Caminos de la locura
Confío
en que a más de uno de nosotros le será extraño que el amor requiera de
defensas. Pero también a más de uno le parecerán inútiles, porque se han
decidido, por ejemplo, a que las relaciones amorosas, evidencia de la
experiencia erótica, están esquematizadas en momentos que miden la intensidad,
las sensaciones físicas y todo lo que pueda registrarse. Es común que se diga
también que consiste, a fin de cuentas, en un movimiento de fluidos u hormonas.
Lo que no hallo ahora es que se defienda que el amor tenga un vínculo con la
locura que le da toda su bondad. Se cree que es una forma metafórica de hablar
de la poca sensatez que nos infunde el pensar demasiado en una persona, de la
desviación del sentido común que puede llevar, para otros, la pasión que vale
la pena ser vivida para no ser aburrido. Entre los pasionales y los sensatos,
¿no hay una forma en que la locura sea una bendición, un don que hace de verdad
al amor tan valioso, sin usar la palabra pasión, con esa connotación que nos
permite envolver al amor como algo simplemente padecido y no principalmente
motriz, sin caer en el simplismo ese de que loco es cada uno por buscar sus
sueños e ir contra la ortodoxia sin buscar la verdad?
Curiosa
defensa sería aquella de poner la locura como bondad para establecer la razón.
Esa paradoja la vemos aunque nunca estemos seguros de haber presenciado o
experimentado la locura, porque creemos que el amor ya no puede ser sagrado
(aseveramos, por ejemplo, que el cristianismo deviene en hipocresía o en
axiología de la buena voluntad). No vemos generalmente como loco a Jesús porque
creemos que sus palabras tenían algo de sentido, aunque no sean realistas;
creemos loco a don Quijote porque trastoca lo que todo mundo ve y por mil
razones más que confrontan nuestro sentido de la sensatez con su buen hablar y
sus disparates; cada episodio suyo es una exploración de su locura, desde un
punto de vista; creemos que un pensador como Nietzsche acabó loco en una
misteriosa mezcla entre la enfermedad y la oscuridad, como si pensar lo hubiera
extenuado.
No
parece coincidencia que el caballero andante sea reputado por su locura, y que
ante los ojos del lector incrédulo pase por un enfermo que tiene la fantasía
henchida de malas fantasías, al tiempo que sea un hombre enamorado. Más aun,
que su amor sea siempre mirado con escepticismo, porque nunca presenciamos
escena amorosa alguna con su enamorada. ¿Y si toda su obra fuera, como él lo
dice, un acto amoroso, en tanto que el caballero andante no existe sin su dama?
Que la dama sea tan bella y que se le honre con el recato, con una fidelidad
que parece también una obstinación o un invento parece hace de la locura el acompañante
necesario del amor. Uno se siente tentado a creer que la mayor expresión de la
locura es el idealismo más perfecto. Dulcinea parece una idea, un resquicio
fantástico porque nadie cree que exista, advertidos maliciosamente de que fue
tomada de Aldonza Lorenzo. Parece una locura el afirmarse enamorado de alguien
que inventamos. La caballería está basada en una mentira creída por los locos.
Pero Dulcinea es real, y por eso es una lástima que don Quijote no pueda
mostrar su corazón, asiento de la memoria amorosa. ¿En quién pensamos cuando
intentamos entender esa defensa de la mujer más bella del orbe entero? No
tenemos asidero. ¿Por qué es posible siquiera entonces? No es sólo que el amor
posea la fuerza idealizadora, pues Dulcinea no es necesariamente un ideal, como
lo muestra su dolorosa transformación por encantamiento. La sinrazón de la
belleza ausente permite la locura de vivir honestamente, fielmente, sin jurarle
al humo.
Quizá
el archivo clínico tenga algo que aportar a la aparente decadencia física del
ingenio, que se expresa en la pérdida de la lucidez, del nexo de la
inteligencia. La enfermedad que, como en Quijote, aparece por una especie de
maldición, un quiebre por lo que nos sobrepasa. No puedo creerlo en el caso de
Nietzsche, ni en el de Quijote, que mostró que el mundo entero no podía hacerle
frente. Y es digno de pensarse si el polemista más controversial de la
filosofía tuviera como don a la locura. El opositor radical de la comprensión
platónica de Eros, y del platonismo moderno de la moral. Es decir, en qué
medida Eros puede ser entendido a raíz de la locura en la voluntad de poder. El
amor fati parece central en ese
camino en que se ha aceptado el eterno retorno y no lo racional de la verdad
como origen y principio de la explicación del mundo. ¿Por qué no seguir en el
engaño? Ante ello, Eros y lógos sufren necesariamente un temblor, pero aparece
el gran misterio de la justificación de esa actividad cuyo origen era el don de
la locura socrática.
Es
imposible separar al cristianismo no de su moral, sino de su fundamento
revelado y misterioso. No existe sin la verdad de la encarnación y la
resurrección. Y para más de uno esos hechos son increíbles, y en eso reside su
religiosidad, en que son ajenos al conocimiento racional. Pero eso no puede
decirse de la vida de Jesús, principio del cristianismo en donde aparecen los principios
nombrados. Si la locura es oposición a todo lo racional, el cristianismo
ciertamente parece estar basado en una nueva locura. Y junto a ella va el
nombre del amor. Parece irreal la encarnación porque el hombre no es divino.
Pero esa es una afirmación poco cuidadosa: el conocimiento de Dios no es
inmediato en un mismo sentido para todos los casos. En la obra y el pensar el
amor es posibilidad de perfección, la imagen de ello es la cruz, que no es
fracaso ni suicidio. Entenderlo como fracaso sería hacer del cristianismo la
retórica perfecta, intención nunca hecha; entenderlo como suicidio sería evitar
el modo en que la crucifixión abrió de nuevo el amor a la eternidad, en algo que no se asimila como locura.
Tacitus
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