Un hombre que platicaba
de todo cuanto podía,
tener dos bocas quería
porque su palabra brava
hasta consigo peleaba.
Si decía rojo, era azul,
si era franela, era tul,
si decía mal, era bien
y si decía bien también.
Era un completo gandul.
Conocía algo de Platón
y también algo de Arriano.
De la biblia echaba mano
como quien tiene razón.
Era un tipo socarrón.
Este curioso muchacho
se acercaba al populacho
para capturar su acento
cantado y algo violento,
aprendiendo a hablar tatacho.
El albur era lo suyo,
nadie le prestaba nada
a su boca mal hablada.
Se paraba con orgullo
justo en medio del barullo
de tantas voces y labios.
Lo mismo los hombres sabios
huían de lo que decía,
sabían que lo que sabía
les estamparía un resabio.
La cultura popular
era para él alimento.
Era un niño en crecimiento
con ganas de saborear
y con más ganas de hablar.
Sabía sobre Don Corleone,
del cine de Sergio Leone,
la danza de Nuréyev,
el viejo ballet de Kiev
y algo de Ennio Morricone.
Lo mismo hablaba del clima
que del cielo y el infierno.
Hablaba más en invierno
que el año llega a la cima
y el tiempo se desestima,
porque hablar era su vida,
su llegada y su partida.
Hablar era para él
su compañera más fiel.
Iba dentro de su boca.
Se guardaba como roca.
Le daba sabor de miel.
Él no conocía el vacío
de hablar sin ser escuchado,
pues lo, por él, pronunciado
sonaba lleno de brío.
Sus palabras eran río
sin un sentido preciso.
Al hablar él siempre quiso
que el río fuera muy bonito,
pero no fue más que un grito
que su sinrazón deshizo.
Glauco
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