A veces podemos creer que
entender la realidad es fácil, que el paso por la vida no tiene grandes
complicaciones y todo lo que afirmemos sobre ella es tan fácil como emitir
palabras. Pero ante un problema, algo cuya resolución exige salir de los
rutinarios clichés, comenzamos a pensar, a intentar comprender nuestra
situación; cómo empezamos a estar así, cómo llegamos al embrollo, nada nos
resulta claro. Leer es algo semejante. Todo resulta confuso cuando no logramos
entender lo escrito. Probamos de una manera, de otra, y el contenido sigue sin
decirnos nada. Si suponemos que lo entendemos, parece que queremos acomodar lo
leído a lo que nosotros queremos pensar sobre ello; es decir, le inventamos un
significado, no pensamos mediante ello. Aceptar que así leemos es aceptar que
nunca podremos interpretar. Por eso ninguna interpretación es infinita. Todo
buen escrito habla de generalidades humanas que pueden hacernos pensar
particularidades. El acto de interpretar es intentar recorrer ambos extremos; clarificarnos
en su recorrido.
El poema El profeta, del autor ruso Alexander Pushkin, requiere de un
tremendo esfuerzo para intentar entenderlo. Pero todos entendemos qué es estar
atormentado por una sed espiritual, vagando sin rumbo, sin encontrar sentido a
nuestras acciones, sin ser felices. El mundo, en sus aparentemente infinitas
posibilidades, no nos llena; nos arrastramos enceguecidos por los destellos del
falso éxito, por desiertos que no saciarán nuestra sed, que no nos darán
felicidad. En tal situación, la aparición de un Serafín es milagrosa, de un ser
bajo cuya presencia no sabemos qué somos. ¿Qué es un Serafín en nuestra
errática vida?, ¿qué significa que tenga seis alas?, ¿simbolizará, cada ala,
los seis días de la creación de Dios? Al menos sabemos que es el primer
contacto del hombre sediento de espiritualidad, sediento de Dios, con Dios
mismo, según el poeta.
La hipótesis de que el Serafín
nos refiere a la creación se refuerza si contemplamos que éste le abre los ojos
al mortal. Desde ahí verá diferente. Ya no ve yermos desiertos; tampoco
escuchará la monótona arena paseando a su lado, escucha el cielo creado en el
primer día, a los ángeles, quizá creados junto con el cielo; escucha las aguas,
hijas del segundo día de la creación y sus naturales creaturas, los peces;
finalmente escucha cómo crecen las viñas en la tierra, las cuales fueron
creadas el tercer día. El Serafín amonesta al mortal, le hace ver la riqueza de
la creación de un modo que él medianamente, en su infinita ignorancia, puede
comprender. El hombre sólo siente lo magnífico de la creación una vez que un
ser divino se lo ha mostrado, una vez que sabe que Dios, en su infinito amor,
ha creado todo eso. ¿Quiere decirnos el poeta que somos incapaces de entender
la creación? O, más bien, ¿que toda comprensión atea de lo creado será siempre
desértica, nunca nos satisfará, siempre nos dejará en el profundo abismo de la
infelicidad? Gracias al Serafín, el hombre mira diferente.
Una vez que el hombre ha
aprendido a contemplar la creación, quizá por primera vez, el Serafín condena
su pecado, le hace ver que su razón era mal utilizada e insuficiente para lo
que le espera. Por ello le da la razón del animal más astuto de la creación: la
serpiente. Que su lengua sea bífida no es únicamente para que encaje
adecuadamente con la descripción de la serpiente; quiere decir que la más
grande inteligencia nos tienta, podemos decir la verdad o encubrirla, aparentar
o ser sinceros, manipular o actuar bien. Intentando aminorar la tentación, le
son arrancados los deseos humanos de manera violenta; ¿o nos querrá decir el
poeta que el dolor de la culpa es tan intenso como si nos arrancarán el corazón
y que sólo lo podemos sentir gracias a una intervención divina?, ¿los deseos,
los malos deseos, tendrán como última parada un terrible y solitario dolor? Lo
que sabemos es que el hombre ha vuelto a tener un cambio. En alguna medida
sigue siendo humano, pero ha tenido un encuentro divino. ¿Ha muerto o ese
encuentro ha dotado a su vida de una responsabilidad?
En lo que parece su peor momento,
el hombre es levantado por Dios, Quien le ordena, pues Dios, así como levanta a
un hombre sin corazón, ordena. El hombre deja de ser únicamente hombre para
volverse un profeta, alguien que se ha vuelto sabio, pues ha mirado y escuchado
a la Divinidad, le ha sido concedido el Don de la inteligencia, ha podido
contemplar buena parte de la creación. Además, Dios lo llena de su voluntad, le
sacia su sed espiritual. Y Dios le encomienda una misión, que el profeta, el
contacto del hombre con la divinidad, vuelva felices a los hombres de la única
manera en la que un hombre puede ser feliz: pensando la palabra de Dios.
"De sed espiritual atormentado
Por yermos desiertos me arrastraba
Hasta que un serafín de seis alas
Apareció ante mí en la encrucijada
Ligeros como un sueño
Sus dedos posó sobre mis ojos
Que se abrieron avizores
Cual los de un águila asustada;
Tocó entonces mis oídos
Colmándolos de sonidos y clamores:
Y escuché a los cielos estremecerse
Y el aleteo de los ángeles en lo alto
Y el discurrir de los peces bajo las aguas
Y el crecer de las viñas en los valles.
Inclinándose entonces sobre mi boca
¡Arrancó mi lengua pecadora, mentirosa y calumniadora
Y su mano ensangrentada
Entre mis labios entumecidos introdujo
Y me embutió la bífida lengua de la serpiente sabia!
¡Y con su espada mi pecho seccionó!
¡Y tras arrancar mi corazón palpitante
Tomó en su mano un ascua ardiente
Y en el espacio hueco la enterró!
Exánime yacía yo sobre la arena
Y Dios con su voz me ordenó:
“Levántate, profeta, mira y escucha
Empápate de mi voluntad,
Recorre los mares y la tierra
y con tu palabra prende los corazones”."
Por yermos desiertos me arrastraba
Hasta que un serafín de seis alas
Apareció ante mí en la encrucijada
Ligeros como un sueño
Sus dedos posó sobre mis ojos
Que se abrieron avizores
Cual los de un águila asustada;
Tocó entonces mis oídos
Colmándolos de sonidos y clamores:
Y escuché a los cielos estremecerse
Y el aleteo de los ángeles en lo alto
Y el discurrir de los peces bajo las aguas
Y el crecer de las viñas en los valles.
Inclinándose entonces sobre mi boca
¡Arrancó mi lengua pecadora, mentirosa y calumniadora
Y su mano ensangrentada
Entre mis labios entumecidos introdujo
Y me embutió la bífida lengua de la serpiente sabia!
¡Y con su espada mi pecho seccionó!
¡Y tras arrancar mi corazón palpitante
Tomó en su mano un ascua ardiente
Y en el espacio hueco la enterró!
Exánime yacía yo sobre la arena
Y Dios con su voz me ordenó:
“Levántate, profeta, mira y escucha
Empápate de mi voluntad,
Recorre los mares y la tierra
y con tu palabra prende los corazones”."
Fulladosa
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