Presentación

Presentación

domingo, 25 de septiembre de 2016

Un susurro violento



Sé que un día tendrás una hermosa vida, sé que
serás una estrella en el cielo de alguien más,
pero ¿porqué? ¡¿porqué?! ¡¿PORQUÉ?!
¿porqué no puede ser en el mío?
 Pearl Jam. Black
Silencio. Sus pasos eran un susurro que apenas levantaba el polvo. Una sonrisa triste dibujaba su boca. La cara sucia, la ropa pegajosa de un par de días sin cambiarse; el frío pelando unos labios que se parten al hacer la mueca que provoca la desazón, un cigarro es lo único que impide al mal sabor del día el abarcarlo todo. A lo lejos suenan bombas, algunas metralletas ocasionales, disparos solitarios rompen la tranquilidad interina. De vez en cuando irrumpe el sonido de gente muriendo. La ciudad rezuma óxido, grietas que se clavan en la tierra, ventanas rotas, casas derruidas, desesperanza y muerte. Mientras camina, siguiéndola  a la distancia de los conocidos no de los amantes, rememora los parámetros de la misión: hacer un nido en una de las diez torres emblemáticas de la ciudad, atrincherar las calles principales, esas que conectan con la plaza principal; custodiar los cuatro puentes que llevan a la ciudad. Defender la posición, cueste lo que cueste. La torre central otorga la inmejorable vista que sólo da la perfecta periferia, desde ahí podría defender los puentes y la posición de la infantería, que estaba dividida en dos frentes hacia el este y el norte. En cuanto a ella…el enfado nubló todo en absoluto. Oídos sordos, una cabeza con todo decidido de antemano. Sin derecho de réplica, sin espacio para las oportunidades. Lo malo no es tener problemas, sino que de uno sólo nosotros creamos más. Algún día tenía que terminar mal su situación, piensa ella, siempre predispuesta a la desgracia, es lo que esperaba y se siente aliviada de volver a su talante regular. Pero que las cosas terminen mal no es motivo para no hacerlas. La vida siempre termina mal, suponiendo que la muerte sea algo malo. Si las cosas se corrompen, ¿pues qué de pavoroso tiene el cómo terminen? Pero no escucha nada más que a sí misma, todo es tan caótico...y ellos son tan parecidos en algunas cosas. Necios, irreductibles. Con cada paso va siendo más y más consciente de la relevancia que tenía todo esto para él. Todos los humanos pendemos sobre el abismo pero nos agarramos de cosas distintas para no caer. Ella era un susurro violento que venía a sacudir su mundo. Siempre lastimas a quien te importa, es una obviedad. Quizá por eso dicen que los francotiradores trabajan solos. Un azar inaudito los juntó. Si a él lo hubieran aceptado en la carrera de historia del arte, si ella hubiera sido aceptada en la carrera de arte dramático…no se habrían conocido en la milicia, quizá ahora no estarían en medio de esta guerra que no acaba, rodeados de campos minados, alambres de púas, trincheras, calles enrojecidas, en medio del ruido insoportable de la incertidumbre del mundo. Pero pues nunca tuvieron opción, la vida les sucede. Uno sólo hace lo que cree mejor y en las circunstancias que le son dadas. Un día eres parte de una nación, de repente los recursos de acaban, el clima enloquece, la comida escasea, los animales mueren, Dios no basta, la ciencia no responde y la filosofía no reverdece. La paz armada termina. A veces actuamos sin sentido. Es parte del ser humano. El absurdo es condición permanente en la existencia. Algún idiota puso el mundo a merced del humano. Miles de años y aún no sabemos si el idiota fue Dios. Pero seguro nosotros somos idiotas. Y él más que nadie. Todo se le escurre entre los dedos. Siempre. El mundo jamás le ha concedido una segunda oportunidad y quisiera una. Para él vivir es un lujo descarapelado, un chocolate derretido. Con cada paso que da, se siente más lejano de lo demás, de ella y de la ciudad. Sin un nexo, una constante que relacione al yo con lo otro, la realidad se nos desmorona.  