Meditación
sobre el frío
Me asombra
constantemente la multitud de dispersiones en los nombres que provienen de las
sensaciones. No me asombran porque sean multitud, sino por la aparente simpleza
que ostentan para ser dichos. Hoy amaneció el día muy frío, y me parece entender
mejor por qué puedo a veces llamar, sin mucho esfuerzo, fría a una persona. Cuando
lo hago, es evidente que no me refiero –al menos no la mayoría de las veces- a
la temperatura que su ser mantiene; me refiero a un modo en que su ser se
presenta, más allá de las barreras del tacto, pero que puedo equiparar muy bien
con lo que ellas me permiten sentir.
Si dijera que hay
palabras frías como el hielo, estoy seguro que pocos se confundirían tratando
de tocar algo que no es sensible por ese medio. En sentido estricto, lo que
sentimos al tocar un cubo de hielo no es igual a lo que sentimos cuando
escuchamos palabras semejantes al invierno. No creo que pueda decirse que lo
único que diversifica la experiencia es el medio. En cierto modo, la
incomodidad y la hostilidad que es casi inmediata para nuestro ser cuando el
frío nos hiela, se convierte en metáfora cuando usamos esa palabra para indicar
que existen palabras que no nos son gratas por su impertérrito choque. Decimos
que alguien es frío cuando puede conservar la consistencia de una piedra en momentos
insólitos, o que no corresponde a veces a la efusividad del cariño o los
momentos alegres: cuando es contrario a nuestra experiencia de lo acogedor, de
un espíritu o lugar cálido.
Nos incomoda de
muchas la presencia del frío. Nos entumimos, nos sentimos hasta petrificados.
Así con las palabras o la frialdad de los ánimos. Más aún, nos sucede que cada
inteligencia percibe de distintos modos lo helado de los temperamentos o de las
situaciones. No es como para ahogarnos en el vaso del sujeto. Es decir, hay
temples que unos perciben helados como un impertinente sarcasmo, pero que otros
lo sienten como un velo que encubre, si se esfuerza uno en verlo, un verdadero
calor.
Después del
romanticismo, muchos se aprovechan de la existencia de ese tipo de metáforas. O le exageran a la sensación que
pueden soportar del calor, o elaboran una tragicomedia proveniente de las
frialdades aparentes. Todo el misterio de estas vivencias cotidianas gira en
torno a la imaginación. Sólo bajo la permanencia de la imagen de la temperatura
puede elaborarse la metáfora de la sensación de las palabras o las presencias.
Así funciona, tan taciturno, el lenguaje. Que haya distintos modos en que
nosotros percibamos la temperatura de lo impalpable, no es suficiente para decir
que los juicios que derivan de ahí sean siempre y necesariamente cuestiones de
perspectiva. Tampoco se puede resolver diciendo que todo depende de la altura
que la educación estética nos brinde. Si nos fijamos, aunque la imaginación
juegue ese papel tan misterioso, no es ella necesariamente libre. Si no existiese
la unidad en la percepción del calor, por lo cual llamamos calor a la
interacción con el fuego, por ejemplo, no podría jamás tampoco equipararla,
intelectivamente, con mi experiencia unitaria del hervor en el cariño de
alguien.
La imaginación no
puede alienarse completamente de la existencia de las imágenes; y las imágenes
no existen sólo sensiblemente. Cuando no podemos notar la calidez en la seriedad,
sucede que pensamos que a lo cálido únicamente en medida de la evidencia
latente del calor, sucede que queremos el desborde del cariño, como nos ha
acostumbrado la pasión sanguínea del héroe moderno. Así se podría comenzar a
pensar en las razones por las que algunos creen que el verdadero amor se
muestra en el rapto y no en la entregada seriedad. Así se puede comenzar a
pensar la razón por la que consideramos a la cruz como una farsa, y al cuerpo
como una verdad indubitable.
Tacitus
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