Presentación

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lunes, 19 de diciembre de 2016

El fin del perdón

La temporada decembrina es de las más bonitas del año, o al menos eso dice más de medio mundo: luces en las casas, gente luciendo sus abrigos (modestos o altivos), los niños sonriendo; gente promoviendo la paz y el amor por todos lados. ¡Qué bello es el espíritu navideño! Nunca falta el insufrible que nos insta a ver más allá de las campañas publicitarias, queriendo que pensemos lo mismo que él de tan bella época como lo es esta. Con uno como ésos me encontré hace unos días, proclamaba “en diciembre es tiempo de perdonar: perdonemos, pues.”, lo cual me dejó pensando en dicho asunto.
            El perdón en verdad no es cosa fácil por más que tratemos de verlo de esa manera. En su mayoría, solemos asumirlo como parte de la reparación del daño. Otros tantos, casi equiparables con la mayoría, arrojamos sentencias que unen al perdón con el olvido. Y sólo un pequeño sector de la población rechaza la idea del perdón, pues en una actitud trágica no reconoce que las cosas se puedan olvidar, ni que puedan ser reparadas: lo hecho, hecho está. Todo lo anterior partiendo de un deseo de bien. Pero ¿serán buenas las implicaciones causales del perdón? Si perdonamos para olvidar o para reparar el daño hecho ¿estamos siendo buenos?, es lo que quiero decir, o más complicado aún, ¿no debemos perdonar porque todo pasa por algo? Si no comprendemos la naturaleza del perdón corremos el riesgo de andar por otros senderos que, si bien no son de muerte, tampoco son de vida eterna.             Es necesario empezar aclarando que, en el específico caso del perdón, en tanto búsqueda del bien, todo lo que le rodee debe ser bueno, o sea causas y consecuencias, pues es un fin en sí mismo. Es fin en sí mismo desde el preciso momento en que perdonar es para ser bueno y hacerlo es bueno, no es como trabajar que, en su sentido más popular, no es siempre bueno pero nos trae un bien, pensando éste último en el mismo sentido. Perdonar, decimos, es buscar el bien desde el bien mismo. Sin embargo, las razones que nos llevan a perdonar no siempre parecen estar ligadas a dicho fin.
            Perdonamos para reparar lo que hemos hecho. Si hicimos algo malo, pedimos perdón deseando que el agraviado o los agraviados, según sea el caso, ya no se sientan mal por nuestra pésima conducta. Fácil es perdonar de esta manera, cuando el agravio no pasa de darle un trancazo, sin querer, a una persona en el transporte público, o habiendo intención, cuando hacemos comentarios impertinentes y esperamos que aquel con quien sostenemos la charla no se sienta ofendido.  Toda esta actitud está ampliamente ligada al olvido, pues en medida que son acciones que no trascienden, pasan rápidamente, dejando de formar parte de nuestra experiencia personal.
            El olvido entra en acción a penas hablamos del perdón desde el momento en que decimos “para perdonar tienes que olvidar, pues si no, no puedes perdonar”. Lo anterior siempre lo decimos cuando de acciones más trascendentales se trata, es decir, para perdonar al asesino de nuestro hijo, o a la mujer amada que ha olvidado nuestro amor por el amor de un amable efebo, necesitamos olvidar que eso sucedió. Olvidarlo es ponerlo en la nada, como si ni siquiera hubiese sucedido, es decir, no hay, como mínimo, mal que reparar, y por lo tanto no hay bien que perseguir; es como decir que no vale la pena perdonar.
            Si perdonar no vale la pena, entonces ni siquiera hay una asunción del bien como parte efectiva de la verdad que todo hombre desea. Si simplemente la vida es así y no hay nada que perdonar dado que no hay maldad que reparar, ni nada que olvidar, entonces perderíamos sentido al buscar el bien. No podríamos buscar el bien pues ésta no existe como fin en sí mismo, sino como mera causa de la tragedia.
            ¿En qué consiste, dado lo anterior, perdonar? Si el perdón debe admitir el recuerdo, y debe ser trascendental, incluso es parte necesaria de la odisea que el bien nos representa. El perdón es, así, lo que nos permite ser buenos aunque padezcamos el mal y aunque lo actuemos. El perdón no es para el agraviado, sino para nosotros; y si somos el agraviado que necesita perdón, debemos reconocer que también es para nosotros. El perdón borra la tragedia de la vida ya que –incluso si las cosas pasasen por algo determinado– no admite el mal en ningún momento. El perdón recuerda, porque es la memoria la que alimenta el deseo del bien, y no repara el mal pasado, sino alimenta el bien futuro. El perdón es posibilidad verdadera del bien que es fin en sí mismo.            
           
Talio



Maltratando a la musa

                 Divina unión

La esperanza nunca conoció al olvido,
se casó con el amor y de ahí nació el
recuerdo y el futuro ya sabido.
La esperanza y el amor son uno, son fe.

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