Presentación

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lunes, 7 de agosto de 2017

Distracciones

Distracciones
Tapar el silencio es una empresa falible: el ruido, la palabrería se convierten en oquedades que distraen el pensamiento de manera engañosa. Parece extraño a la vez que obvio, una vez aceptada la evidencia del sujeto, que a la hora del sueño se regresa a la fuente del actuar y pensar, que hay horas en que ni las pantallas brillantes obstruyen la evidencia de que hay algo que nos hace desear el movimiento en el habla, en el alimento de los sentidos (esa actividad que parece pasividad a muchos, pero que es imposible de asir si no se concibe como actividad), en los paseos de la imaginación. ¿De qué nos distraemos? ¿Por qué el distraído es, en el lenguaje común, una especie de hombre disperso, cuya atención se halla regada, no en sí mismo, sino en sus asuntos, en un pensamiento que no sigue el cauce cuya atención se exige por “sentido común”? Parece extraño que no se repare en que todo mundo busca ser un distraído en sus ratos de ocio, en los paréntesis del trabajo, esa actividad que, decimos, se hace por necesidad, de cuyo imperio tratamos de huir en la distracción. La concentración, opuesto común a la distracción, indica que existe un centro del cual es imposible salirse, como cuando se lee un libro de cuyas páginas se aparta la vista. Pero la reflexión es un fruto que parece brotar de una dispersión, de un distraerse del texto para abrevar en sus aguas, un distraerse que no es ruptura, que no es salir del centro; acto complejo en el cual se va y se viene con la vista y el pensamiento, que no es sujeto, sino nosotros en actividad que apenas exige movimiento corporal, si no es de esas animaciones que se perfilan en la imaginación y excitan, acarician la vista, transmutándose veloz o sosegadamente.
Los lectores podrían ser distraídos en el sentido llano de la palabra, como lo son de manera más evidente los que miran el televisor o cabalgan en las redes invisibles que tiende el teléfono celular en un vistazo: dan la apariencia de un ostracismo frágil, de un estar insensibles al tacto de la palabra ajena. Pero la distracción de la lectura es apenas comparable a los otros casos. Requiere del ocio, pero también de una exigencia sensual que las otras opciones no tienen, al grado de que su apariencia de distracción se enriquece con algo inesperado en el silencio y la quietud que requiere el barro reacio del alma, un placer que vive alimentándose de algo más que la curiosidad o la gracia fugaz, aunque no sea ajena a ellas. La distracción es apetecible, sensual, sugerente, lo que indica que el deseo de perseguirla no es ciego, aunque sí puede ser impertinente, desconsiderado, destemplado. El placer de leer es paralelo al de pensar. Como la distracción del sabio de Mileto, parece éste risible por contrastar la magra apariencia de la inteligencia con el desatino de no ver el suelo por el que pisa, aunque después demuestre que la risa delata con mayor frecuencia a los incautos que a los sapientes. Un distraído de verdad no pasa la prueba del pensar, como si su miel le fuera amarga. 

El acto de pensar parece distracción porque no sobrevive ni un poco en el estallido de las diversiones cotidianas, en la palabra que renuncia a sí misma para convertirse en un grito. Leer rápido, devorar la carne de las hojas en vez de hacerlas nuestra carne es casi un crimen. No se lee ni se piensa para memorizarlo todo, para saberlo todo, lo cual no es posible para el hombre, sino para comprender lo que cada pensamiento ofrece al hombre, que siempre mira todo desde su pensamiento, su memoria, sus palabras que no lo limitan, sino que le van permitiendo otros descubrimientos. La distracción aparente de la lectura es un espejismo que se desvanece en cuanto se nota que la mirada absorta en una página vuelve los ojos a nuestras entrañas para descifrar nuestros primeros pensamientos, nuestros acercamientos para conversar con alguien más. Ese placer no perdona interrupciones: las horas consumidas en lo profano parecen reprobarnos. No digo las horas dedicadas a lo cotidiano, que el pensar no es tal si no llega a alumbrar la cotidianidad.



Tacitus


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