosas, el de las manos que ya no se aferran con la misma fuerza a la linterna. Este no es un final feliz. Ni el sonido de la carne, los músculos y los huesos siendo triturados bastaron para silenciar los gritos de David.

   Despertó abruptamente. La frente y la playera mojadas. El alivio de saber que todo había sido un sueño le duró muy poco. Extrañaba a su perro. Lo soñaba tan seguido. Aquel fue un invierno duro. Papá cocinó a Helios. Desearía no estar aquí. Dios no tiene tiempo para nosotros. Dios no tiene orejas. Es de noche. Y no amanece. La luz debajo de la puerta se muere repentinamente, la sombra está en la puerta. La perilla gira torpemente. La puerta se abre, la sombra entra rodeada de luz.
Esta es la verdadera pesadilla.

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