Presentación

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lunes, 15 de agosto de 2016

La vida no permite ensayos

El transcurrir de la vida del hombre recibe varios nombres, cuyo significado le viene dado por cada etapa de su vida. Algunos, como los antiguos, los dividieron en siete: infancia, niñez, adolescencia, juventud, virilidad, vejez y decrepitud. Shakespeare, por otro lado, también hace la misma división, pero afinando ciertos detalles.

La infancia es aquella donde los vagidos y el estar babeando en los brazos del aya son el pan de cada día; la niñez es un escolar, llorón por las pocas ganas de asistir al colegio y el modo en el que se arrastra como caracol para llegar a ella; el enamorado, oh musa ven a mis brazos, viene a ser el adolescente, que suspira como horno y compone poemas a las cejas de su amada —¿y no fue así como llegó la luz del primer amor?—; la juventud, aquel militar lleno de parábolas y barbado, recela su honor y llena su reputación a punta de cañón; pero tales sentencias se cuajan y ahora se vuelven proverbios, la experiencia se ha acumulado para que, como juez, dé sentencias relucientes; y el cúmulo de experiencia y sapiencia se desvanecen como un enjuto viejo de la comedia italiana, es decir, con pantuflas, anteojos, medias, y voz que poco a poco regresa a su estado primitivo; y por último, la segunda infancia, la decrepitud, el puro olvido: sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.

Esta historia, que a mi parecer sigue siendo una historia, como diría Macbeth, narrada por un idiota, no es otra cosa que el teatro del mundo, donde todos, sin excepción, representan cada uno de esos papeles. Cada edad viene a ser un personaje; cada experiencia se convierte en un Acto para la vida; cada escena está repleta de revuelos y reveces en los cuales siempre nos preguntamos: ¿dónde está el director de aquella obra?


Aurelius

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