Y no quiere morir sintiendo que nada embona, lleno de dudas y vapuleado. Hoy podría ser el día. Hoy podría escuchar el funesto y definitivo sonido de un trueno zumbando antes de entrar a su cabeza. Y pensar que lo último que ella le dijo fue adiós. Y no un adiós cualquiera, uno seco, tajante, de brazos estáticos; el desdén efervescente convocando la palabra en una mirada de ojos elusivos que muy pronto perforan el piso. Entonces cae una bomba que le recuerda dónde está, que sus problemas personales no pueden anteponerse a la defensa de la libertad, recuerda que, por alguna razón, al líder de la coalición le parece simbólica esta ciudad, que la ciudad tiene un edificio menos y un escombro más. Ella ni se inmuta por la explosión. Sigue caminando. Que un edificio se caiga lo espera, es una guerra a final de cuentas; que él la hiera no es algo que estaba contemplado y por eso incomoda. La guerra es inevitable y las cosas finitas se caracterizan por su fragilidad. El amor es hijo de la belleza y de la guerra. Pero ella no quiere nada, en su cabeza todo está decidido en calidad de ya, toda palabra que le diga rebota tildada como mentira, como una ilusión. Es una mujer tan determinada y se empeña tanto en pensar más que sentir, él casi la admira por eso, sino fuera por lo pernicioso que es el no dejarse sentir. Ahora recuerda que jamás se lo ha dicho, que las imágenes que le dibujan una sonrisa antes de dormir ahora no son más que la ceniza de un futuro que no será para él, recuerdos insomnes de lo que ya no es. Extrañará aquel parque en el que solían encontrarse, la emoción de verla a lo lejos cuando llega. Quizá sea demasiado tarde para decirle que no se vaya, en tres calles habrán de separarse, él a defender la torre, ella a encontrarse con el equipo de demolición –en el puente al nordeste- y después a su posición en una de las torres de la ciudad. Y ella casi levita entre la debacle. Ella es color en este mundo gris que se cae a pedazos. Qué ganas de alcanzarla y robarle un beso que valga la cachetada posterior, qué ganas de expresarle lo que siente, aunque eso no cambie nada para ella, aunque eso no le recuerde que había algo ahí que valía la pena ser salvado...qué ganas de intentar hacer estallar su risa. Qué ganas de abrir clandestinamente los ojos tras besar sus labios y ver esa sonrisa que le irisaba el alma y le hacía creer en la paz. Había una belleza inefable en el besarse en medio de tanta desdicha, en medio de cadáveres de gente que ya no es de ningún lado, en medio de rocas y ceniza, metal ardiente, árboles solitarios cuyas ramas se entierran en la tierra muerta, que se queman en un grito silencioso atronador, entre hombres que agonizan, hombres obstinados cuyas uñas se aferran a las cosas a su alrededor en la antesala de la muerte. El afecto en medio de tanta mierda no vilifica en lo absoluto el sentimiento, lo vuelve resplandeciente porque se tiene consciencia de la finitud de las cosas. Una bala cambiaría todo. Una bala los separaría algún día. Ahora están a una calle de separarse y no se han dirigido la palabra desde la discusión. Quizá no todas las balas estén hechas de cobre, quizá no todas salgan de pistolas sino de bocas. La calle se termina. Un niño llora a lo lejos. Un camarada malherido en medio de la calle pide la misericordia de una muerte rápida. Un cuchillo se desenfunda y brilla con el Sol inmisericorde. Ella se agacha junto aquel hombre y le susurra algo. El moribundo agradece. El sonido del metal perforando la carne y luego el sonido de un último suspiro. Con el pantalón limpia el cuchillo, lo guarda en su funda, toma de nuevo su rifle y continúa: Aquí no ha pasado nada. No queda ni el recuerdo de la sangre escurriendo en el filo del cuchillo. Fue como si no importara. Y durante todo ese momento, él jamás se acercó. Miraba al muerto mientras pensaba en la solemnidad conformista con las que a veces afrontamos el fin, en la rapidez con la que tienden las cosas a sus funestos desenlaces. Como si las cosas tuvieran prisa alguna por irse a la mierda. Como si no fuera suficiente con lo que ya pulula en la Tierra, como si realmente fuera necesario matarnos entre nosotros. Las relaciones humanas llevan el cariz de la tragedia. Nada permanece. Sólo el horror de la supervivencia más mezquina, la plagada de sinsabores, la regada de pólvora, la de aire enrarecido y días que se van como vinieron. Y otra bomba cae. Decenas de voces se silencian demasiado pronto. Y se van, se van lejos, a surcar el Leteo, a nadar a la deriva en un letargo demasiado eterno.  
