Presentación

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lunes, 19 de octubre de 2015

Meditación sobre el frío

Meditación sobre el frío
Me asombra constantemente la multitud de dispersiones en los nombres que provienen de las sensaciones. No me asombran porque sean multitud, sino por la aparente simpleza que ostentan para ser dichos. Hoy amaneció el día muy frío, y me parece entender mejor por qué puedo a veces llamar, sin mucho esfuerzo, fría a una persona. Cuando lo hago, es evidente que no me refiero –al menos no la mayoría de las veces- a la temperatura que su ser mantiene; me refiero a un modo en que su ser se presenta, más allá de las barreras del tacto, pero que puedo equiparar muy bien con lo que ellas me permiten sentir.
Si dijera que hay palabras frías como el hielo, estoy seguro que pocos se confundirían tratando de tocar algo que no es sensible por ese medio. En sentido estricto, lo que sentimos al tocar un cubo de hielo no es igual a lo que sentimos cuando escuchamos palabras semejantes al invierno. No creo que pueda decirse que lo único que diversifica la experiencia es el medio. En cierto modo, la incomodidad y la hostilidad que es casi inmediata para nuestro ser cuando el frío nos hiela, se convierte en metáfora cuando usamos esa palabra para indicar que existen palabras que no nos son gratas por su impertérrito choque. Decimos que alguien es frío cuando puede conservar la consistencia de una piedra en momentos insólitos, o que no corresponde a veces a la efusividad del cariño o los momentos alegres: cuando es contrario a nuestra experiencia de lo acogedor, de un espíritu o lugar cálido.
Nos incomoda de muchas la presencia del frío. Nos entumimos, nos sentimos hasta petrificados. Así con las palabras o la frialdad de los ánimos. Más aún, nos sucede que cada inteligencia percibe de distintos modos lo helado de los temperamentos o de las situaciones. No es como para ahogarnos en el vaso del sujeto. Es decir, hay temples que unos perciben helados como un impertinente sarcasmo, pero que otros lo sienten como un velo que encubre, si se esfuerza uno en verlo, un verdadero calor.
Después del romanticismo, muchos se aprovechan de la existencia de ese tipo de  metáforas. O le exageran a la sensación que pueden soportar del calor, o elaboran una tragicomedia proveniente de las frialdades aparentes. Todo el misterio de estas vivencias cotidianas gira en torno a la imaginación. Sólo bajo la permanencia de la imagen de la temperatura puede elaborarse la metáfora de la sensación de las palabras o las presencias. Así funciona, tan taciturno, el lenguaje. Que haya distintos modos en que nosotros percibamos la temperatura de lo impalpable, no es suficiente para decir que los juicios que derivan de ahí sean siempre y necesariamente cuestiones de perspectiva. Tampoco se puede resolver diciendo que todo depende de la altura que la educación estética nos brinde. Si nos fijamos, aunque la imaginación juegue ese papel tan misterioso, no es ella necesariamente libre. Si no existiese la unidad en la percepción del calor, por lo cual llamamos calor a la interacción con el fuego, por ejemplo, no podría jamás tampoco equipararla, intelectivamente, con mi experiencia unitaria del hervor en el cariño de alguien.

La imaginación no puede alienarse completamente de la existencia de las imágenes; y las imágenes no existen sólo sensiblemente. Cuando no podemos notar la calidez en la seriedad, sucede que pensamos que a lo cálido únicamente en medida de la evidencia latente del calor, sucede que queremos el desborde del cariño, como nos ha acostumbrado la pasión sanguínea del héroe moderno. Así se podría comenzar a pensar en las razones por las que algunos creen que el verdadero amor se muestra en el rapto y no en la entregada seriedad. Así se puede comenzar a pensar la razón por la que consideramos a la cruz como una farsa, y al cuerpo como una verdad indubitable.


Tacitus

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