Presentación

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domingo, 19 de febrero de 2017

Palabras como hombres

Palabras como hombres
La comprensión nunca está completa si no puede ser dicha. La palabra es habitable en tanto que no es el mundo. El mundo puede habitarse gracias a ella. No podemos decir que el mundo es creado cuando lo hablamos, mucho menos producido. Nuestra palabra no es divina. Habitamos la palabra como residencia de unidad propia: proviene de nosotros. Las cosas nunca son cosas en el mismo sentido. Mejor dicho: ser cosa es ya un modo de habitar el mundo en la palabra. Nos dirigimos a los demás con la confianza de ser entendidos, cuando en verdad nos entienden desde su ser, que puede compartirse. Por eso la imaginación es tan importante para la palabra: no hay ese vínculo complejo si el otro no ha habitado un terreno que le parezca semejante. Los acentos, entonaciones, expresiones comunes son la presencia del modo en que se habita el mundo de manera compartida. El tono del “freseo” contra el tono vulgar del barrio cuyo mimetismo va más allá del remedo: dicen del hombre como dicen de las cosas que el hombre cree ver. Mucho del repudio social está en esas diferencias lingüísticas, que incendian el prejuicio al instante de que la voz es emitida.
Creemos que el lenguaje tiene un sólo fin: comunicar. Pero ese es el mundo que la publicidad, los intercambios comerciales, la falta de tiempo para relacionarse, el progreso, las citas a ciegas, la educación moderna y, en fin, las ideas sobre la igualdad y desigualdad actuales han hecho habitable para nosotros. No hay duda que la experiencia del lenguaje requiere del otro, incluso cuando hablamos a solas: le hablo a otro yo, o desde otro yo, que me responde con el mutismo. Pero nunca hay un intercambio tal cual de información. Porque la información ya es un nombre, una prefiguración del modo en que la expresión se manifiesta. La expresión nos sirve lo mismo para sonorizar y, al mismo tiempo, darle lengua a la emoción de manera primitiva, pero inteligible; para narrar el acontecimiento más reciente de nuestras vidas y, por supuesto, para persuadir de nuestras causas o razones.
Hasta la política tiene fundamento a través de la palabra. Creemos ahora que la política no puede ir sin la persuasión en tanto que ella es la técnica de la afiliación, que es la dominación burocrática. Sacamos nuestras razones y las exponemos en el orden que creemos conveniente según el modo en que entendemos la vida y, por ende, al otro. Por eso, en parte, somos seres políticos. La retórica moderna permea la política moderna a grados en que nos sería difícil aceptarlo. Si se requiere de un enemigo para los males generales, se culpa a los impuestos, a la inmigración a la crisis financiera; si se requiere de un proyecto renovador, basta implementar una revolución burocrática, cuyos males pueden ser costosos políticamente, pero siempre se podrá sostener que es por un bien mayor. Ambos casos le suenan razonables a algunos, pero a otros no. Las fallas de la retórica no evidencian su ausencia, sino su clara presencia. La idea de un redentor semi-católico en un país católico funciona muy bien con un discurso sencillo y, por supuesto, con la inteligencia política que se requiere para mantenerse en ello. Todas son, eventualmente, formas modernas del dominio y, por supuesto, de retórica que nos ilusionan, enfurecen, divierten, entristecen, enaltecen en nuestra condición de seres hablantes.
Pero, ¿eso significa que la retórica tiene un dominio absoluto del reino político y que, por tanto, la retórica nos vela la posibilidad de entender lo que sucede, de habitar mejor la política? Es decir, la retórica superpoderosa siempre es dominación. Habitar el mundo, habitar la política mediante la palabra es un efecto ilusorio de los distintos escenarios que la propia voluntad plantea. Por ende, la verdad, eso que parecemos perseguir con nuestras respuestas emocionales a las cosas que nos parecen verosímiles, es siempre un espejismo. Por eso los antiguos retóricos podían decir que lo que valía la pena aprender era a persuadir de nuestros deseos y que en ello estaba el verdadero poder. La palabra desarma todo, sobre todo tratándose de política. Más interesante: toda forma de la palabra, en tanto expresión de una educación, de un tiempo, es una producción de la que nosotros no nos apropiamos, sino que ella ya está para nosotros (aunque podamos aportarle algo grande y nuevo); no hay modo del habla que no incluya un resquicio de nuestra moralidad, que quiere imponerse siempre. Ni la filosofía –mucho menos ella- se salvaría.

No obstante, podemos ver la sabiduría en la palabra en relación con el saber del hombre. Para algunos, ese saber estaba directamente relacionado con el poder que la palabra podía tener: no puedo imponerme si no sé con quién estoy hablando. Pero también podríamos decir que la verdad tiene distintos grados de ser vista. No todos pueden verlo todo ni de manera igual. Por ello el problema de la retórica y del límite de toda palabra no está en el efecto que ella tenga para cierto fin. Lo importante de un discurso es, junto a su buena producción, la capacidad que tiene para allanar lo político para distintos oyentes. Es un modo en que la verdad puede exponerse. Un modo de transmitir la causa y de juzgarla. Un buen orador puede ser un hombre equivocado. Y nosotros, que escuchamos palabras sensatas, podemos no escucharlas porque no nos disponemos a habitar lo que nos dicen. No somos capaces de entenderlo todo, porque incluso el acto de escuchar tiene al mundo en él: ese mundo que nosotros vamos viviendo. Pero es en ese mismo lugar en donde reside la posibilidad de la verdad. La inteligencia nunca se da de manera absoluta. Por eso la idea de la retórica como dominación se encuentra tarde o temprano con el misterio de las facultades en el lenguaje. La dominación es el espejismo de la verdad. Por eso la sabiduría práctica, que es verdadera, requiere articular la virtud en la prudencia: aunque digan que la acción les da la razón a los dominadores, resulta totalmente lo contrario, por más que se nieguen a verlo en su obstinación. Un discurso sensato puede pasmar a los asnos, como un simple gesto salvaje puede regresarlos al caos. La palabra que nos hace habitable el mundo lo hace como nosotros nos disponemos a habitarlo.


Tacitus

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