La última calle ha terminado y ella no voltea. Todo sucede demasiado rápido. Los Orfeos del mundo siempre voltean, algo hay en la reafirmación del otro, del amante, que sólo es satisfecha tras la obstinación esperanzada de verle de nuevo; esa última mirada amortigua la amargura de la despedida, es el presagio de un futuro encuentro, es la añoranza que empieza a carcomer un alma arremolinada de pasiones impacientes, es gritar con los ojos que esto no se ha acabado. La encrucijada lo lleva a uno a la torre, a la otra al puente, los caminos se separan…y ella no voltea. Había empezado a hacerlo unos días antes. Él siempre que se despedía de ella le mandaba un beso y se quedaba esperando hasta que sus ojos no pudieran verla más. Al principio ella jamás volteaba, la despedida era sólo eso, pero él siempre guardó la esperanza de que algún día voltearía, es lo que más anhelaba cuando empezó el idilio. Y lo hizo, hace algunos días por fin empezó a voltear, a regodearle el ánimo con una última sonrisa que le repiqueteaba la cabeza todo el camino de regreso hasta su pieza. Se sentía tan dichoso. Todo era tan bello que sólo podía arruinarlo él mismo, como siempre hacen los humanos. Hay días en los que se odia. Hoy es uno de esos días.  
  La ciudad lanza lamentos a través de alto parlantes en todas las calles principales. La alarma es un sonido que vaticina demasiado tarde la llegada del enemigo. Los gritos desesperados, la gente corriendo, las arengas para levantar la moral, las armas cargándose, las respiraciones nerviosas de gente que ha de morir esta tarde, impiden que se escuche el sonido de un ejército que se acerca marchando. Esperaban un ataque frontal, pero lo cierto es que el sonido del ejército parecía rodearlos. Es una ciudad en medio de un lago dentro de un valle. (Casi) nada puede tener sentido cuando vives en una ciudad reposada en un lago en medio de montañas. La ciudad es el símbolo de la esperanza en una tierra azotada por la desolación, la desazón; donde la gente siempre está a la defensiva. No es una ciudad importante, no es una capital, es un lugar tan al azar como el azar se puede permitir. Pero es importante por su nombre. Hope. Sin esperanza todo está perdido. Y eso hasta los enemigos lo saben. Si perdían la ciudad de Hope, la guerra estaría francamente condenada. El ser humano es una bestia que está dispuesta a morir por alguna causa que considere digna, nos parece bello y loable. Anegamos nuestras mentes de objetivos, pero siempre es necesario algún combustible extra que nos incite a la acción. Necesitamos leitmotivs. Sin esperanza, la vida no vale nada. La indiferencia es prima hermana de la desesperanza. Por fin llega a la torre principal y puede escuchar la expectación a las afueras. Ha eludido las trampas que puso en las entradas por la mañana, aquellas trampas que, si se detonan, sólo significará que su muerte es casi un hecho. Están puestas ahí pensando en la peor de las posibilidades, en que la ciudad caiga y la infantería enemiga se acerque a su posición. Tres estallidos significarían que los enemigos ya están en el primer piso de la torre. Es una persona positiva, pero últimamente el pesimismo le gobierna. Otras veces no habría ni pensado en colocar aquellas trampas, sin embargo la posibilidad de que las cosas salgan mal le martillea en la cabeza. Pero no quería pensar en eso. A menudo la idea de morir detona en la muerte. Si quería sobrevivir, mejor alojarse en los pensamientos que le incitaban a la vida. Pero eso era problemático, porque no sabía por qué peleaba. Su familia había muerto al inicio de la guerra, hacía ya varios años, sus amistades se reducían a compañeros de tragos y de trincheras, amistades efímeras, artificiales, que en poco satisfacían el significado de la amistad. Ella. Quedaba ella. Pero no peleaba por ella. Eso era inexacto. Peleaba por el hombre que ella veía en él. Porque ella lo incitaba a ser mejor, porque su franqueza era un aire puro que respirar en medio de la polución de la actualidad del mundo, porque ella le hacía sentir la levedad del instante, ser consciente del ahora como jamás lo había sido, porque ella realmente veía en sus ojos, por la posibilidad de ser él realmente, sin los atavíos de una ciudad sumida en la niebla perpetua.
