A Jorge Martín: ya termina la historia
Cuando la lanzó, el Sol lo deslumbró. Tuvo que cerrar los
ojos y no pudo ver dónde cayó la pelota. Helios, atento como siempre, supo
inmediatamente dónde tenía que buscar y se lanzó por ella; algo había de
hermoso en verlo galopar en el amplio espacio que supone el bosque, ambos se
sentían libres en los brazos del bosque. Los paseos en el bosque son la mejor
parte de su rutina, una actividad que ambos disfrutaban al máximo, quizá porque
ambos necesitaban las salidas. Era un niño pequeño con un perro grande; era un niño
temeroso con un perro valiente. Adolecer de confianza es truculento, pero no
necesitaba más confianza, no mientras tuviera a Helios consigo.
La vida transcurre con una lentitud ensordecedora cuando
vives en un pueblo en las faldas de una montaña. Pero vale la pena, sobre todo
por las bellas caminatas matutinas y los paseos en bicicleta a lo largo de
aquella montaña. De nada sirven las madres mascullando advertencias, ellas tan
solícitas promulgando treguas, dejando salir a sus hijos por unas horas, con
tal de que regresen temprano. Pero él es un niño solitario. Es el niño que se
sienta sólo a la hora del recreo, el que escucha todo el tiempo y casi nunca
dice nada; el que recuerda con precisión el ruido que hacen las cosas cuando se
caen y nadie las está escuchando. Muchas veces no es que no tenga nada que
decir, sino porque no quiere hablar sólo por tener que hacerlo. Es un niño
peligrosamente obediente. Sumiso. Jamás se ha raspado una rodilla - a pesar de
vivir cerca de un bosque - y desea ser astrónomo y no astronauta. Le gusta la
ciencia, el futbol y es demasiado escéptico para su edad. Realmente le incomoda
no obedecer las órdenes de su madre, pero no quería volver todavía. Su único amigo es Helios, ese perro que ya ha
alcanzado la pelota y que ahora sabe que el triunfo sabe a lodo y a hule. Sus
grandes zancadas se convierten en pasos juguetones casi danzantes. El niño le
grita y el perro acelera para llegar a él. Elude todos los árboles que les
separan, el bosque está tan silencioso que se escucha el pasto cediendo al peso
del perro. “Helios”, le grita el niño. “Bien hecho, Helios” resuena sobre las
hojas que el otoño arranca a besos de los árboles. El viento le sopla en los
pómulos y su gorra se aferra como puede a su frente, a sus cabellos. La pelota llega
marinada en baba perruna; una cola agitándose, una sonrisa canina, sobrada de
dientes y de lengua fuera le saludan.
Así se les va la tarde, entre risas y ladridos. Pero David
tiene que volver. No quiere hacerlo, pero debe. Su madre le dijo que hay algo
peor que la casa. Asegura que hay algo peor a sus adicciones a las pastillas
para dormir. En el bosque hay cosa mala, dice ella. Así que ya le espera el
lugar que llama casa, el lugar donde una sombra es el terror, el lugar donde
una puerta abriéndose en la noche es el miedo puro. El bosque siempre ha sido
más seguro para él…El silencio viene solo, no es pedido en medio de la noche…
Shh…Despertarás a tu madre, escuchó en su cabeza, una vez más. Helios no se
separa demasiado de él cuando están en el bosque. En el bosque nadie más le
conoce. El olor a pino le abruma la nariz. Se siente tan vivo cuando una
sensación lo abruma. Y eso funciona en dos sentidos. Realmente temía la noche.
Mejor dicho, temía lo que venía con las noches. Prefiere el bosque a su casa,
no se cree del todo que el bosque auspicie peligros, y menos como los que su
madre sugiere. Sin embargo, el amparo del día duraba más bien poco. Su temor le
impedía ver la hermosura de una puesta de Sol, su mente presta ya a pensar en
los horrores que implicaba la noche, el olor a pino se ha ido y el recuerdo
instaura de nuevo su dictadura olorosa a ron perforándole la espalda. Pero
Helios no ha tenido suficiente. Ha vuelto una vez más con la pelota, su cola es
un ir y venir desesperado que aterriza a David en su realidad aparente, rodeada
de pinos y nieve. Es una tarde preciosa que se ve interrumpida inesperadamente.
Es un eclipse inaudito que viene y violenta la puesta de Sol; un eclipse que,
poco a poco, colma de negro el Sol. Un chirrido que en nada parecía animal resuena
sobre la noche repentina, el sonido aumenta conforme el negro del Sol se hace
más intenso. El negro entonces se separa, se convierte en unas sombras aladas
de varios tamaños que salen disparadas rugiendo en estupor. Los chirridos aumentan,
se tornan en risas malévolas y las sombras descienden. David tiene miedo.
Helios no entiende nada y sonríe.
