Presentación

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domingo, 12 de marzo de 2017

Continuidad de los finales




                                                                       Para ti, porque no te gustan las novelas negras      


Por fin era el día. No cualquier mañana, no cualquier amanecer. Era EL día. Llevaba esperando este momento desde que empezó todo. Se sentía tan entusiasmado. Se desembarazó de las cobijas con celeridad, se puso las pantuflas de al lado de su cama. Ni siquiera ha sonado la alarma. La apaga. Respira profundo y se levanta. Unos pasos lo separan de sofocar el ansia que le carcome desde hace años. El clímax está aquí. Sólo su ritual lo separa de la culminación de su esfuerzo: un cigarro, tronarse los dedos, el cuello, prepararse una taza de café y sólo entonces sentarse en el escritorio y proseguir la historia.
Es difícil tener control todo el tiempo. Crear implica en gran medida dejarse llevar. La poesía, el arte en general, es de los posesos, de los arrebatados. Y esto no es de otra forma cuando creas un personaje. Nunca los nombra, para mantener distancia con ellos, para dejarlos ser lo que quieran ser. Las teclas chocan en la computadora y el personaje se va pintando él mismo. Es como con los hijos, uno los guía, pero al final, ellos hacen lo que se les antoja y uno sólo puede esperar haberles dado bases sólidas para que su vida no sea una apología al sinsentido. Y en ambos casos, se tiene que confiar en ellos, en que sus motivaciones son tan poderosas que materializarán todo un mundo a su alrededor. Lo ha dejado ser todo lo que ha querido, pero ahora ya no hay vuelta atrás. La historia debe terminar. Nada es más importante que contar la historia. Pase lo que pase, todo se debe a la historia. Sin el final, lo demás no tiene sentido. Y él lo sabe. Es un escritor mediocre que vive en una jaula de cuatro por cinco, vegetariano por circunstancias más que por convicciones y no se graduó de la universidad, pero sabe que las cosas deben tener un fin. Y esta historia está por acabar. Ha sido divertido. Ha sido doloroso. Alguna vez fue amado y sus sueños alentados. Ahora sólo tiene nescafé, cigarros, una casa en ruinas, tarjetas de crédito ahogadas y cientos y cientos de páginas de palabras que jamás comparte con nadie. Alguna vez le dijeron que sus escritos sólo debía enseñárselos a quien más confianza les tuviera, que huyera de la falsa alabanza, de la inseguridad de quien necesita el reconocimiento. Lo cierto es que sólo pocas personas han leído sus remedos de cuentos. Siendo francos, son pura basura. Pero este cuento no lo es. Este es distinto. Esta historia le ha obsesionado tanto que ya casi no sale, ni para revisar el buzón y sólo usa internet para pedir comida a domicilio. Escribe casi todo el tiempo. Usualmente tiene que pensar sobre lo que tiene que escribir, a dónde quiere llegar, qué quiere decir con lo que va a contar. Porque contar una historia por sí sola no basta, si no hay vistazo a la condición humana, si no hay mensaje, entonces las palabras no son más que ornamentos, armonías vacías resonando en la blancura de una pantalla. Y este no lo es. Le vino en un sueño, como toda gran visión, fue nebulosa y confusa. Sin embargo la pudo rescatar. De entre las lagañas de sus noches sin descanso, recuperó la idea. Y ahora estaba por terminarla. El gran detective de su historia estaba por encontrar su cruento final. No cree en los finales felices, mucho menos en los personajes buenos. Todo estaba en el giro, en la revelación de las verdaderas motivaciones del antagonista, en su habilidad para siempre estar un paso adelante del detective. La historia se desenvolvía por ella misma. Escribir es como aventar una bola de nieve desde una gran montaña, si lo has hecho bien, la bola crece y pierdes control sobre ella. Y esta bola estaba por estallar.
El conflicto había llevado al detective a su punto cumbre, la guarida del antagonista. Llegar ahí no había sido sencillo. Capítulos enteros se habían ido en construir el misterio y la profundidad que, a su juicio, convertían su historia en algo más que una simple novela negra. Ha pasado años intentando crear algo que permanezca. Una obra maestra. Algo digno de transgredir el tiempo. Algo que le haga olvidar el absurdo de la existencia. Algo que justifique la gran noche sin estrellas que es su vida; algo para no sentir que ha decepcionado a las pocas personas que han confiado en él. Escribir algo que lo libere del horror de sí mismo. En eso se va la vida. En los hombres asidos como pueden a lianas que penden en el vacío. Es el mundo que ha creado toda esa sangre de mártir que se ha vertido en el suelo de la civilización del hombre. Y cada éxito requiere un sacrificio. Digamos un detective. El final ya está planeado, el giro, la ironía, el detalle de que lo maten sus convicciones, todo era perfecto.
El aroma a café ya impregnaba el cuarto. Llevaba cuatro tazas, dos cigarros, cinco páginas y una concha de chocolate. Era el último capítulo de su historia. Le sorprendía lo poco que le importaba la muerte de su protagonista. De cierta forma, había sido un amigo cercano. Y no le causaba ningún malestar, estaba entusiasmado por terminar. Había llegado la parte en la que por fin se conocen el detective y su contraparte. El antagonista se hace pasar por su última víctima, sabedor de que el detective tiene un gran sentido del deber, que antepondrá a quien cree inocente antes que sus propios deseos. Su guardia por fin está baja. El antagonista espera vendado y ensangrentado, finge estar amarrado. Las lágrimas no le cuestan, es un hombre atormentado. Fingir ser la víctima reabre unas heridas que todas sus víctimas no han podido cerrar. Pero ya está por terminar. Las ruinas incendiadas del viejo reformatorio donde su oscuridad nació son el lugar idóneo para que el detective muera. Por fin ha llegado al último piso, al cuarto donde está la última víctima. Con su revólver asegura la habitación, quita las vendas de los ojos de la víctima. Gracias a dios que está aquí. Ha sido terrible. Todavía debe estar por aquí, déjeme salir antes de que vuelva. No puedo soportarlo más. Su actuación es convincente. El detective se agacha sobre él para desatarlo. Dos pedazos de vidrio perforan ambos lados de su torso. La sangre corre, le flaquean las piernas. Se va de bruces contra la silla, ahora vacía. El antagonista ríe. Ha conseguido su venganza. Ha vencido al hombre que se acostó con su madre, el antiguo embaucador que ahora atrapa criminales para lidiar con la culpa de una vida criminal. Se desangra lentamente, tiene el tiempo suficiente para escuchar al antagonista llenar los hoyos que había en la historia. El detective muere con los ojos bien abiertos y llenos de temor.
Enciende un cigarro más. Qué más da, se siente victorioso y satisfecho. El final debe poner en conflicto al lector. El malo no era tan malo y el bueno no era tan bueno. El lector debe sentirse culpable de sentirse bien por el resultado final del duelo. Ha sido un gran viaje. La tarde se le va en releer el último capítulo, borrar los errores, pulir la redacción, insertar un pensamiento por aquí y acuyá. Para cuando llega la noche, oficialmente la novela está terminada. Tenía mucho que no sonreía así. Es feliz. Ya no recordaba lo que era eso. Su obra cumbre está terminada. Toda su demás obra es mierda pero por fin ha hecho algo de lo que se siente orgulloso. Se siente realizado. Ha sido un gran día y ya se dispone a dormir. Mañana será un día atareado. Habrá de hablarle a su editor para ver qué le parece el borrador que le ha enviado, a su madre, a su mejor amigo, a todos sus conocidos, que todos se enteren que su vida por fin tiene sentido. Abre la gaveta de su mesita de noche, saca un par de pastillas para dormir, las traga y se envuelve en las cobijas, satisfecho. Se va a dormir con una gran sonrisa en la boca.      
El mundo nunca se detiene. Si algo lo define, es el constante movimiento. Cuando algo te apasiona, el mundo, el tiempo y tú sufren un desfase. El tiempo se vuelve más relativo todavía. Pero quedan resabios de la realidad que se empeñan en demostrarte que el mundo sigue aconteciendo allá afuera. Un buzón repleto de cartas, conforme la fecha se acerca al día de hoy se van llenando de sellos que dicen URGENTE en mayúsculas para darle mucho peso a aquellos sobres que exhortan a desalojar la casa rápidamente; un patio descuidado por meses, una casa pequeña y que parece abandonada, un barrio avejentado en las orillas de la ciudad, una mole amarilla ronronea mientras se acerca a aquel cuadro. Una bola negra y enorme pende de aquel mini tanque amarillo que dice Caterpillar a los lados. Después llega otro monstruo amarillo, este tiene garras y mucha hambre. Un hombre se acerca caminando a la casa, lleva un casco blanco y un chaleco naranja. Toca la puerta una, dos, tres veces. Nadie responde. Se asoma a las ventanas. Los escritores son desidiosos, desordenados,  malos amos de casa. Su casa parece abandonada o, peor, habitada por vaguitos. Aún así aquel hombre insiste una vez más y toca la ventana. Sólo son cuatro y ninguna revela ningún indicio de reciente actividad. El inquilino recibió avisos por más de seis meses. El día por fin ha llegado. La vivienda está en ruinas, el gobierno ha dispuesto todo para que pueda vivir en otro sitio mientras tanto. Pero él no sabe nada de esto. Sigue sonriendo, sumido en un sueño placentero. Jamás vio venir esas bestias que se comieron su casa. No volvió a abrir los ojos.

