Presentación

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domingo, 12 de noviembre de 2017

¿Algunas respuestas? y algunas preguntas



Encontré, en mi lectura matutina de los periódicos, una frase que me fascino y se ha convertido en el estribillo de mis reflexiones: “[Twitter] es como una cantina a oscuras y ruidosa en la que te metes sólo para que algún desconocido te aseste un sillazo en la espalda.” Cada que la leo no puedo evitar lanzar una carcajada, un grito de risa que se apaga con el seco sillazo de saberme incapaz de encontrarle sentido a la mentada red social. No quiero volver al lugar común donde se dice que las redes sociales, especialmente Twitter, cercenan la posibilidad del diálogo y en consecuencia de la política, tampoco busco lanzar sillazos, pero es inevitable advertir que ningún tuit nos hará mejores lectores. Ni 280 caracteres lograrán que seamos conscientes de nuestros prejuicios.

Amontonar libros en la memoria suena tan aburrido como arrinconar miles de papeles en un rincón; no ayudan a nada, nada clarifican, mucho menos comprendemos por qué estamos juntando tanto. Creo que hay clubes de coleccionistas de datos, que se engrandecen presumiendo a otros sus enormes montones, recordando qué dice la línea 6 del papel 18 que se encuentra en el montón 54 recolectado en 1570 y recuperado por él. ¿Ganará quien tenga más montones o quien pueda recordar con mayor exactitud el contenido de todos sus papeles? Sinceramente apreciaría más lo segundo, pues es más raro de verse. Pero, una vez fuera del club, ¿qué hacen aquellos coleccionistas de datos?, ¿viven como todos los demás, pero con más orgullo por tener algo distinto?, ¿viven infelices porque pocos les reconocen su sapiencia?, ¿se mezclan entre los demás y se confunden? Lamentablemente, sus oscuros rincones son estáticos.

Leer es el acto de educación básico. Si uno no sabe leer o si no fue educado en el modo adecuado de leer, su educación es precaria, limitada. El problema se agrava no sólo si creemos que el conocimiento tiene una aplicación práctica y su finalidad principal es la consecución del éxito social, sino si se critica esta intención. Las carreras ubicadas dentro de las humanidades presumen los mejores índices de lectura, pero los humanistas quizá no sean a quienes más les gusta leer y sean quienes leen peor. ¿A qué me refiero cuando hablo de buena y mala lectura? A no entender lo que nos dice el autor en algún libro y a no querer indagar los motivos por los cuales lo escribió. Si suponemos que un texto nos va a decir lo que queremos que nos diga, estamos leyendo mal, pues estaríamos adecuando nuestras ideas a lo que estamos leyendo. Los modos mencionados de la lectura poco cuidadosa, desafortunadamente, son usados constantemente por los humanistas especializados, aquellos que se vuelven especialistas en un punto específico del pensamiento de algún pensador, historiador o poeta genuino. Ellos leen para armar un discurso cuyo centro es inamovible y se les van acumulando nuevos conceptos; algunos tienen distintas especializaciones, pero nunca son capaces de confrontar los conceptos de sus dos especialidades, ni qué decir que eso les sirva para entender el mundo y su propia experiencia en él. Si esto suena tenebrosamente aburrido, lo más tétrico es que así les enseñan a leer a sus estudiantes, propagando sus vicios en personas altamente influenciables. Aunque esta situación se vuelve cómica cuando los especialistas se quejan de que sus alumnos no entienden nada (a veces les lanzan sillazos); los especialistas simplifican sin darse cuenta de que lo hacen, pero manteniendo su autoridad como simplificadores expertos.

Sólo cuando se lee con cuidado la autoridad no recae en el especialista, pues tanto el especialista como las personas a las que enseña no son tan inteligentes como el autor que están leyendo. La autoridad se da justamente cuando el autor, o el buen lector, dicen algo verdadero; la autoridad no la otorga la tradición. Leer con cuidado es querer entender el mundo con cuidado, sin tablas, esquemas o conceptos inamovibles. La literatura, por ejemplo, nos ayuda a entender los problemas de las relaciones humanas. ¿Si leer no nos ayuda para entender la complejidad de la realidad, para qué leer? 