 Los nervios crecen con cada escalón. Los hombres se hacen hormigas, la ciudad se hace grande. Ya casi llega a su posición, a su nido. Ahí está su rifle, la extensión de su brazo, munición y granadas, alimento, agua. Esto es para lo único que es bueno, lo único que no le sale mal es provocar la muerte a los otros. Aprendió a disparar desde pequeño. Con el rifle nunca falla.  Desde la punta de la torre podía observar toda la ciudad. Incluso en ruinas, era bella. El Sol despuntaba en un cielo plagado de nubes y el humo negro que emanaba de algunas partes de la ciudad se unía al cielo a cuenta gotas. Algunas aves, ajenas a los conflictos de los hombres, volaban en el horizonte. Extrapolando su sentir, pensó que quizá desde donde estaba Dios, incluso la guerra se vería hermosa. Tomó su rifle para salir de la contemplación en la que se había sumido. Por la mirilla recorrió la parte este de la ciudad, vio mucha gente corriendo, gente escondida en lo que algún día fueron grandes ventanales de edificios, algunas personas rezaban en la calle, los demás buscaban dónde esconderse. Con la mirilla llegó al puente que ella tenía que defender desde una torre. La mirilla por fin la enfocó.  Le daba órdenes a unos soldados en medio del puente…
Era tan extraño estarla observando a través de la mirilla de un rifle francotirador, pensó en lo mucho que eso asemejaba al escrutinio en el que friccionan las relaciones humanas. Se ve tan hermosa, con el cabello abundante hecho girones por el viento, los labios carmín que hipnotizan y la mirada azulada. Pero el tiempo les está ganando, para este momento, ella debería ya estar camino al edificio desde el que protegerá a la infantería y detonará el puente, de ser necesario. Ella se salió muy pronto, no quiso escuchar más, no quiso saber nada más de él, ni de la misión ni de nada. A la mierda con todo, pero sobre todo contigo. Y entonces no se enteró de toda la misión. Y ahora es muy tarde. El sonido de unos motores perforando el viento irrumpe violentamente en el escenario, una flota de aviones se materializa desde arriba de la torre. Balas llueven a granel desde el cielo y algunas bombas esparcen cemento por doquier. Han llegado. La mirilla deja de enfocarla a ella, le manda un beso, le susurra algo que el viento jamás le llevará y voltea hacia el noreste. Una cuadrilla avanza hacia el puente este. Pone el dedo en el gatillo. Entonces recuerda, antes de que la pasión le gane, que no puede disparar primero. Sus disparos siempre deben ir cubiertos con los de sus camaradas, a fin de no revelar su posición a un posible francotirador enemigo. Revelar su posición significaría la muerte. Unos minutos eternos pasan antes de que las balas empiecen a llenar los cuerpos de los enemigos. La cuadrilla se divide en dos flancos a los lados del puente. La batalla ha empezado y él ya ha matado a cuatro personas. El primero siempre es el difícil. Conforme la cuenta se incrementa, los hombres empiezan a dejar de ser carne y se convierten sólo en cifras. Son demasiados y ya no importan. No se da abasto. La cercanía de la muerte le hace sentir vivo. Esto es lo más cercano que estará a replicar la sensación que ella le provocaba. Desde el oeste empieza a escuchar el sonido de balas y explosiones. Son muchos enemigos y tan pocos francotiradores, sólo diez para defender toda la ciudad. Y un francotirador- ella-, no ha logrado subir para defender su posición. Él ahora dispara hacia el sur, le urge llegar con la mirilla al flanco este. En el este, las tropas resisten valerosamente los embates enemigos. El puente resiste pero quién sabe por cuánto tiempo, la artillería enemiga avanza en bloques. El aire huele a muerte y hasta arriba de la torre llega la ruidosa sinfonía de la agonía y el miedo. Tiene un momento para poder buscarla, la mirilla llega a la  segunda torre del este,  donde ella tendría que estar. Pero no la ve. Se desespera. La paciencia es una virtud indispensable para los francotiradores. Su pulso se volatiza. Falla el siguiente tiro. Empieza a pensar lo peor. La incertidumbre es terrible. La han matado, piensa. Van a tomar la ciudad, teme.
Así transcurren los minutos hasta hacerse horas. Ha perdido la cuenta de cuántos hombres ha matado. Uniformes negros siguen saliendo de entre los árboles fuera de la ciudad. Cada vez hay menos camaradas. Están perdiendo, lo sabe. Sus ojos cuentan tan rápido como pueden los uniformes ensangrentados que yacen en el piso allá abajo. Miles de muertos. Ojalá hubiera podido abrazarla de nuevo. Ojalá no fuera tan imbécil y hubiera arruinado todo con ella. Ojalá ella supiera lo mucho que significa ella para él. Le queda el consuelo de que siempre la besó y abrazó como si no hubiera un mañana. Ahora es muy tarde para todo, un segundo escuadrón aéreo ataca la ciudad. Dos torres caen escandalosamente, dos francotiradores -dos amigos interinos- menos, el cemento cruje y el piso se cimbra. Los aviones circundan de regreso, las balas que les disparan de abajo no les aciertan a todos y sólo algunos caen entre humo y fuego. Con la segunda oleada tres torres más caen. Todo se está yendo a la mierda. Con qué facilidad todo se cae en pedazos enfrente de uno. Hace poco tiempo, la alegría impregnaba esta ciudad llorona, veía todo desde los ojos luminosos del goce del momento. Qué ligero es el velo que maquilla la desoladora realidad. Está tan solo en el centro de una ciudad incendiada, de un mundo pudriéndose y una humanidad haciéndose pedazos. Quiere volver a como estaba antes de todo esto, antes de la guerra, cuando ser positivo era más sencillo y no sabía a mentira, a nana para poder dormir. Suspira. Respira profundo. Apunta. “Sálvame”. Tira el gatillo. Un hombre abajo, al sur, muere con el casco perforado. Recarga. Apunta. “Dame una oportunidad”. Tira el gatillo. Un hombre cae al agua bajo un puente en el este. Recarga. “No quise hacerte daño, lo siento”. Recarga. Apunta. Tira el gatillo. Un hombre se ahoga en su propia sangre en el norte. Recarga. Apunta. “Te quiero”. Tira el gatillo. Un hombre de negro que abraza un cadáver flotante en la orilla del río oeste muere. Recarga. Apunta. “Cada beso y cada verso que te he dado es jodidamente honesto”. Tira el gatillo. Un corazón desparrama sangre en el sur. Recarga. Apunta. “La próxima vez seremos perfectos”. Tira el gatillo. Un hombre cae muerto sobre un cadáver en el este. Recarga.