Por fin. Había terminado. Ya cumplía con sus deberes y podía entregarse al amparo de su cama. Estaba cansado pero satisfecho. Releyó la última línea, no del todo convencido por el final. La idea de no abrir los ojos no le parecía lo suficientemente buena para ser la última oración. Pero tenía que bastar, no se le ocurría algo mejor. No importaba, ya había terminado. Ya podía subir el cuento al blog, al carajo las revisiones, si tiene errores es más honesto para él, así que lo sube sin revisarlo. Total, nadie lo lee de todas formas. Es desobligado y escribe con la fecha encima e, incluso sabiendo que no pasa nada si no sube un cuento, se siente obligado a subir algo. Ha matado a un nuevo personaje. Esta vez fue un escritor que muere justo después de terminar su obra maestra. En sus delirios, le parece que ha sido un buen cuento, quizá no lo mejor de su asquerosa obra, pero pues ha valido la pena desvelarse, sobre todo se siente satisfecho porque sólo empezó a escribir, sin saber bien a bien sobre qué escribiría. Estaba un paso más cerca de tener el material suficiente para tener un libro de cuentos. Era una excelente noche. El sueño le vencía y la pantalla se empezaba a ver borrosa. Entró al blog, copió el cuento, le puso un título que rendía tributo a su escritor preferido y que le quedaba a su cuento y lo subió, apagó la computadora y se dispuso a dormir. Ni siquiera se puso la pijama, sólo se fue de boca hacia la cama y cerró los ojos. Pero sus sentidos seguían activos. Una rara sensación lo hizo ponerse boca arriba y abrir los ojos. Casi pudo escucharme narrando esta historia. Casi pudo escuchar la gran ironía dentro de las ironías…aunque no habría hecho ninguna diferencia, su destino ya estaba decidido. Todos somos personajes de la obra de alguien más. Dios es el más grande creador de ficciones que ha existido.   

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