Zancadas desesperadas, ramas rotas, hojas pisoteadas;
jadeos entrecortados, el pecho dilatado, el corazón en la mano. Con los brazos
espanta los matorrales. Cada tanto sus manos revolean al viento, otras chocan
con madera y otras veces chocan con las sombras que se acercan demasiado a
David que corre como jamás ha corrido en su vida. Atrás de él los ladridos de
Helios y los chirridos como de ardillas poseídas que hacían aquellas bestias.
Corría tan rápido como podía en dirección al pueblo. No sabía cuánto podía
aguantar. Resistió como pudo el morbo, pero tuvo que voltear atrás. Una flota
de sombras sobrevolaba entre los árboles, Helios corriendo atrás de él,
protegiendo su retaguardia heroicamente. El pelaje del perro ya mostraba los
estragos propios de la piel cuando se le rasga con algo afilado, algo filoso
como las garras de aquellas sombras que volaban con una sonrisa que destellaba
lo único blanquecino que había en esas criaturas. Voltear sólo le llenó de más
miedo. Pensó que todo estaba acabado. Una selección de imágenes de los más
atroces tormentos de su vida cabalgó por su mente al ritmo de sus zancadas y
del crepitar de su pecho que ya ardía cuando respiraba: los moretones en
lugares invisibles, los apodos, el aroma a encierro de un casillero, el
silencio de una banca en el recreo, los pasos accidentados que se acercan en la
noche, la sombra que se proyecta sobre la luz debajo de la puerta, la perilla
que gira dificultosamente, el peso de las sábanas por las mañanas, la sonrisa
triste que le regresaban las niñas al verlo pasar. Y se preguntó por qué
corría. En doce años lo más cercano que había estado a la noción felicidad fue cuando
vio el final feliz de una película de Disney Pixar. El instinto no se pregunta
ese tipo de cosas. Y por ello seguía corriendo, sin saber por qué. De repente
tropezó, las sombras le rodearon y Helios llegó a su lado. El perro se irguió y
gruñó en una postura defensiva, de cara hacia las sombras que llegaban donde
David yacía en el piso. Sintió algunas ramas encajándose en la palma de sus
manos mientras intentaba ponerse en pie. Las sombras rieron y se abalanzaron
hacia el niño. El perro se interpuso entre dientes y piel, se defendió como
pudo, pero eran muchas sombras y ya lo tenían sometido. El niño ya estaba en
pie. Y con lágrimas en los ojos echó a correr mientras atrás de él los
chillidos de Helios resonaban en sus oídos. Volteó hacia atrás una vez más. Vio
cómo las sombras se replegaban al Sol, una de ellas llevaba a su perro. El
eclipse murió cuando las sombras se perdieron en lo alto del cielo, al norte de
la montaña.
Esa tuvo que ser la peor noche de su vida. No sólo no le
creyeron lo que había pasado, sino que lo regañaron, insultaron y a nadie,
salvo a él, parecía importarle el perro. Su plan era llegar a casa y tomar la
linterna de su padre. Era una linterna bastante grande que se cargaba girando
un mecanismo y si algo había de repeler, incluso matar las sombras, era una
luz. Esa noche pidió a Dios un favor. Que la puerta no se abriera esta noche.
Hoy no, pidió con las manos juntas y los ojos mirando al techo de su cuarto. Y
Dios escuchó. Escuchó o estaba muy ocupado en otros asuntos como para
fastidiarlo esta vez. La puerta se mantuvo cerrada, pero la noche de todos
modos fue tortuosa. La noche se desangraba con una lentitud desesperante.
Debieron pasar horas hasta que por fin escuchó el cuerpo de su padre
desplomándose sobre el catre de su cuarto. Sus ronquidos se presentaron casi de
inmediato para unirse al coro de su madre, forrada de pastillas para dormir. No
la podía culpar, la realidad no se comparaba con los sueños de esa mujer. Y
entonces se levantó. Abrió la puerta del cuarto de sus padres y alcanzó la caja
de herramientas dentro del closet. Sacó la linterna, volvió a su cuarto, la
guardó en la mochila que había preparado para su misión y abrió la ventana.
Bajó por el árbol al que daba su ventana y llegó a la entrada de su casa. En el
cobertizo estaba su bicicleta y fue por ella para lanzarse al corazón del
bosque, al encuentro de las sombras, para rescatar a su perro.
Y es que aquel perro era la única luz en su vida. Lo
encontró la única vez anterior que había desafiado las órdenes de sus padres,
era un cachorro recién nacido, estaba abandonado en el patio de una antigua
casa en medio del bosque. El perro estaba en una caja grande de cartón. La caja
era de un producto que se llamaba Helios. A David le gustó la palabra y le pareció
bello que ese fuera el nombre del perro. Pero lo cierto es que Helios era el
nombre que tuvo alguna vez el dios de la luz para una antigua y maravillosa
civilización. Y entonces, sin saberlo del todo, el niño fue a buscar la luz de
su vida. Pedaleó con fuerza y subió por la montaña. Iba bien abrigado pero de
todas formas el vapor de su aliento dejaba una estela casi imperceptible de su
paso por aquella vereda. El aire y la noche rompían en su andar, el viento
cortado cada vez un poco más con la vuelta de las ruedas. Iba contra tiempo. No
sabía bien el porqué, pero sabía que la respuesta estaba al norte, en el centro
del bosque.
Supo que estaba en el centro del bosque cuando vio las
sombras en el camino. Circundaban a David, que no paraba de pedalear. Las
sombras, aquellos cuerpos totalmente oscuros, lo persiguieron de nuevo. El niño
huyó adentrándose más y más al bosque. Conforme avanzaba, sus miedos se hacían
más presentes. Las sombras volaban más rápido, como alimentadas por sus miedos.
Debieron pasar varios minutos hasta que llegó a la cima de un peñasco y vio, al
centro, camino abajo, un puente de piedra muy largo suspendido entre una niebla
eléctrica, un puente en cuyo centro estaba un torbellino negro con destellos
púrpuras apuntando al cielo y del que salía el corazón de las tinieblas. Se
escuchaba un latido, casi como un clamor. Un rugido tenebroso que venía de
aquel sendero. Y David sabía que su perro estaba en la oscuridad. Salvarlo y
enfrentarse a sí mismo eran las motivaciones que incitaban el pedaleo de David.
Las sombras eran una amenaza inminente, soltando zarpazos y mordidas cada que
tenían una buena oportunidad de hacerle daño. Una de ellas le dio alcance y le
tiró una mordida más. David pudo esquivarla pero un corte sangrando en su brazo
le hizo gritar y caer de la bicicleta. Rodó por la montaña y mientras lo hacía
el sonido del corazón de las tinieblas se hacía más estruendoso. Cayendo
escuchó su propia voz, su propio lamento, los dolores de su vida pasando raudos
por su cabeza. Se llenó de raspones pero la caída no lo había matado. El puente
de piedra ya estaba cerca y caminó hacia él. Sacó la linterna de la mochila,
implorando porque la linterna no se hubiera dañado. Pero él es el héroe de esta
historia: por supuesto que la linterna no estaba rota, funcionaba perfecto. Y
entonces aceleró el paso por aquel puente. Y entonces salieron más sombras.
Estas no tenían alas, eran bípedas, muchas y se lo estaban saboreando. Corrían
hacia él y entonces apuntó su linterna. Era la hora de la verdad, de probar si
la luz podía matar a aquellas sombras. Y sí. Mató muchas de ellas. Se
extinguían en un grito desesperado lo suficientemente vivo como para saber que
sufrían su muerte. Continuó avanzando por aquel corredor de piedra. Muchas
sombras morían y él eludía como podía a las que sobrevivían los embates de la
luz. Jamás se había sentido tan vivo, tan valiente. David era víctima de la
adrenalina de la vida vivida intensamente. David era frenesí mezclado con
temor. Y entonces lo escuchó. Aquel rugido que le heló la sangre y que
atemorizó a las sombras. El torbellino propendiendo al cielo se cerró y una
sombra enorme, fácilmente arriba de los cinco metros surgió en el puente de
piedra. Las sombras, que ahora eran como hormigas, corrían despavoridas a
resguardarse en la niebla bajo el puente, huían como cucarachas mirando calzado.
Unos ojos amarillos que odiaban lo miraron fijamente. Algo había en aquella
mirada que le resultaba familiar. Esa forma de mirar él la conocía, también
cayó en cuenta que las risas malévolas le eran conocidas. La sombra se acercó a
él y David apuntó su linterna, presto a iluminar. Justo en ese momento escuchó
los ladridos inconfundibles de Helios. La sombra se detuvo. Silencio. Hubo un
momento de silencio en aquel puente, los truenos se callaron, el viento cesó,
sólo se escuchaban las patas de Helios pisando la piedra, acercándose a David.
No podía ser Helios. No daba crédito a lo que veía. Unas
grandes costras putrefactas decoraban la piel del perro. Unos ojos rojos sin
expresión alguna lo miraban fijamente. Tenía la piel incompleta, le faltaban
pedazos de carne. Helios jamás le había gruñido. Helios jamás lo había visto de
esa manera. David conoció el miedo de verdad y lo que es la resignación en el
mismo momento. La sombra hizo una seña y Helios corrió hacia David, colmillos
afilados y más alargados que antes apuntaban hacia el niño de las manos
temblorosas, el de las manos que ya no se aferran con la misma fuerza a la
linterna. Este no es un final feliz. Ni el sonido de la carne, los músculos y
los huesos siendo triturados bastaron para silenciar los gritos de David.
Despertó
abruptamente. La frente y la playera mojadas. El alivio de saber que todo había
sido un sueño le duró muy poco. Extrañaba a su perro. Lo soñaba tan seguido.
Aquel fue un invierno duro. Papá cocinó a Helios. Desearía no estar aquí. Dios
no tiene tiempo para nosotros. Dios no tiene orejas. Es de noche. Y no amanece.
La luz debajo de la puerta se muere repentinamente, la sombra está en la
puerta. La perilla gira torpemente. La puerta se abre, la sombra entra rodeada
de luz.
Esta es la verdadera pesadilla.
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