Presentación

Presentación

lunes, 21 de noviembre de 2016

Está bien

–Después de un fructífero día sabiendo que me había salido con la mía y nadie había hecho nada para evitarlo, y que los que quisieron cobrar por sus daños no lo habían conseguido, me dirigí a casa. Como siempre un cigarro debía encender mi aliento para hacerlo lapidario, porque qué bárbaro: cómo pesa el desdichado. Un paso tras otro, tras otro y tras otro. El humo se perdía como se había venido perdiendo mi dignidad después de tantas maldades, misma que escondía tras la fachada de “aquí no hay nada”. Sin falta estaba el buen Saúl sentado a  media calle, echando “bao” en sus manos para calentar su pene descubierto, no sé si por las inclemencias indumentarias que padecía sepa Dios a cuántos años, o por su tendencia a mostrar sus partes a todo el que pasará; con ese hombre nunca me quedó nada claro. Recuerdo que lo envidié tantas veces al verlo por la mañana, o al medio día, o pasada la hora de la comida, e incluso esa noche tan fría; tener una vida sin responsabilidades, sin deseos, sin preocupaciones, sin prejuicios propios o ajenos, como un fantasma me parecía tan atractivo. ¿Qué habrá sido de ese hombre? A veces recorro mis antiguas calles y ya no lo encuentro entre la muchedumbre. El caso es que después de saludarlo –a veces contestaba y a veces no– seguí derecho por La Viga. Una rata se cruzó entre mis pies y, despavorido, me deshice de ella cambiando el sendero; un hoyuelo en la tierra del camellón la ocultó para mí. Al llegar a Fray Servando, lleno de autos y yo lleno de valor caminé entre los coches que me impedían el paso. Obviamente eran mis dominios y no había nadie que lo supiera, y es bien sabido que no saber vuelve a la gente impotente, o eso creía yo. Entonces, como nadie lo sabía, nadie me lo podía arrebatar. Crucé la peligrosa avenida y seguí entre prostitutas y perdedores, pasando como si fuera el Cesar. Nadie a tan corta edad había conseguido tanto dinero, a no ser que fuese rico y lo sacara de la cartera de papá. Otro cigarro se dibujaba en el imaginario de mis deseos y al detenerme por él, sentí que me apagaron la luz.
            La desnudez nunca fue algo que me pusiera molesto. – ¿Qué tiene de malo? Así nos hizo Dios, ¿no? La ropa es un invento más de las buenas consciencias para darle sentido a algún pasaje del Génesis– decía mientras daba cátedra a mis amigos con mis ponderados razonamientos. De haber sabido que la vida misma, el destino, la suerte, Dios, o quien ustedes quieran, me iba a cerrar la boca con tanta fuerza, habría cuidado mis palabras con más esmero. Al despertar estaba colgando, casi como Edipo, pero sin hoyos en los pies, de un techo alto,  totalmente desnudo. Temblaba de miedo por fuera y de frío por dentro. A mi alrededor nada más se veían autopartes, botellones de agua, manchas que yo rogaba porque fueran de aceite y no de sangre, y risas de esas que dan mucho miedo. La risa a veces contagia el llanto. Rompí a llorar, claro que sí; fue cuando unos pasos risueños se acercaron. La risa se interrumpió para que aquel hombre pudiera decir –No se te olvide que eres muy inteligente. Tampoco se te olvide que creíste que tu inteligencia te salvaría. Y menos se te olvide que por inteligente te está cargando la chingada.
            Nuestra individualidad se ve perpetuada con cada caída y cada raspón que no logran dividirnos sino fortalecernos, pero el que pase un cuchillo de esos de vaquero por entre las muchas tripas que tenemos nos recuerda que el individuo puede cuartearse fácilmente. Eso fue lo que siguió al contundente discurso de aquel hombre. Como tres flashazos sobre los ojos de un niño recién operado de la ceguera fueron esas estocadas. La sangre tibia hace que uno aprecie la vida, claro que sí, si no ¿por qué buscar calor? Esa sensación de calor no duro tanto. Pronto sentí como esos flashazos cauterizaban en mí y el calor se volvió fuego en mi interior. Hubiera querido que fuera de ese fuego que nos lleva a seguir adelante, pero no, era más bien de ese fuego que todo lo destruye, así que no pude más que desea morir en ese justo momento: sin testamento, sin último adiós, sin arrepentimiento, sin ir al cielo, sólo morirme; al fin y al cabo en eso culmina la vida.
            Lo más cerca que uno puede estar de controlar su cuerpo completo es ceder antes el desmayo. Y lo más cerca que otro puede estar de controlar nuestro propio cuerpo es no dejar que suceda.
            La electricidad es una bendición de la naturaleza, pues es gracias a ella que podemos siquiera imaginar el flujo de energía que hay en el mundo. Y darnos esa imagen es darnos consciencia de que somos eternos como la energía. De nuevo, no hay nada de malo en morir si uno es energía. Pero si está uno vivo, lo que menos quiere es sentir esa energía. Yo la sentí en su momento y juro que ahora me siento temeroso al cambiar focos; la electricidad disipa el dolor por instantes, pero no nos recarga de energía. La energía nos viene de algún otro lugar en el que la imagen eléctrica no es suficiente para impulsar nuestros pasos. La energía viene de ese fuego que todo lo destruye.
            No hay más que decir, sólo que ese día no se borra de mi memoria, por más que yo intente manipularla. Tampoco se borran de mi memoria las últimas palabras que escuché antes de caer por fin en la inconsciencia: “De estos chavitos sólo se pueden esperar puterías. Ojalá se les quite lo pendejos.”
            No se me quitó lo pendejo. Pero sí se me quitó lo inteligente. Mis días no volvieron a ser los mismos. Sigo teniendo ganas de morir a veces, pero por razones distintas. Mis días siguen siendo fructíferos. Mi vida sigue siendo buena. Ahora ya lo sé. Creo que estas pequeñas experiencias nos dan tema de conversación. Y para qué vivir si no es para conversar.
            –No mames, cabrón. Todo eso inventaste para no ir a trabajar cuando se te antoje.
            –Ya dije: venimos al mundo para conversar.
            –Entonces, ¿no es cierto?
            –Puede que lo sea, puede que no. ¡Dime que no está buena la historia!
            –Sí, pero ¿cómo saber si es verdad o no?
            –No puedes. Sólo te queda creerme.
        ¿Qué te creo?
–Que la vida siempre está bien.
Talio

Maltratando a la musa

Canto de canción

Canto para la gente
gente que siente
lo que ellos sienten
para que canten también.
Canto como las aves
aves al vuelo
entre las claves
de sol y de sueño.
Canto sin distracciones
distracciones para los
ocupados hombres
que no son malos.
Canto de amores
amores que son
pasados, presentes,
y eternos de corazón.
Canto de esperanza
esperanza para mis
amigos de comparsa
en la vida feliz.
Canto en la vida
vida que pasa
y pasa, sufrida
con llanto y risa.
Canto en sentimientos
sentimientos, acciones,
imágenes, momentos,
falsas fricciones.
Canto a los hechos
hechos canciones,
hechos deshechos.

Canto canciones.

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