Cuando
el viento sopla, nuestro cuerpo se nos hace evidente por completo; sabemos que
el cabello se nos está moviendo; sentimos la piel enfriarse poco a poco; los
labios van buscando humedecerse y no partirse; los parpados cerrados vibran
ante nuestros ojos; todo es más difícil, sobre todo respirar. ¡Qué difícil es
sentir el viento si le pone uno atención! Pero no me hagas caso ahora, que sólo
estoy divagando mientras espero encontrarte nuevamente. Ya no tarda en llegar
el momento de mirarte. Si vieras cuanto anhelo estar en tu presencia no me
dirías nada y sólo me dejarías tocarte. Es que tocarte me hace casi lo mismo
que el soplo de viento pero un poco más al revés: me mueve el cabello con
intensidad, mis parpados se mueven delante de mis ojos, mis labios buscan
partirse humedecidos, esta piel se va poniendo más y más caliente y todo es más
fácil, excepto respirar.
Aún recuerdo el día en que te vi por
primera vez. No fuiste nada especial. No es que haya desaparecido todo alrededor
para mostrarme tu presencia. Estabas rodeada del todo. Pero sí recuerdo que
desee que todo lo que no pasó hubiese pasado. Desee mirarte muchas veces más.
Eras lozana, como si nadie te hubiera tocado nunca y todo en ti se haya dado de
esa manera: natural. Apenas se atravesaba el cabello por ti no sabía si dejártelo
y admirarte cubierta de salvajismo o quitártelo y desear aterrizarte. Nada más
que, como muchas cosas en mi vida, me consolé sólo con mirarte y nunca me
acerqué a ti. Así soy yo, ¿qué quieres?
Justo cuando me había olvidado de ti
–por lo que sea, no precisamente porque sea un ojete– volviste a aparecer para
recordarme que no me había olvidado, sino que me ocupé mucho de otras cosas. Afortunadamente
para mí esta vez fue completamente diferente. Primero, ya no eras lozana, ahora
eras más bien frágil. Segundo, el salvajismo se había apoderado de ti, no sé si
por la experiencia o por la falta de práctica. Estabas a punto de dejarme
acercar justito a ti. Seguramente no lo sabías –eso que ni qué. Es que lo supe
cuando me pude acercar a todo lo que te enmarcaba.
La luz pasaba por un lado y por el
otro. El aire era el menor de mis problemas, pues si soplaba ni me acuerdo y a otra cosa mariposa. Nomás andaba
buscando un pretexto para pegarme a ti, pero como ya dije antes, soy un miserable
cobarde y nomás no podía. A pesar de saber que, dada tu nueva naturaleza, nada
habría de impedirme sentirte, me hacía bolita detrás de cualquier trago, de
saliva o de alcohol, o de lo que fuera que pudiera imaginar en ese justo
momento en que quería mover la boca. Después de mucho darle vueltas a la
imaginación de una sustancia lo suficientemente espesa para darle peso a mi
boca y que te cayera encima como un cazador furtivo a su presa, o quizá más
bien ligera que me llevara volando hasta tus contornos, me pude acercar, y lo
más gracioso es que no supe ni cómo.
Mirarte de cerca me dejó verte a
detalle. Esa perfección, que de lejos era obvia, se convertía en el mayor
cúmulo de imperfecciones y despreciables defectos. Tu color no era el que
siempre vi; tu forma estaba delimitada por una inmensa nada, lo cual explica
tus constantes movimientos durante todo este tiempo: de la felicidad a la
tristeza, pasando por los sollozos y por la amarga bilis que todo lo atraviesa;
lo que había adentro no lo pude ni ver, porque sin más ni más me fije en los
surcos que, como todo lo que envejece, se asomaban con tu felicidad. – ¡Cómo
pude quedarme perdido tanto tiempo contemplándote y al filósofo nunca le puse
atención! ¡Qué divertida esa mi triste historia! – Todo brillando por dentro
era indicio de que tenía que hacerlo. Lo hice.
Si pudieras ver lo que veo, sabrías
lo ridículo que es resumir tantos años en esos quince segundos y luego
traducirlo a unas cuantas palabras, para que parezca que es una historia
completa, pequeña pero entera. Si pudieras ver, quizá no me habrías dejado
arrimarme. Pero como no puedes y estás a expensas de tu amo, sucedió. Fue la
experiencia más lenitiva que jamás tuve. Tal vez sí la tuve, pero como suele
ser tan efímera como los quince segundos que dura, no recuerdo alguna otra. Ésta
sí, porque me obligué a no olvidarla jamás. No hay espacio ni tiempo cuando el deseo es sincero[1], o como dice algún caifán: cuando el amor es parejo nomás un pujido se oye. Creo que ninguna de las dos queda para lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que esto que te cuento no tiene un lugar específico en la
historia, pues como toda experiencia pasajera, forma parte de un todo más
grande y así hasta donde alcancemos a ver… Pero al fin pude tocarte dulce boca.
Es la experiencia más excitante que he tenido en toda mi vida. Se repite a
menudo, ya sea en el recuerdo, ya sea en realidad. ¡Qué beso te di! ¡Qué beso me diste!
Talio
Maltratando a la musa
Moras de besos a mordidas
Estos y aquellos
azadones pelearon
por dejar marca
en esas tierras
rosadas y fértiles.
En esa lucha
se hallaron con la
eternidad del beso.
Siempre a mordidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario