Presentación

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lunes, 3 de octubre de 2016

El órgano humano

El órgano humano

Decir que el lenguaje es un instrumento no nos hace pragmáticos. El pragmatismo abunda cuando uno quiere hace uniforme el aprendizaje y el arte de hablar, separándolo de su relación con el crecimiento del alma y de su función reflexiva. Como en el caso de todo instrumento, se debe aprender a usarlo. A diferencia de la mayoría de los instrumentos conocidos, su uso se alimenta del conflicto; aunque, curiosamente, el conflicto, la diferencia, que no es posible sin la semejanza, nace de su propia naturaleza. El cinturón fue hecho para ajustarse los pantalones, pero, debido a los materiales de que está hecha, y a la forma que la cintura pedía para ser circundada, se le dan otros usos. Ninguno de los cuales, no obstante llegan a hacer dudar de que, en tanto invención, fue hecho con una claro e inicial propósito; su uso legítimo y original no se pone en duda. Nunca se duda de que es un instrumento, porque el fin es claro, y, debido a ello, se entiende siempre que existe gracias a un fin.
Con el lenguaje podemos proceder aparentemente de la misma manera. Es un instrumento para hacernos entender. Porque nada usa palabras si no es el hombre, y nadie trata de ser entendido, de expresarse con exactitud o ambigüedad –las cuales pueden darse de manera voluntaria o involuntaria- para vivir. Pero notar eso es apenas el inicio del problema. Un problema interesante estriba en si acaso esa observación sea parte de la imposibilidad de entender que es inútil decir que el lenguaje es instrumento. Porque el fin de esa observación indica que entonces el pensamiento y la voluntad tienen un fin que puede notarse en la expresión. Ese fin es la verdad. Las diferencias de pensamiento son naturales porque no todos hemos visto el mundo de la misma manera, ni podemos hacerlo. Cuando existen coincidencias, es porque se ha entendido la diferencia. El lenguaje, aún en el sentido más elemental, el de negar, asentir y pedir para negociar, requiere de la verdad. Porque sin ella no hay engaños ni negociaciones.
Digo que es el inicio del problema, porque desde ahí podemos llegar a la consecuencia de que, en realidad, debido a esa relación entre el pensamiento, la voluntad y la palabra, lo que se muestra es que dicha instrumentalidad no muestra sino el prejuicio de la verdad. En ese camino no queda de otra más que un historicismo muy radical, cuya versión más pobre es la de que cada quien habla de su tiempo. La versión más problemática indicaría que la instrumentalidad es un juicio que trae tras de sí una silueta de moralidad. El historicismo radica en que no hay “acceso” ninguno a la verdad que sobreviva por sí mismo, pues siempre brota de una intención ajena a la verdad. No hay ser. Puede problematizarse todo al grado de que se diga que eso condiciona el modo en que se habla. Los filósofos se convierten en trágicos cuyos dolores brotan del caudal del infortunio de ser únicos.

Quizá sea cierto que en el lenguaje se hallan los vicios del pensamiento y hasta de la voluntad. La mala ortografía, aunque sea ejemplo de Perogrullo, lo enseña en un nivel elemental. Las opiniones, para las cuales decía Sócrates que servía de partero, son el inicio y dirección de toda intención dialógica. Y lo curioso es que ese arte no es definitivo. Es decir, que es tarea inagotable. El lenguaje no puede llegar al extremo de ser siempre el indicador de la verdad, porque su naturaleza está en nunca ser absoluto, pero tampoco meramente relativo. Difícilmente es asequible de la misma manera, pero eso no evoca imposibilidad, sino posibilidad, y su experiencia cotidiana sólo revela el trato de lo inmediato. Ahí comienza la investigación.


Tacitus

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