Explicar alguna
situación o fenómeno exige más que proferir palabras. Parece que cuando se
intenta explicar algo complicado se van extendiendo los límites de nuestra
comprensión, como cuando intentamos explicar algún estado de ánimo. Pero esto
es aparente. Los límites de la comprensión exigen más que dar explicaciones,
pues las explicaciones pueden ser aparentes, como lo acabo de mostrar. Es
cierto que la palabra es el mayor vínculo que tenemos entre el mundo y nuestro
pensamiento, nuestra comprensión, pero el mundo no es uno, aunque tampoco es
infinito. He ahí el primer problema con el que nos enfrentamos cuando queremos
explicarnos: reducir lo múltiple a lo unívoco. Nuestra imaginación nos puede
ayudar a entender las diversas relaciones entre las cosas, pues imaginar es
otear las multiplicidades, pero esa imposibilidad puede ser usada como un arma,
pueden convencernos confundiendo las multiplicidades no sólo que tiene el ser,
sino las que hace el hombre. No podríamos ser convencidos si todo fuera fácil de conocer e
identificar.
Pero la retórica
no sólo se reduce al entendimiento, pues cuando captamos (vemos, escuchamos, tocamos,
entendemos e imaginamos) se nos mueven las pasiones. Y ahí la imaginación
realiza una actividad más difusa. Somos convencidos cuando nos agrada lo que
dice quien está profiriendo un discurso, cuando nos hace sentirnos eufóricos y
querer actuar según vemos que dice algo, cuando parece compartir nuestros
mismos intereses y pletóricos gritamos al unísono sus palabras, cuando
imaginamos que quien habla nos está representando tanto en sus ideas, como en
sus actitudes, o cuando vemos que está diciendo la verdad. Los métodos para
convencer son muchos: los comerciales, las propagandas, pero siempre llenará
más el ánimo, siempre será más fácil convencer, un discurso bien
preparado. Tal vez porque el discurso llena el ánimo y parece ofrecernos una
explicación. Aquí vemos los peligros de la palabra, los peligros de la política,
pues un discurso puede movernos a actuar injustamente, cuando nosotros
pensábamos que era justo. Aunque mediante las palabras también podemos disuadir
o ser disuadidos, ver que en ocasiones es más justo no actuar que dejarse
llevar por el impulso de la masa.
Las palabras
exigen ser pensadas, entendidas en su completitud. Pensar la palabra, sus
límites, sus posibilidades, nos exige pensar los límites de lo que podemos
captar, de hasta dónde podemos y conviene actuar, no sólo ser convencidos de
que parece que nada puede ser explicado completamente y las palabras tienen un
límite hacia la actividad de la verdad. Las situaciones necesitan ser
clarificadas por nuestras palabras, no sólo clasificadas porque imperiosamente
necesitamos una explicación para hacer algo; actuar sin entender qué hacemos y
hacia donde nos dirigimos es el primer obstáculo hacia la vida política, hacia
el intento de actuar. Pensar los discursos, los que proferimos y los que
escuchamos, es pensar las posibilidades de nuestro actuar.
Fulladosa
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