Palabras como hombres
La
comprensión nunca está completa si no puede ser dicha. La palabra es habitable
en tanto que no es el mundo. El mundo puede habitarse gracias a ella. No
podemos decir que el mundo es creado cuando lo hablamos, mucho menos producido.
Nuestra palabra no es divina. Habitamos la palabra como residencia de unidad
propia: proviene de nosotros. Las cosas nunca son cosas en el mismo sentido.
Mejor dicho: ser cosa es ya un modo de habitar el mundo en la palabra. Nos
dirigimos a los demás con la confianza de ser entendidos, cuando en verdad nos
entienden desde su ser, que puede compartirse. Por eso la imaginación es tan
importante para la palabra: no hay ese vínculo complejo si el otro no ha
habitado un terreno que le parezca semejante. Los acentos, entonaciones,
expresiones comunes son la presencia del modo en que se habita el mundo de
manera compartida. El tono del “freseo” contra el tono vulgar del barrio cuyo
mimetismo va más allá del remedo: dicen del hombre como dicen de las cosas que
el hombre cree ver. Mucho del repudio social está en esas diferencias
lingüísticas, que incendian el prejuicio al instante de que la voz es emitida.
Creemos
que el lenguaje tiene un sólo fin: comunicar. Pero ese es el mundo que la
publicidad, los intercambios comerciales, la falta de tiempo para relacionarse,
el progreso, las citas a ciegas, la educación moderna y, en fin, las ideas
sobre la igualdad y desigualdad actuales han hecho habitable para nosotros. No
hay duda que la experiencia del lenguaje requiere del otro, incluso cuando
hablamos a solas: le hablo a otro yo, o desde otro yo, que me responde con el
mutismo. Pero nunca hay un intercambio tal cual de información. Porque la
información ya es un nombre, una prefiguración del modo en que la expresión se
manifiesta. La expresión nos sirve lo mismo para sonorizar y, al mismo tiempo,
darle lengua a la emoción de manera primitiva, pero inteligible; para narrar el
acontecimiento más reciente de nuestras vidas y, por supuesto, para persuadir
de nuestras causas o razones.
Hasta
la política tiene fundamento a través de la palabra. Creemos ahora que la
política no puede ir sin la persuasión en tanto que ella es la técnica de la
afiliación, que es la dominación burocrática. Sacamos nuestras razones y las
exponemos en el orden que creemos conveniente según el modo en que entendemos
la vida y, por ende, al otro. Por eso, en parte, somos seres políticos. La
retórica moderna permea la política moderna a grados en que nos sería difícil
aceptarlo. Si se requiere de un enemigo para los males generales, se culpa a
los impuestos, a la inmigración a la crisis financiera; si se requiere de un
proyecto renovador, basta implementar una revolución burocrática, cuyos males
pueden ser costosos políticamente, pero siempre se podrá sostener que es por un
bien mayor. Ambos casos le suenan razonables a algunos, pero a otros no. Las
fallas de la retórica no evidencian su ausencia, sino su clara presencia. La
idea de un redentor semi-católico en un país católico funciona muy bien con un
discurso sencillo y, por supuesto, con la inteligencia política que se requiere
para mantenerse en ello. Todas son, eventualmente, formas modernas del dominio
y, por supuesto, de retórica que nos ilusionan, enfurecen, divierten,
entristecen, enaltecen en nuestra condición de seres hablantes.
Pero,
¿eso significa que la retórica tiene un dominio absoluto del reino político y
que, por tanto, la retórica nos vela la posibilidad de entender lo que sucede,
de habitar mejor la política? Es decir, la retórica superpoderosa siempre es
dominación. Habitar el mundo, habitar la política mediante la palabra es un
efecto ilusorio de los distintos escenarios que la propia voluntad plantea. Por
ende, la verdad, eso que parecemos perseguir con nuestras respuestas
emocionales a las cosas que nos parecen verosímiles, es siempre un espejismo.
Por eso los antiguos retóricos podían decir que lo que valía la pena aprender
era a persuadir de nuestros deseos y que en ello estaba el verdadero poder. La
palabra desarma todo, sobre todo tratándose de política. Más interesante: toda
forma de la palabra, en tanto expresión de una educación, de un tiempo, es una
producción de la que nosotros no nos apropiamos, sino que ella ya está para
nosotros (aunque podamos aportarle algo grande y nuevo); no hay modo del habla
que no incluya un resquicio de nuestra moralidad, que quiere imponerse siempre.
Ni la filosofía –mucho menos ella- se salvaría.
No
obstante, podemos ver la sabiduría en la palabra en relación con el saber del
hombre. Para algunos, ese saber estaba directamente relacionado con el poder
que la palabra podía tener: no puedo imponerme si no sé con quién estoy
hablando. Pero también podríamos decir que la verdad tiene distintos grados de
ser vista. No todos pueden verlo todo ni de manera igual. Por ello el problema
de la retórica y del límite de toda palabra no está en el efecto que ella tenga
para cierto fin. Lo importante de un discurso es, junto a su buena producción,
la capacidad que tiene para allanar lo político para distintos oyentes. Es un
modo en que la verdad puede exponerse. Un modo de transmitir la causa y de
juzgarla. Un buen orador puede ser un hombre equivocado. Y nosotros, que
escuchamos palabras sensatas, podemos no escucharlas porque no nos disponemos a
habitar lo que nos dicen. No somos capaces de entenderlo todo, porque incluso
el acto de escuchar tiene al mundo en él: ese mundo que nosotros vamos viviendo.
Pero es en ese mismo lugar en donde reside la posibilidad de la verdad. La
inteligencia nunca se da de manera absoluta. Por eso la idea de la retórica
como dominación se encuentra tarde o temprano con el misterio de las facultades
en el lenguaje. La dominación es el espejismo de la verdad. Por eso la
sabiduría práctica, que es verdadera, requiere articular la virtud en la
prudencia: aunque digan que la acción les da la razón a los dominadores,
resulta totalmente lo contrario, por más que se nieguen a verlo en su
obstinación. Un discurso sensato puede pasmar a los asnos, como un simple gesto
salvaje puede regresarlos al caos. La palabra que nos hace habitable el mundo
lo hace como nosotros nos disponemos a habitarlo.
Tacitus
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