  Otras tres torres se derrumban y lo sacan de su trance. Ahora lo sabe con certeza: la ciudad será tomada. La esperanza se ha esfumado. Sólo queda el plan de contingencia. Desde su posición privilegiada, él puede volar los cuatro puentes que llevan a la ciudad. Sólo quedan dos francotiradores, ella y él. Tiene que hacerlo. Sólo así la ciudad puede ser salvada de la completa aniquilación, del eterno olvido. Desde el norte sigue llegando infantería enemiga, debe ser el primer puente que vuele. Está nervioso, le cuesta trabajo mantener sus sentimientos a raya ¿Dónde estará? ¿qué estará haciendo? El sudor le perla la frente y las manos. Enfocar le toma demasiado. Un buen francotirador sólo dispara cuando tiene un tiro certero. El puente vuela en mil pedazos, mandando al agua a todos los hombres que había sobre de él. Todo está tan cerca de irse al carajo que debe apurarse. El puente del oeste exuda uniformes negros. Esta vez le cuesta menos apuntar y el puente cae muy rápido, un hombre se parte en varios pedazos, el agua enrojece. Voltea hacia el puente del sur y busca el paquete de explosivos pegados en el puente. Contiene la respiración. Abre bien los ojos y dispara. El puente cae al agua en una explosión que sisea. Sólo queda el puente del este y el enemigo se abalanza hacia el puente. Se dispone a volarlo, está buscando el paquete de explosivos, pero no lo encuentra. Observa el lado del puente que da a la ciudad. Nada. Entonces lo recorre hacia la salida de la ciudad y entonces…la ve. Es ella, viene corriendo hacia el puente ¿qué hacía fuera de la ciudad? La alegría de verla se mezcla con el terror de saberla en medio de la carnicería. Tiene un balazo en la pierna, un par de hilos profusos de sangre pueblan de rojo su pantalón. Lleva su rifle a la espalda y una pistola en la mano con la que dispara hacia atrás. Ya casi no hay fuego de cobertura, él debe protegerla, pero también debe volar el puente. Para salvar la ciudad, debe sacrificarla. El mundo es un lugar muy injusto. La tragedia se cierne en la vida de los hombres; lo trágico es saber cuál es el final, intentar evitarlo y acabar provocándolo. Actuamos sin saber cuál de esos actos nos está llevando a la desgracia. Si tan sólo no se hubiera ido. Si se hubiera quedado aquella vez, si no hubiera decidido no escuchar, si él no hubiera sido tan estúpido en primer lugar. Pero ahora ya no importa, esto es lo que hay y duele, ella está abajo y no en su torre, pero es lo que hay. Un hombre le apunta a la mujer que quiere, a una mujer que le hace sentir tan jodidamente vivo, que le enseña a vivir, a compartir la soledad de la existencia humana, a saborear la vida. Y debe matarla, no puede dejar que la capturen los enemigos ¿Por qué nunca regresó Dios por nosotros? ¿porqué Dios no nos dio una segunda oportunidad? ¿por qué nos abandonó en medio de tanta oscuridad y desazón? Teniendo esperanza sería más sencillo. Ser optimista es un trabajo complicado, sobre todo en tiempos como estos. ¿Qué garante de vida se tiene cuando todo se desploma frente a tus ojos? Dispararle a ella o al paquete de explosivos sólo son renuncias distintas, sacrificios diferentes. Es más fácil rendirse que luchar por lo que uno quiere. Si caemos, es sencillo culpar a la gravedad u otra ley natural, pero si nos levantamos y lo superamos, el mérito es todo propio…
Ha decidido. Ya tiene claro qué es lo que tiene que hacer. Ha sido un minuto eterno que está por llegar a su fin. Apunta, contiene la respiración. Lo siento. En verdad lo siento. Cierra los ojos un segundo. No hay eros sin polis, pero no hay polis sin eros. Piensa en la antinomia y después piensa en ella, como suele hacer todos los días. Ojalá ella tuviera alguna mínima idea de lo haría por ella, de lo mucho que a él le importa…ojalá a ella le importara que a él le importe. Abre los ojos, ya dispuesto a disparar, el dedo se hunde lentamente en el gatillo, la mirilla enfoca el paquete café en el puente…no puede hacerlo, no a costa de ella. No quiere dejarla ir. No dispara. Entonces, desde el oeste, atrás de él, el sonido de una hélice furiosa antecede al sonido de una explosión, a un susurro violento y frío que en un instante se convierte en una tormenta ardiente que abraza su cuerpo y lo incendia en un grito de dolor. Hoy por fin fue el día. La torre se quema y se está derrumbando…

 Abajo, al este, en medio del único puente en pie, una mujer corre como puede mientras con ambas manos se hace presión en una pierna que no para de sangrar. Corre mientras observa lo que queda de la torre principal, que acaba de estallar, la penúltima de las emblemáticas torres de la ciudad Hope, que está a punto de ser tomada. Una lágrima solitaria y rebelde rueda por su mejilla, muere en una mueca enfadada y triste que dice en un susurro la palabra adiós.   


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