Anuncio. Estimado y fiel lector que cada dos semanas veías mis ocurrencias, arrebatos y reflexiones, lamento que ya no podamos seguir interactuando en este espacio, pues me voy a otro lugar donde, con trabajo constante y algo de suerte, podamos seguir reflexionando juntos. Mis mejores deseos para ti y para todos aquellos que se quedan en este espacio; platiquen y dialoguen mucho. 

David A. Fulladosa

lunes, 30 de octubre de 2017

Experiencia poética



La experiencia poética comienza cuando se nos vuelve compleja el alma humana. Podemos leer sobre algún personaje y hacer clasificaciones de su modo de ser casi imaginarias; adecuamos nuestra experiencia a lo que leemos. De un modo casi imperceptible, nuestra experiencia se va alumbrando a partir de lo que leemos, principalmente en lo concerniente al conocimiento sobre los modos de actuar de las personas. Vemos Werthers, Romeos, Julietas, Dulcineas, caminando por doquier y platicando con nosotros. Leemos que un personaje realiza una acción casi misteriosa, motivado por diversas causas que no alcanzamos a comprender. Aunque determinar qué es lo que lleva a actuar a una persona, o si existen condiciones que nos permitan entender los motivos detrás de una acción, es un asunto sumamente complejo, vislumbramos alguna idea de bien en el personaje. ¿Por qué Romeo se suicida al creer en la imposibilidad de su amor?  Su idea es: sin amor la vida no vale la pena de ser vivida. Su idea del bien carece de una mayor reflexión, pues quizá no entendió que podía volver a amar, o que su dolor no sería eterno. Nuestra idea del bien alumbra u oscurece nuestras decisiones. 

¿Tenemos claridad sobre lo que consideramos como bueno en nuestras acciones?, ¿la lectura de las novelas, el reconocimiento de nuestras inclinaciones en los personajes, nos ayuda a clarificar nuestra idea de lo bueno? Quizá la primer dificultad que tengamos para entender nuestra idea de lo bueno sea la facilidad con la que confundimos lo bueno con lo útil; la identificación de la utilidad con lo bueno parte de una idea sobre el hombre que quizá tengamos todavía más oscura que la idea de lo bueno. Pero no podemos entender lo bueno sin el hombre y viceversa. Si el hombre es el único ser que puede engañarse sobre lo bueno, lo bueno no puede establecerse, necesitamos cuestionar qué sea lo bueno. La lectura de los caracteres humanos en la poesía requiere de un hondo cuestionamiento sobre el hombre y lo mejor para él mediante la novela misma. Leer no es un acto pasivamente teórico. 

Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en Los Demonios de Fiódor Dostoyevski. Un grupo de jóvenes anarquistas necesita que alguien sea asesinado para recalcar la radicalidad e influencia de su movimiento, a su vez requieren de alguien que se suicide y que se adjudique el asesinato. Visto así, los jóvenes son malvados, pero quizá el adjetivo demonios sea excesivo. Lo más terrible es que su movimiento supuestamente va a traer el bien común. El suicida (Kirilov) es utilizado, aunque poco le importa el movimiento; al suicida le importa ser como Dios. El líder de los anarquistas (Verjovenski), busca el control, únicamente su utilidad. El personaje más complejo (Stavroguin) parece no saber qué quiere. Su endemoniada razón confunde lo bueno con lo malo. 

¿Podemos entendernos sin las novelas?, ¿podemos entendernos sin entender la complejidad que implican nuestras relaciones humanas? Parecería que sí, siempre y cuando podamos reflexionar en nuestras propias acciones. Pero la particularidad de las acciones nos dificulta juzgarlas, entender si son buenas o malas, ya que parten de muchos detalles que pueden justificar su probidad o improbidad. Las novelas plasman una totalidad de las acciones que nos ayudan a acotar el ámbito de nuestras acciones, a distinguirlas. La sabiduría poética nos permite entender los límites de nuestro actuar. 

Fulladosa

domingo, 15 de octubre de 2017

Presencia política



Leía tranquilamente en el transporte público, así como seguramente lo has de estar haciendo tú, desocupado lector, y una presencia interrumpió mi concentración, lo cual, dicho sea de paso, me desconcierta y me puede poner de mal humor, pues me cuesta mucho trabajo conseguir la concentración necesaria para comenzar a entender a un autor en el transporte público. La persona quería descender del vehículo y mi brazo le estorbaba. Pero de eso no me percaté inmediatamente, pues sólo sentí su cuerpo golpeando ligeramente mi brazo, sin dar ninguna indicación. Después de cinco segundos de incertidumbre, quite mi apoyo del tubo que salva vidas, y vi cómo descendía la referida persona. Me sentí apenado y desconcertado; no quería ser un estorbo para quien ya no requería el amable servicio del transporte, pero tampoco entendí la tácita petición que implica el movimiento hacia la puerta de salida. En circunstancias semejantes siempre pienso: debería de pedirme permiso de salir, así yo sé lo que se me solicita y puedo ser de utilidad o al menos no ser un estorbo, categoría aún más peyorativa que ser un inútil. Pero a veces me apeno pensando que quizá dicha persona no goce de la posibilidad de hablar, es decir, que sea mudo por algún motivo que a mí no me concierne. Aunque si su silencio es una manifestación de una imperiosa petición, debería suavizarla mediante la sutileza del lenguaje. La presencia expresa, no lo niego, es lo más evidente en nuestra experiencia cotidiana en cualquier lugar público donde inevitablemente nos toparemos con otras personas, lo que no significa que todos podamos entender de la misma manera las peticiones o exigencias de nuestros congéneres. No por ejercer fuerza sobre un brazo que me ayuda a no caer mientras ese mismo brazo bloquea el paso al lugar donde descienden las personas en el transporte público significa que quien ejerce la fuerza utilizará la zona de descenso; puede querer llamar mi atención, así como enfrentarme por mis gustos literarios, tal vez sólo quiera estirarse para sentirse más cómodo o simplemente, por algún impulso anímico complejo, este repitiendo un movimiento que le ayude a concentrarse para recordar o pensar alguna escena de su vida. Visto así, la palabra resulta mucho más clara que un movimiento corporal. El movimiento de la persona que interrumpió mi lectura requería mayor hermenéutica que la utilizada por mí para entender la muerte de Don Quijote. Pero una pregunta requiere mayor interpretación y atención: ¿por qué no habló mi compañero de viaje para expresar su solicitud? Partiendo del supuesto de que dicha persona no estuviera impedida para hablar.

La respuesta más evidente es porque consideramos que toda petición es molesta, pues se trata de una pérdida de algo por parte de la persona solicitada. Lo que evidencia nuestro carácter de personas que nos guiamos por el costo beneficio en nuestras relaciones. Tal vez sea por eso que nos resulte más fácil hacerle solicitudes a nuestra pareja, nuestros amigos o nuestros familiares, pues de algún modo lo que les quitamos cuando acuden a nuestra petición, se los devolvemos o se los devolveremos de alguna manera. Supongo que la persona que me empujó, al no saber cuándo me volvería a ver, no quería una deuda indefinida. No pedir para no tener que dar. Otra razón es que la persona tenía miedo al rechazo, pues no es una persona que logre cumplir sus planes o proyectos. Cuando lo que idea mi mente no se cumple, mejor recurrir a la fuerza, que en ocasiones, como la del transporte, funciona. Esto significa que una persona exitosa tiene más confianza en sí misma que quien ha fracasado en la vida. Tal vez los exitosos del metro sean aquellos que te piden permiso al salir. La tercera vía para entender la renuencia a la palabra por parte de quien me interrumpió en mi lectura es que él ve en todos a seres malvados. En un país que se distingue porque son más famosos los criminales que las personas eminentes, que tiene problemas para distinguir lo bueno de lo meramente conveniente, no es raro que una persona busque tener la menor interacción posible con las personas e intente actuar de manera que no le dé tiempo de pensar a su enemigo. Es una defensa astuta, no lo niego. Qué difícil es entender el modo en el que una persona se relaciona con sus semejantes. 

Fulladosa